la mirada para inferir lo que los demás quieren; e) por último, nuestras mentes modernas pertenecen a la edad de piedra. Por eso algunas conductas innatas ya no se ajustan al mundo actual. El hombre precultural no podía apoyarse en razonamientos complicados ni consultar los pobres conocimientos de su cultura. Para sobrevivir, debía confiar en sus instintos, responder a mandatos preprogramados en su mente.
De lo anterior, se deriva que muchos mecanismos computacionales son de dominio específico: se activan en unas condiciones, no en otras. Se sabe que los mecanismos que sirven para el aprendizaje de la lengua son diferentes de aquellos usados en asuntos como la aversión a ciertos alimentos, y que ambos son a su vez diferentes de los utilizados en la adquisición de fobias a la altura o a las serpientes. Y no se trata de simples conjeturas: muchos de estos circuitos neuronales se han encontrado por medio de escanografías o gracias al estudio clínico de personas que han sufrido accidentes cerebrales.
A esos mecanismos especializados del aprendizaje les corresponden circuitos neuronales que gozan de las siguientes propiedades: a) son estructuras complejas para resolver problemas de un tipo específico; b) se dan en todas las personas normales; c) se desarrollan sin esfuerzo consciente; d) no requieren instrucción formal y se utilizan sin que nos percatemos de la lógica subyacente; y, finalmente, e) son diferentes de las habilidades generales para procesar información o comportarnos con inteligencia. En suma, poseen la marca característica que uno atribuye a los instintos.
El cerebro humano no está diseñado para aprender el cálculo infinitesimal, pero sí para algo terriblemente más difícil: aprender una lengua cuando apenas somos capaces de razonar. Aquellos que intentan tarde en la vida llevar a cabo dicho propósito saben lo arduo que es, y lo limitado del resultado final. Pero si se dispone de las bases apropiadas, una persona normal puede llegar a conocer muy bien el cálculo infinitesimal en un año de estudio, cuando diez no son suficientes para hablar con fluidez una lengua extranjera.
Estamos plagados de anacronismos. Y es lógico: nuestros ancestros pasaron el 99% de su historia evolutiva en grupos dedicados a la caza y la recolección. El Homo sapiens parece estar bien diseñado para un pasado a campo abierto, sin dueños, despoblado, en grupos de familiares o de conocidos, buscando alimentos y otros recursos, localizando las presas, persiguiéndolas, cazándolas. Por eso los mecanismos cognitivos que existen ahora, aunque sirvieron para resolver eficientemente problemas en el pasado, no necesariamente generaron comportamiento adaptativo. Aclaremos que, aunque la línea homínida evolucionó probablemente en las sabanas africanas, el ambiente evolutivo que determina la adaptación no es un lugar ni una época determinados: es el compuesto estadístico de todas las presiones selectivas que participaron a lo largo del tiempo en el diseño de una adaptación. Por eso las explicaciones que recurren a funciones adaptativas se llaman “distales” o “últimas”, pues se refieren a causas que operaron en el tiempo evolutivo.
La meta de la sicología evolucionista es descubrir el diseño de la llamada “naturaleza humana”. En ese sentido, es una aproximación a la sicología, en la cual los conocimientos de la evolución se utilizan para descubrir la estructura de la mente humana. Este nuevo enfoque formula e intenta responder las eternas preguntas sobre el hombre. ¿Es este bueno por naturaleza? ¿Están sus acciones determinadas por la razón? Si tanto la naturaleza como el ambiente modelan nuestras personalidades, ¿cuál es la contribución exacta de cada uno de ellos? ¿Tenemos libre albedrío? ¿Somos egoístas por naturaleza, o esta es una característica inducida por el ambiente? ¿Por qué preferimos ayudar a los parientes y amigos por encima de los extraños? ¿Tenemos inclinaciones incestuosas naturales y ocultas, como propone el sicoanálisis? ¿Son naturales las fobias, la venganza, el respeto de las jerarquías, la religiosidad, los temores a ciertos animales? ¿Nuestra agresividad y violencia son inducidas solo por la cultura? ¿La sexualidad femenina es igual a la masculina?
