en movimiento sin que lo pensemos o lo planifiquemos, haciendo que nuestras capacidades conscientes y racionales las alcancen después, a menudo mucho después de que la amenaza haya pasado.
Finalmente, llegamos a la capa superior del cerebro, el neocórtex. Compartimos esta capa exterior con otros mamíferos, pero en los humanos es mucho más gruesa. En el segundo año de vida, los lóbulos frontales, que componen la mayor parte del neocórtex, empiezan a desarrollarse rápidamente. Los filósofos antiguos consideraban los siete años como la «edad de la razón». Para nosotros, el primer curso escolar es el preludio de las cosas que están por venir, una vida organizada en torno a las capacidades del lóbulo frontal: sentarse y permanecer quieto, controlar los esfínteres, poder usar las palabras antes de actuar, comprender ideas abstractas y simbólicas, planificar el mañana, y estar en sintonía con los maestros y los compañeros de clase.
Los lóbulos frontales son responsables de las cualidades que nos hacen únicos en el reino animal.7 Nos permiten usar el lenguaje y el pensamiento abstracto. Nos capacitan para absorber y asimilar grandes cantidades de información y asignarles significado. A pesar de nuestro entusiasmo con las proezas lingüísticas de los chimpancés y los monos rhesus, solo los seres humanos dominamos las palabras y los símbolos necesarios para crear los contextos comunitarios, espirituales e históricos que conforman nuestra vida.
Los lóbulos frontales nos permiten planificar y reflexionar, imaginar y representar escenarios futuros. Nos ayudan a predecir qué sucederá si realizamos una acción (como presentarnos a un nuevo empleo) o dejar de hacer otra (como no pagar el alquiler). Hacen que las decisiones sean posibles y subyacen tras nuestra sorprendente creatividad. Generaciones de lóbulos frontales, trabajando en estrecha colaboración, han creado la cultura que nos ha permitido pasar de las canoas fabricadas a partir de troncos, de los carruajes tirados por caballos y las cartas a los reactores, los coches híbridos y el correo electrónico. También nos han dado las camas elásticas de Noam que salvan vidas.
MIRARNOS EN EL ESPEJO DE LOS DEMÁS:
NEUROBIOLOGÍA INTERPERSONAL
Los lóbulos frontales, cruciales para comprender el trauma, también son el centro de la empatía (nuestra capacidad de ponernos en el lugar de otra persona). Uno de los descubrimientos realmente sensacionales de la neurociencia moderna se produjo en 1994, cuando por un accidente fortuito un grupo de científicos italianos identificaron unas células especializadas en la corteza que acabaron llamando «neuronas espejo».8 Los investigadores conectaron electrodos a neuronas individuales en el área premotor de un mono, y luego supervisaron informáticamente con precisión qué neuronas se encendían cuando el mono cogía un cacahuete o un plátano. En un momento determinado, un investigador estaba poniendo la comida en una caja cuando miró al ordenador. Las células del cerebro del mono se estaban encendiendo en el punto exacto en el que se encontraban las neuronas motrices. Pero el mono no estaba comiendo ni moviéndose. Estaba mirando al investigador, y su cerebro estaba reflejando indirectamente como en un espejo sus acciones.
Muchos otros experimentos siguieron en todo el mundo, y pronto quedó claro que las neuronas espejo explicaban muchos aspectos de la mente anteriormente inexplicables, como la empatía, la imitación, la sincronía e incluso el desarrollo del lenguaje. Un escritor comparó las neuronas espejo con el «WIFI neuronal»;9 no solo captamos el movimiento de otra persona, sino también su estado emocional y sus intenciones. Cuando la gente está en sincronía, suele adoptar la misma postura o sentarse de la misma forma, y sus voces acaban adoptando el mismo ritmo. Pero nuestras neuronas espejo también nos hacen más vulnerables a la negatividad de los demás, de manera que respondemos a su ira con furia o su depresión nos baja el estado de ánimo. Más adelante hablaré más de las neuronas espejo, porque el trauma casi siempre implica no ser vistos, no tener ese reflejo en el espejo y no ser tenidos en cuenta. El tratamiento debe reactivar la capacidad de reflejar de forma segura a los demás y de reflejarnos en ellos, pero también debe evitar que se intercepten las emociones negativas de los demás.
