Sergey Baksheev

Una esquirla en la cabeza


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a confiar en el suelo duro bajo los pies y los resistentes camellos.

      Dirigiendo una última mirada hacia el norte, donde en la ciudad de Sarai se quedó detenido “como invitado” su joven hijo, Hassim dobló la caravana hacia el este. Él había decidido seguir el camino hacia la lejana China. Allá, él había tenido la oportunidad de ver muchos fuegos artificiales. Para su producción los chinos utilizaban un polvo que se quemaba. Por sus propiedades ese polvo se parecía mucho a la pólvora que Tokhtamysh le había ordenado conseguir.

      El camino a través de tierras intranquilas, fue largo y Hassim llegó al imperio celeste enseguida después del año nuevo chino. En cada ciudad él preguntaba a los comerciantes por la pólvora. Pero esta mercancía ningún vendedor serio la guardaba.

      La pólvora la producían en pequeñas tiendas, pero era para divertirse y para los fuegos artificiales del año nuevo. Cuando la fiesta terminaba, ya nadie necesitaba el extraño polvo y los artesanos volvían a la producción de las cosas útiles de todos los días.

      En su búsqueda de la pólvora, Hassim ya había recorrido cientos de kilómetros en territorio chino, cuando llegó a la grande y activa ciudad de Dunhuang. Y ahí, por fin, tuvo suerte. Por eso estaba tan contento esa tarde y rezaba arrodillado, dándole las gracias a Alá y recordando a su hijo Rustam quien se había quedado como rehén.

      En Dunhuang vino en su ayuda el viejo y experimentado comerciante Zhun. El mismo chino Zhun nunca había salido a países lejanos. Dedicándose al comercio, toda su vida había vivido en su ciudad natal, pero sabía perfectamente donde, qué y por cuanto se podía comprar en un radio de decenas de kilómetros. Zhun vendía mercancía local a los caravaneros y a cambio recibía la mercancía extranjera.

      Cuando Hassim dijo la cantidad del extraño pedido: veinte sacos, el astuto Zhun, en lugar de bajar el precio por la compra al mayor, dijo que no era posible, ese pedido no se podía cumplir ni siquiera en un mes y por lo tanto el precio por saco subiría. Hassim, con una sonrisa y bromeando, como era lo acostumbrado, trató de regatear, pero Zhun, con un gesto amable, lo detuvo:

      – Hassim, yo no te pregunto para que necesitas tanta pólvora. Créeme, hay un gentío en mi país y allá, en el tuyo, que les gustaría muchísimo saber la respuesta a esa pregunta. Como decían nuestros antepasados: la palabra es plata, pero el silencio es oro. – El viejo Zhun cerró los ojos y se puso la palma de la mano en la barriga, como si estuviera cansado de la conversación.

      – Bueno, yo vine fue por té. – pensativo, dijo Hassim. – Por el mejor té chino. —

      – Se lo diré a todos. – Asintió Zhun.

      Al fin y al cabo, se pusieron de acuerdo en diez sacos, los cuales estarían listos en dos semanas. En ese momento Hassim le preguntó a Zhun si sería posible obtener también la receta de preparación de la pólvora.

      – Estoy listo para pagar lo mismo. – y dijo la suma.

      Zhun miró con atención a Hassim y movió la cabeza.

      – Los maestros chinos enseñan sus secretos solo a sus hijos. Si el maestro no tiene hijos, se lleva su secreto a la tumba. Afortunadamente, las mujeres chinas paren mucho. —

      Hassim no discutió, pero su gran experiencia le decía que si no te venden algo es porque no propusiste un precio adecuado o no te dirigiste a la persona correcta.

      El viejo y astuto chino se despidió, y Hassim ordenó a su sirviente más avispado que lo siguiera. El plan funcionó.

      Al día siguiente Hassim se enteró de que, a una hora de camino, en las colinas cercanas, hay una pequeña aldea, donde los chinos sacan el carbón. Y que Zhun visitó una de las casas que está al borde de la cantera. El sirviente regresó inmediatamente a la ciudad.

