han explicado, así, las contradicciones y rarezas de la condición humana; sin embargo, aún quedan muchísimos estudiosos del hombre que no aceptan estas ideas y siguen pensando que somos la excepción a la regla rígida de la selección natural: piensan en un hombre perfectamente moldeable por las fuerzas de la cultura, en el hombre bueno del filósofo Jean-Jacques Rousseau, pervertido por su ambiente; piensan, de igual forma, en una mente en blanco al nacer para que el medio escriba en ella y a su amaño todo lo que el sistema educativo proponga.
Si se entiende lo anterior, se comienza a entender la historia del hombre, sus contradicciones, sus virtudes y pecados, su naturaleza, y se comienza a entender por qué han fallado aquellos intentos de agrupar a los hombres bajo sistemas religiosos, sociales y económicos que han partido de los supuestos —falsos— de que la naturaleza humana es algo que se puede moldear a voluntad, libre de componentes innatos resistentes al cambio.
En ningún momento se olvidará que todo hombre es el producto final de dos clases de aprendizaje: el filogenético, realizado por la especie en su largo devenir evolutivo, y el individual o biográfico, generado durante el cortísimo intervalo de tiempo vivido por el individuo. El primero se distingue del segundo en que lo aprendido no se puede olvidar —palabras de Lorenz—, o es casi imposible lograr dicho propósito. Esto significa que el hombre está sometido a dos comandos: el irracional o inconsciente, escrito en el programa genético antes de su nacimiento, y el racional o consciente, escrito después del nacimiento por todas sus experiencias culturales. Pero el control racional, que todos esperamos sea el comandante en jefe de las acciones, cuesta decirlo, cede la batuta al irracional o emotivo en gran parte de nuestras decisiones.
Por eso el hombre es paradójico: mientras un yo impulsa al fraude, el otro lo rechaza. A veces, muy pocas, gana el segundo, y en eso consiste ser civilizado. No obstante evidencias abrumadoras, presentamos una rara oposición a aceptar la existencia de comandos poderosos y distintos a los generados racionalmente, pues treinta y más siglos oyendo los argumentos de filósofos, políticos y reformadores religiosos nos han bloqueado los caminos del entendimiento. Es un deber del hombre civilizado, entonces, cambiar por completo la concepción, muy halagadora por cierto, que tiene de sí mismo.
Steven Pinker asegura que el descubrimiento más importante de la sicología es muy reciente y consiste en destacar la gran importancia de los genes en la determinación de la personalidad humana, mucho más que los factores culturales. Porque se ha demostrado, con todo rigor, gracias al estudio comparado de parejas de mellizos idénticos, mellizos fraternos, hermanos corrientes y hermanos de adopción, que los factores genéticos llevan el mayor peso en la determinación de la personalidad; es decir, que no debemos decir “Dime con quién andas y te diré quién eres”, sino “Dime quién eres y te diré con quién andas”. Asimismo, se ha encontrado en dichos estudios que existen otros factores difíciles de precisar, aleatorios por el momento, tan importantes como los genéticos. Es bien importante el punto que Pinker destaca, pero parece más correcto decir que el descubrimiento cumbre de la sicología es utilizar el prisma evolutivo para mirar a través de él la psiquis humana. Sin esta mirada, todo intento por entender a los hombres terminará en el más completo fracaso.
No se hablará en este libro de “natura o cultura”, sino más bien de “natura y cultura”. Es falso decir que el hombre “nace”, y es igualmente falso decir que “se hace”. El hombre “nace” y “se hace”. Esta será la posición que se intentará defender aquí. El autor cree con firmeza que aquellos que miran al hombre únicamente como a un hijo de su medio cultural, o que lo miran como un ser puramente biológico, solo lograrán averiguar una parte de la verdad, y una parte de la verdad, escribía con sabiduría el filósofo inglés Bertrand Russell, es muchas veces una gran mentira.
Reconozcamos que la opinión predominante de los profesionales de las ciencias sociales y humanas, aún en este momento de gran desarrollo científico, comenzando el tercer milenio, se adhiere al dogma que afirma que el comportamiento humano es casi todo un producto de la cultura, el aprendizaje y la tradición social. Parte de la oposición se debe a un mal entendimiento de la evolución de las especies, sus criterios y sus consecuencias, así que cuando los opositores se refieren a dichos temas, muestran de inmediato sus fallas. Parafraseando a Winston Churchill, nunca tantos han dicho tanto sobre algo que entienden tan poco.