Como todo aquel que haya trabajado con personas con daños cerebrales o que haya cuidado a sus padres con demencia habrá aprendido a las duras, el buen funcionamiento de los lóbulos frontales es crucial para mantener unas relaciones armónicas con el resto de los seres humanos. Darnos cuenta de que los demás pueden pensar y sentir de un modo diferente a nosotros es un enorme paso en el desarrollo de los niños de dos y tres años. Aprenden a entender los motivos de los demás para poder adaptarse y estar seguros en grupos que tienen percepciones, expectativas y valores diferentes. Sin unos lóbulos flexibles y activos, las personas se convierten en criaturas de hábitos, y sus relaciones se vuelven superficiales y rutinarias. Les falta invención e innovación, descubrimiento y asombro.
El cerebro triúnico (de tres partes). El cerebro se desarrolla de abajo hacia arriba. El cerebro reptiliano se desarrolla en el útero y organiza las funciones básicas para garantizar la vida. Responde activamente ante las amenazas a lo largo de nuestra vida. El sistema límbico se organiza básicamente en los primeros seis años de vida, pero sigue evolucionando en función de su uso. El trauma puede tener un gran impacto en su funcionamiento a lo largo de la vida. La corteza prefrontal se desarrolla al final, y también se ve afectada por la exposición al trauma, incluyendo el hecho de no poder filtrar la información irrelevante. A lo largo de la vida, es vulnerable al bloqueo como respuesta a la amenaza.
Nuestros lóbulos frontales también pueden (en ocasiones, no siempre) evitar que hagamos cosas que nos pondrán en un compromiso o que hagamos daño a los demás. No tenemos que comer cada vez que tenemos hambre, besar a todas las personas que despierten nuestro deseo o explotar cada vez que estemos enfadados. Pero es exactamente en este límite entre el impulso y el comportamiento aceptable donde empiezan muchos de los problemas. Cuanto más intenso sea el input visceral y sensorial, menos capacidad tiene el cerebro racional de amortiguarlo.
IDENTIFICAR EL PELIGRO:
EL COCINERO Y EL DETECTOR DE HUMO
El peligro forma parte de la vida, y el cerebro es el encargado de detectarlo y de organizar nuestra respuesta. La información sensorial sobre el mundo exterior nos llega a través de los ojos, la nariz, los oídos y la piel. Estas sensaciones convergen en el tálamo, una zona dentro del sistema límbico que actúa como el «cocinero» del cerebro. El tálamo mezcla toda la información de nuestras percepciones para preparar una sopa autobiográfica muy homogénea, una experiencia integrada y coherente de «esto es lo que me está sucediendo».10 Luego las sensaciones van en dos direcciones: hacia la amígdala (dos pequeñas estructuras en forma de almendra que están a un nivel más profundo en el sistema límbico, en el cerebro inconsciente) y hacia los lóbulos frontales, llegando a nuestro conocimiento consciente. El neurocientífico Joseph LeDoux llama el camino hacia la amígdala «el camino de bajada», que es muy rápido, y el camino hacia la corteza frontal «el camino de subida», que tarda varios milisegundos más en medio de una experiencia sumamente amenazante. Sin embargo, el procesamiento por parte del tálamo puede ser defectuoso. Lo que vemos, los sonidos, los olores y el tacto se codifican como fragmentos aislados y disociados, y el tratamiento de los recuerdos normales se desintegra. El tiempo se congela, y parece que el peligro actual va a durar para siempre.
La función central de la amígdala, a la que considero como el detector de humo del cerebro, es identificar si la información entrante es relevante para nuestra supervivencia.11 Lo hace de manera rápida y automática, con la ayuda del retorno del hipocampo, una estructura cercana que relaciona la nueva información con las experiencias del pasado. Cuando la amígdala percibe una amenaza (un choque potencial con otro vehículo, una persona de la calle que parece peligrosa) manda un mensaje instantáneo al hipotálamo y al tronco cerebral, recurriendo al sistema de hormonas del estrés y al sistema nervioso autónomo (SNA) para orquestar una respuesta a nivel de todo el cuerpo. Como la amígdala procesa la información que recibe del tálamo más rápidamente que los lóbulos frontales, decide si la información entrante es una amenaza para nuestra supervivencia