Volviendo al propósito de este libro, digamos que se escribe con la plena convicción de que no se está diciendo la última palabra y de que es realmente poco lo que sabemos con certeza. Se aceptará como premisa básica que el hombre es el resultado de un proceso evolutivo continuo, y que su diseño anatómico, fisiológico y sicológico es un logro de la evolución para resolver óptimamente los problemas de supervivencia y reproducción creados por el mosaico de nichos ecológicos ocupados, primero por las especies animales que nos antecedieron y, luego, por los prehomínidos hasta desembocar en la nuestra. Se acepta que el hombre es un elemento más de la fauna terrestre y que su origen animal es algo que no admite la menor duda; que excluir al hombre del resto de la naturaleza, como muchos pretenden, es resignarse a no comprenderlo en toda su extensión.
La selección natural se apoya en un criterio único: el de la eficacia reproductiva, y esta debe medirse de forma diferencial, esto es, respecto a la de los competidores. En evolución no solo se trata de ganar, sino de ganar más que los demás y, en ocasiones, de hacer perder a los otros. La evolución, por tal motivo, siempre estará produciendo malvados. Una forma práctica de analizarla, aunque aproximada, es por el número de apareamientos. Así, entonces, la evolución busca maximizar el número de apareamientos de un individuo y sus parientes, por encima de los demás. Esta es la clave para la solución de un problema milenario, que ha derrotado la atenta visión de tantos pensadores del pasado: la naturaleza humana tan desconcertante y en apariencia tan contradictoria. De ahí surgen las conductas nepóticas y una amplia variedad de formas de comportamiento que llevan implícito cierto interés egoísta, algunas de ellas tachadas de inmorales desde la perspectiva del alma humana, la misma que las causa.
Pero debemos entender que la búsqueda de una mayor tasa reproductiva aparece disfrazada; de ahí que casi todo el esfuerzo de este libro sea mirar a través de las caretas que encubren esa búsqueda: se trata de emociones, pulsiones, atracciones, rechazos o inclinaciones que nos llevan en ciertas direcciones y nos alejan de otras, nos incitan a preferir ciertas condiciones y a rechazar o a alejarnos de otras, apetecer ciertas acciones y sentir desgano o aun rechazo por otras, interesarnos por ciertos aprendizajes y desinteresarnos por otros.
Los disfraces que usa la búsqueda de mayor descendencia pueden ser, entre otros, la lucha por un mayor estatus, el deseo irrefrenable e ilimitado de adquirir bienes, la agresividad exagerada frente a ciertas condiciones de la vida social, la injusticia en el trato a los demás (a los otros, en el sentido biológico, a los portadores de genomas muy diferentes a los nuestros), la injusticia sexual, que pide poligamia para los míos y monogamia, o aun nulogamia, para los suyos, el acaparamiento de parejas sexuales o poligamia, la xenofobia, la envidia venenosa y la avaricia desenfrenada que, en épocas pasadas, cuando se estaba forjando la naturaleza humana se revertían en una mayor descendencia, proposición que ahora no tiene validez alguna (sin embargo, los genes no aprenden tan rápidamente y continúan guiándonos en direcciones que a la razón pura parecen equivocadas).
Un animal que se muestre perfectamente altruista, que siempre le ceda el turno a sus compañeros, que no acapare recursos vitales cuando se presenta la oportunidad, que no responda con violencia a las agresiones o a las injusticias, que no se muestre vengativo, que no se interese en el sexo, que no descanse de trabajar por el bien de sus parientes o que no se alimente en abundancia cuando las circunstancias lo propicien, no dejará descendientes o dejará muy pocos en relación con sus compañeros de grupo. En cambio, los lujuriosos, los egoístas, los altruistas con sus parientes próximos, los ventajosos, los agresivos, los maquiavélicos, los codiciosos y los avaros tenderán a dejar más descendientes y, en consecuencia, esas “virtudes-pecados”, desde la perspectiva humana, serán elegidas por la selección natural para incorporarlas en la dotación biológica de cada especie. El hombre no es ninguna excepción a lo anterior.
Debe quedar claro que el hombre no ha sido diseñado para el Cielo, sino para la Tierra. Emil Cioran es ácido: “Con la excepción de algunos casos aberrantes, el hombre no se inclina hacia el bien”. La verdad es que llevamos en el alma ángeles y demonios. Los demonios los aporta la evolución, egoísta por diseño; los ángeles, la cultura —algunas veces, para ser rigurosos—, prestos a corregir o controlar los impulsos de los primeros. Gracias al ejemplo, a la enseñanza directa y al efecto cultural, algunos hombres logran controlar esos malos genes y comportarse con normas morales “civilizadas”. Este diseño del hombre, en apariencia absurdo, ha confundido a los grandes filósofos de todas las épocas. Solo