Sergey Baksheev

Una esquirla en la cabeza


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objeto en la alfombra, le quitaron la cobertura y se alejaron.

      Hassim vio un cilindro negro, hecho de hierro grueso. Un grabado rebuscado y fundido adornaba la curiosidad.

      Por invitación del kan, Hassim se acercó y determinó que el tubo fue fundido de un solo pedazo de hierro de gran calidad por un maestro artesano y que, no pocas veces, había visto objetos como ese en países lejanos. El adorno no le iba por lo pesado y burdo que era el tubo. Hassim miró el interior por la única abertura que tenía el cilindro y vio lo liso que era por dentro. El otro extremo era más grueso y estaba cerrado. Solo en la punta se veía en la superficie un pequeño agujero redondo.

      – Los rusos lo llaman cañón, y en Europa, lo llaman bombarda. – Explicó Tokhtamysh a un perplejo Hassim cuando este se separó del objeto. – Ese cañón se lo trajeron a los rusos los holandeses o los alemanes. Él se dispara con fuego empujando una piedra pesada o una bola de hierro. La bola vuela con tal fuerza que puede destruir una pared gruesa. A mis tropas les dispararon pequeños fragmentos de hierro. Esos fragmentos atravesaban las defensas metálicas de mis tropas como un cuchillo afilado a un trapo.

      Tokhtamysh calló, ya sea porque recordaba el sitio de Moscú y sus soldados muertos o porque esperaba la reacción de Hassim. Sus ojos se ensombrecieron.

      El comerciante todavía no sabía de qué se trataba todo eso y prefirió callar también. Solo la palma de la mano acariciaba, nerviosamente, su barba bien cortada con un mechón de canas en el medio.

      – Mi gente le sacó a esos rusos despreciables el secreto del fuego volador. – Despertó Tokhtamysh. – Para que el cañón dispare, se necesita pólvora. ¿Escuchaste hablar de ella, Hassim? —

      – Tuve la ocasión. – respondió el comerciante, el cual empezaba a adivinar a donde iba el kan. – Los marinos en los puertos hablan de todo. —

      – Necesito pólvora! – tronó Tokhtamysh, considerando seguramente que el momento para una conversación vacía y mundana, estaba agotado. – Tú trabajaste para Mamay cuando yo guerreaba contra él. ¡Ahora me servirás a mí! Tráeme pólvora, y tú conocerás mi generosidad y gratitud. —

      – Gran kan, yo no sé dónde conseguir pólvora. En estos lares no hay, y yo no escuché que la vendieran en los bazares. – Hassim dijo suavemente, escogiendo cuidadosamente las palabras. – Yo creo que ese es un asunto complicado y peligroso. —

      – Basta! – Tokhtamysh lo interrumpió con aspereza y, en sus ojos rasgados, brilló la ira. – Hassim, tu eres un comerciante inteligente. Tú resolverás ese problema. Yo necesito mucha pólvora, y mejor todavía, necesito la receta para su preparación. Y eso hay que hacerlo rápido, antes de la llegada de la primavera. —

      Tokhtamysh frunció el ceño y se aisló en sus pensamientos, como si hubiera olvidado a su interlocutor. Esta vez Hassim adivinó, fácilmente, sus pensamientos. El kan consideraba la fuerza y las enormes ambiciones de Tamerlan. Las tropas de Tamerlan ya penetraban en los dominios de Tokhtamysh. Robaban, asesinaban, tomaban el ganado y sin ningún tipo de inconveniente salían otra vez.

      Estas acometidas servían para probar la capacidad militar de Tokhtamysh. Era evidente que el cruel y codicioso Tamerlan no se limitaría a estos pequeños ataques, y que pronto llevaría sus ejércitos a la capital de la Horda de Oro. El cojo emir ya había acabado con todos sus oponentes en un radio de mil kilómetros alrededor de Samarkanda. Era posible que Tokhtamysh ya supiera, por sus espías exploradores, que era su turno.

      Ahora era invierno, que no era el mejor momento para grandes movimientos militares. Por eso el kan daba plazo solo hasta la primavera, cuando en la estepa aparece alimento para los innumerables caballos y camellos de sus tropas. Antes, era poco probable que Tamerlan se moviera hacia Sarai.

      Por lo visto Tokhtamysh esperaba que la nueva arma, todavía no conocida en Asia, lo ayudara en la guerra contra Timur. Bueno, él no sería el primero, ni el último que se adhiriera a una esperanza semejante, pensó Hassim.

