Caleb Fernández Pérez

Rut


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que Dios iba a impregnar aquella crisis de su vida con el aromático perfume del jardín de su gracia. Su nuera Rut sería para ella mejor que siete hijos, sería madre de su nieto, quien llegaría a ser el abuelo del rey David. Pero no nos adelantemos.

      Cuando miramos los problemas nos parece como que Dios no está de nuestro lado

      No, hijas mías; que mayor amargura tengo yo que vosotras, pues la mano de Jehová ha salido contra mí (Rt 1.13b).

      Noemí no sólo tuvo pérdidas materiales y humanas en su estadía en los campos de Moab y en su regreso a Belén, sino también grandes pérdidas espiritua­les. Ella se sentía víctima de Dios, no de sus propios sentimientos. Le atribuía a Él todo el mal que estaba pasando y lo responsabilizaba por todas sus trage­dias. Estaba disgustada con Dios. Sentía que Él se hallaba en contra de ella. No solamente era una viuda anciana, pobre, y sin hijos, también se había tornado en una mujer amargada y en franca contienda con Dios.

      Es importante notar que Noemí no se rindió a los dioses paganos de Moab. Continuó creyendo en Jehová, pero no con una percepción lúcida y correcta acerca de su Dios. Creía en la soberanía de Él, lo llamaba el Todopoderoso, pero su concepción de la acción de Dios en la historia estaba desorientada. Le había entusiasmado que Dios visitara a su pueblo para darles pan; quería ser parte de esa historia. Pero se encontraba llena de mucho resentimiento, cargada de pesimismo, por lo que Dios había “permitido” que le pasara.

      Noemí había enmarcado a Dios en su reali­dad, en su amargo desconcierto. Rechazaba la idea de Dios actuando, algunas veces, de contramano a nuestras expectativas y voluntades. Se resistía a que Dios permitiera situaciones difíciles. Al parecer, sólo estaba lista para aceptar en su vida los beneplácitos que significaban bienestar.

      Noemí asoció su tribulación con la oposición de Dios a su proyecto de vida, a su vida misma. Pero, ella había sobrevivido para interpretar su historia y la de su familia, y por esto mismo ya tenía una conclusión: “La mano de Jehová ha salido a actuar contra mí”, decía. Su vida no estaba bajo una maldición, Dios no se hallaba obrando contra ella. La soberanía de Dios estaba obrando en ella y para ella.

      La relación simple que hizo en su mente del sufrimiento como maltrato de parte de Dios, defi­nitivamente era una lectura equivocada de Noemí. Dios no estaba ensañándose con ella. Él no desper­dicia el sufrimiento de sus hijos. Cuando perdemos la brújula, Dios continúa en el control. Cuando pensamos que es indiferente a nuestro dolor; o in­cluso, que está en nuestra contra, Él toca la puerta. Le abrimos la puerta de nuestra vida, y se sienta a nuestra mesa, y comienza a mostrarnos que siempre estuvo obrando a nuestro favor.

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      Rut 1.14–18

      Relaciones familiares marcadas por el amor

      Estudios realizados recientemente con el objetivo de analizar las razones de por qué en numerosas regio­nes empobrecidas de nuestro planeta suele fracasar la ayuda al desarrollo por parte de países desarro­llados, nos revelan que la felicidad no se relaciona ni con el logro de objetivos profesionales ni con el dinero y ni siquiera con el hecho de tener cubiertas todas las necesidades básicas. Es interesante notar que este estudio levantó polvo sobre temas de los que la Biblia ya nos venía hablando desde hacía mucho tiempo. Así, pues, la gente es feliz al cultivar su es­piritualidad, sus relaciones personales, al dedicarse a su familia, y al sentirse respetado e influyente en su propia comunidad. La superación de la pobreza viene como un segundo momento, por añadidura, como consecuencia de haber construido relaciones fundamentales para la existencia y la sobrevivencia.

      No obstante, el pertenecer a una familia, si bien ella genera un alto grado de intimidad, no es garantía suficiente de relaciones armoniosas y estables. La realidad casi siempre parece ser otra.

      Las relaciones cotidianas entre los miembros de una familia, en ocasiones llegan a ser experiencias dolorosas y desagradables cuando no logramos esta­blecer los vínculos afectivos que desearíamos tener en el entorno familiar.

      Tener familias marcadas por actitudes cotidia­nas de amor es un anhelo del ser humano como ser social. Convivir en armonía es un arte que necesita ser cultivado diariamente; destinémosle el esfuerzo y el interés que demanda una tarea así. Los resulta­dos quizá no serán apreciables a simple vista, ni cuantificables; pero, indudablemente, enriquecerán profundamente la vida personal y emocional de cada uno de los miembros de la familia.

      Las relaciones capaces de actuar por amor son las que hacen que una familia sobreviva y remonte circunstancias difíciles. Son la unidad de la familia y las actitudes de compromiso las que “imprimen y sellan” una calidad de vida familiar mejor o distin­ta. Ellas, Noemí, Rut y Orfa, no sólo habían sido parte de una familia nuclear —primero alrededor del padre y luego de la madre—, sino que también habían construido relaciones armoniosas.

      Y ellas alzaron otra vez su voz y lloraron; y Orfa besó a su suegra, mas Rut se quedó con ella (Rut 1.14).

      En este capítulo entra en escena Rut, la moabita que se había casado con uno de los hijos de Noemí, y que al quedar viuda toma una decisión muy importante que marcaría significativamente su vida y la de su suegra. Orfa, en este escenario, nos deja con el beso que da a Noemí, su suegra, el beso de despedida. Nos queda la sensación del afecto entra­ñable entre ambas, de despedida triste; y de un retorno a medio camino. Un viaje de regreso a sus padres, a su pueblo, a su cultura, con la sensación de que la teología de Noemí no la ha convencido hasta donde la ha escuchado. Y, tal vez, interpelándola por el Dios Todopoderoso del que habla. Orfa se volvió a sus dioses. Le bastaba un Dios creador. Su amargu­ra le había hecho ver la historia sin la intervención de Dios, sin un propósito, liberada a contradicciones incomprensibles.

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