      Hassim, para las apariencias, estuvo comprando té en los alrededores de Dunhuang durante tres días, y después se fue a la pequeña aldea. El dueño de la casa en cuestión era el pequeño y cara redonda Shao. Los ojos avispados bajo el sombrero cónico lo convencieron de que con Shao podía ponerse de acuerdo. La larga, y sin apuros, conversación, produjo sus frutos. Shao sacudió su coleta grasienta, la sonrisa se le extendió de oreja a oreja y sus dos pequeñas manos estrecharon, agradecidas, la de Hassim.

      Aunque el chino no aceptó vender la receta del polvo maravilloso, prometió que, en el transcurso de una semana más, prepararía diez sacos más, y por el precio que le había dicho Zhun. Era indudable que este había sido, también, un gran éxito comercial. Después de esta transacción podría regresar rápido a Sarai y liberar a su hijo. El gran kan Tokhtamysh estará satisfecho con esa cantidad de la mercancía secreta.

      Cumplido el plazo prometido, bajo un crepúsculo azul, en un lugar desértico, fuera de la ciudad, Zhun le entregó a Hassim la mercancía acordada.

      Cuando Zhun recibió el dinero, le aconsejó: – Ahora regresa a tu casa rápido. – Yo te voy a guardar el secreto, pero en China hay demasiados ojos y oídos. Estos tiempos son difíciles y a alguien puede interesar tu compra no habitual. Apenas nos logramos desembarazar de los mongoles y aquí no confiamos de los extranjeros del este. —

      – Voy a comprar un poco más de buena seda china para no llevar camellos ociosos y partiré. – prometió Hassim.

      Hassim esperó una semana más fuera de la ciudad y como había sido acordado fue adonde Shao.

      – La mercancía está lista. – alegró a Hassim el inteligente artesano chino.

      Después de que los sacos fueron cargados sobre los camellos y la cuenta saldada, Shao llevó a Hassim a un lado y le susurró:

      – No es mi problema para que quiere usted tanta pólvora, señor, pero yo le tengo otra proposición interesante. Usted habrá escuchado que la gente del norte de nuestro país hace grandes “dragones calientes”. Así llaman a una gran bola de hierro, llena con este polvo maravilloso, y provista de una mecha no tan larga. Esta mecha se enciende y la bola se lanza con una catapulta al enemigo. Yo, señor, aprendí a hacer el “dragoncito”, para el cual no se necesita catapulta. —

      El chino sacó de su bolsillo una esfera negra de hierro del tamaño de un puño y de la cual salía una cuerda aceitada.

      – Este “dragoncito” es bueno por el hecho de que se puede lanzar con una mano. Antes de eso lo único que se necesita es encender la cuerdita. ¿No quiere probar? —

      El chino le alcanzó la bola a Hassim. Esta resultó fría y pesada. Hassim sopesó el objeto en su mano. El chino encendió la mecha y sonriendo con alegría le gritó:

      – Ahora, señor, ¡láncelo! —

      Hassim observaba, con interés, como se consumía la mecha y la chispa rojiza, siseando, se acercaba a la bola de hierro.

      – Láncela lejos! – gritó Shao. La sonrisa del chino desapareció de su rostro plano.

      Hassim miraba el curioso juguete y no entendía por que tirarlo. ¿Y si se rompe? Cuando el fuego se acercó a la superficie de la esfera, Shao, desesperadamente, golpeó la mano del comprador y lo empujó al suelo. La bola cayó y se dirigió hacia donde estaban los camellos.

      El puntico de fuego en la mecha desapareció rápidamente bajo la superficie negra de la bola, como un ratón en su ratonera. Casi instantáneamente hubo un gran estallido. Y todo alrededor se cubrió de una nube de humo amarilla.

      CAPITULO 9

      ¡No existen los extraterrestres!

      – Que habías pensado? – Se sorprendió Anatoli con la repentina reacción de Zakolov.

      – Ya lo había pensado. – repitió Tikhon y era claro que estaba pensando con excitación. – No hay extraterrestres! – gritó, batiendo la mano en el aire.

      Anatoli, como atontado, lo miró.

      – Está muy bueno eso de batir las manos; pero explícame, ¿que tienen que ver los extraterrestres en esto? –