Para infortunio del avance de las ciencias humanas, hay una verdadera aversión a las explicaciones biológicas (o “reduccionistas”, como se las llama despectivamente). Los ataques más virulentos a la “intromisión” de lo biológico en la conducta humana han provenido de intelectuales de varios campos: sicoanalistas, conductistas, marxistas, religiosos, humanistas y feministas. Todos ellos han sentido una antipatía natural por el innatismo, en total desacuerdo con los descubrimientos realizados en las tres últimas décadas; como están petrificados en sus viejas ideas, nada se puede hacer. Se las llevarán a la tumba.
Contra el uso de ideas evolucionistas en la conducta humana están los defensores del llamado “modelo social estándar”, una fusión de ideas tomadas de la antropología y la sicología. El modelo supone que mientras los animales son controlados rígidamente por su biología, los humanos lo somos por nuestra cultura, que consiste en un conjunto autónomo de valores, los cuales, libres de restricciones biológicas, pueden variar de manera arbitraria y sin límites de una comunidad a otra. El modelo supone también que los niños nacen con apenas ciertos reflejos y la habilidad de aprender (pero un tipo de aprendizaje abierto a todos los propósitos y usado en todos los dominios del conocimiento, sin sesgos especiales). Los niños, para los defensores del modelo Ford T, 1920, aprenden su cultura a través del adoctrinamiento, las recompensas y los castigos, y por imitación o inducción, copiando a sus mayores. Según el modelo social, la cultura se extiende por la comunidad como una enfermedad contagiosa, de persona a persona, y el vector encargado del contagio es el lenguaje.
Argumentan aquellos soñadores que el animal humano se ha liberado de la esclavitud de los instintos y actúa en gran medida siguiendo las normas impuestas por su cultura. Para muchos de los “sesudos” pensadores actuales, el estudio biológico de las características sicológicas humanas innatas no es solo carente de interés, sino incluso absurdo. Así, en una reseña bibliográfica, el sociólogo Alan Wolfe escribía: “La biologización del ser humano no es solo mal humanismo sino también mala ciencia”. Y la defensa de estas ideas se hace con inusitada agresividad, un hecho que puede predecirse desde la misma perspectiva biológica de la naturaleza humana que ellos niegan.
Los estudiosos del enfoque evolutivo de la naturaleza humana se han encontrado exactamente con el mismo rechazo que padecieron Copérnico y Darwin, pues a los seres humanos nos disgusta sobremanera que nos desplacen del centro del universo. El solo hecho de intentar estudiar la conducta humana a la par de la de los otros animales se toma como un insulto, así como fue un insulto aceptar que la Tierra era solo uno, y no el más grande, entre varios planetas del sistema solar.
Reconozcamos que parte de la oposición al estudio evolutivo de la conducta del hombre surge del temor a que los genes, ellos solos, determinen lo humano, es decir, el temor al desprestigiado determinismo genético. Se trata de un gran error, fruto de una mala comprensión de la forma como actúan los genes en el comportamiento. Konrad Lorenz (1986) no comulga con esos críticos:
A la luz de la teoría evolutiva darwiniana, la tesis de que los humanos están más allá de la biología nunca pareció muy verosímil. Sugiero que ahora ha llegado el momento de abandonarla definitivamente. La acción y el pensamiento humanos están formados y estructurados por factores biológicos. La selección natural y las ventajas adaptativas llegan hasta el núcleo central de nuestro ser.
En otro libro, escrito en compañía de su colega Niko Tinbergen (1986), Lorenz dice: “El hecho de ignorar las cuestiones del valor de la supervivencia y la evolución —como hacen, por ejemplo, la mayoría de los sicólogos— no solo revela miopía, sino que hace imposible llegar a una comprensión de los problemas del comportamiento”.
Cuando se habla de una característica humana, de ninguna manera se está suponiendo que todos los hombres la posean en grado sumo. Si se afirma que el hombre es egoísta, no significa esto que todos seamos egoístas consumados. El egoísmo y todos los pecados y las flaquezas humanas vienen