      – Yo trataré de cumplir su orden, gran kan. – Hassim respondió, lo más educadamente posible.

      Él sabía que nunca se puede negar algo directamente al kan. Ahora, lo que deseaba Hassim era abandonar, vivo, el palacio y abandonar, lo más rápido posible, el peligroso Sarai. Una promesa no es un juramento, pensó el sabio comerciante. La cumple o no, todo sería voluntad de Alá.

      Aparentemente llegó la hora de dejarse de esa peligrosa artesanía: conducir caravanas por tierras donde todo el tiempo guerrean. Favorecer al vencedor, hacerse enemigo del otro. Hay que comprarse una tiendita en las afueras de Samarkanda o de Bukhara y vivir tranquilo, el resto de los años, vendiendo telas, bronces o alfombras.

      Pero el calculador Tokhtamysh tenía otros planes.

      – Tú tratas como debes hacerlo. – duramente respondió el kan, apartando sus pensamientos. Y enseguida estiró los labios en una sonrisa significativa, y suavemente, inclinándose hacia el comerciante, le preguntó: – Escuché que esta vez viniste con tu hijo. Como es su nombre? —

      – Rustam. —

      – Buen nombre. – Tokhtamysh caminó algunos pasos y, de repente, se dio vuelta. – He aquí mi decisión: Hasta tu regreso con la mercancía Rustam se quedará conmigo como huésped. – El kan, de nuevo sonrió, y cambió el tono. – ¿Este es tu único hijo, Hassim? Hay que tener más esposas. ¡Y pasar frecuentes noches con ellas! —

      Tokhtamysh se carcajeó, y eso le produjo una tos de ruido desagradable. Los cortesanos presentes enseguida acompañaron la risa del gobernante.

      CAPITULO 6

      Un dibujo del lugar

      Al regreso a su casa, el coronel Timofeev se aisló de los demás. La perplejidad no lo abandonaba. ¿Sería posible que él haya viajado en el tiempo? ¡Una locura!

      Aunque, por otro lado, él había leído, una vez, que toda una escuadrilla americana había desaparecido de las pantallas de los radares. Cuando regresaron a la base, los pilotos notaron que todos los relojes se habían retrasado treinta minutos, ¡justo el tiempo que se había perdido comunicación con ellos! En esa ocasión, los pilotos no sintieron ni notaron nada. Volaron sobre el océano, y las olas nunca cambian.

      Un piloto europeo informó, que vio la batalla de Waterloo, con sus propios ojos. ¿Y cuantos aviones y barcos han desaparecido sin dejar huellas? ¿Basta sólo un triángulo de las Bermudas? Quizás ellos también se fueron al pasado y no pudieron retornar.

      Las instrucciones dicen qué durante un vuelo, si se observa algo incomprensible o sospechoso, el piloto debe, inmediatamente, reportarlo. Pero algunos años atrás, un piloto joven había comunicado algo similar. Aquellos, quienes lo vieron después del aterrizaje, contaban que el muchacho se veía completamente aturdido. Por orden de arriba, durante mucho tiempo, estuvieron llevando al piloto a diferentes instancias. Después lo enviaron a Moscú, de donde nunca regresó. Decían que le habían dado de baja y lo habían internado en un psiquiátrico.

      Vasily Timofeev recordó esa historia y, por eso, en el aeródromo, a nadie dijo nada. Ahora, cuando el choque con lo desconocido quedó atrás, lo carcomía la sensación de curiosidad. Llegó a casa y se puso a dibujar, cuidadosamente, un dibujo esquemático del lugar, donde vio a dos antiguos vagabundos quienes algo escondían.

      Aquí, el río con sus meandros, y aquí, el punto.

      El coronel tomó un mapa detallado con el escrito a mano “Para uso del servicio”. En ese mapa, a diferencia de los mapas geográficos comunes, todo estaba representado verazmente y sin distorsiones. Tomando en cuenta el tiempo de vuelo de regreso al aeródromo, ese lugar del río debía estar a treinta-cuarenta kilómetros de la ciudad río arriba.

      El superpuso su dibujo con el mapa, pero no conseguía una completa coincidencia del dibujo en alguna parte. Vasily cerró los ojos y otra vez recordó todo lo visto. No, no hay errores. Hizo el dibujo exacto, como se lo enseñaron en la escuela de verano.

      Pero