lo bastante.
—¿Qué pasaría si lo hubieras sido? No solo bueno, sino muy bueno. ¿Cómo te habrías sentido? ¿Habrías perseguido tu sueño? ¿No te habrías enfadado si tu padre no te hubiese dado la oportunidad de cumplirlo?
Sam Jenkins respondió a su propia pregunta.
—Lo habrías odiado. Y William te odiará.
Sam saludó con la mano del puro al equipo en el campo.
—Este es su sueño, está ahí fuera. ¿Le vas a quitar ese sueño a tu hijo, Frank?
Un buen padre no le quitaría su sueño a su hijo, ¿no?
El equipo de William iba perdiendo. Otra vez. Él había anotado cinco touchdowns, pero el otro equipo había anotado nueve. Su equipo corría por el campo. Un liniero derribó a Ray y lo tiró al suelo. Todas las botellas de agua que llevaba en su carrito salieron despedidas por los aires. Ray era entonces el gestor del equipo, también conocido como el chico del agua. William se paró y ayudó a su amigo a levantarse. Después, recogió las botellas de Gatorade de plástico del suelo y las puso otra vez en el carrito. Se parecía a uno de esos lecheros que repartían la leche hace años, solo que él llevaba Gatorade.
—¿Estás bien, Ray?
—Sí. Gracias, William. —Asintió con la cabeza al resto de jugadores—. No tienen ningún respeto a los aguadores.
—Choca —dijo William, extendiéndole el puño.
Chocaron los puños.
Sam Jenkins se había marchado, y Frank seguía de pie apoyado en la verja, reflexionando sobre los consejos que el ojeador le había dado, cuando su teléfono móvil sonó. Miró el prefijo del número. Era de Austin.
—Frank Tucker —respondió.
—Frank, somos Scooter y Billy.
Scooter McKnight era el director deportivo de la Universidad de Texas. Billy Hayes era el entrenador del equipo principal de baloncesto. Estaban hablando desde el manos libres. Frank tenía la sensación de que no lo llamaban para darle entradas gratis para algún partido.
—¿Podemos hablar? —preguntó Scooter.
—Dispara.
—No, por teléfono no. ¿Podrías venir a Austin? ¿Mañana?
—Mañana no puedo.
—¿Y el sábado?
—Scooter, le dije a mi hijo que jugaríamos al golf…
—Es importante, Frank.
Scooter no era muy dado al drama. Así que Frank y William jugarían entonces el domingo.
—Vale, ¿nos vemos en tu oficina del estadio?
—No, en la cárcel.
—¿Cárcel?
Scooter suspiró al otro lado del teléfono.
—Pon las noticias.
Frank colgó el teléfono y se preguntó de qué querrían hablar. Mejor dicho, de quién querrían hablar. Frank había llevado algún asunto de gran repercusión mediática para el departamento deportivo. O lo que es lo mismo, había representado a deportistas que se habían puesto en el lado contrario al de la ley. Muchos eran jóvenes y estúpidos, con un hígado de hierro. O eso pensaban. Antes de ir a la universidad, se tiraban un año viviendo la vida, con el cuerpo de un adulto y la mente de un niño. Se unían la testosterona y la estupidez y el resultado era, una vez más, desastroso. Sabía que la reunión del sábado no iba a ser un asunto alegre. Las personas felices no llaman a abogados penalistas.
—Mañana tenemos el almuerzo en sociedad.
El perfume de su mujer delató su presencia. Se dio la vuelta, a ella. En ese momento, tenía cuarenta y dos años, pero el entrenamiento diario y los tratamientos de bellezas habituales en el spa habían frenado su envejecimiento. Aún se mantenía esbelta y en forma; subir en la escala social de Houston requería resistencia.
—¿A qué hora?
—A mediodía.
—No puedo ir.
—Me lo prometiste.
—El hijo de Nancy regresa de Irak.
—¿Y qué?
—En un ataúd.
El hijo de Nancy había muerto con veintidós años, solo ocho años más de los que tenía William. ¿Qué haría William cuando tuviera veintidós? Sabía dónde no, muriendo por un DEI (dispositivo explosivo improvisado), en la carretera de un país que odiaba a Estados Unidos y ayudando a su gente. ¿Estaría jugando al fútbol americano profesional para entretener a estadounidenses que amaban ese deporte más que a su propia vida? ¿Estaba el sueño de su hijo en las manos de Frank? ¿Tenía razón el ojeador, Sam? ¿Qué haría un buen padre?
—¿Con quién estabas hablando? —preguntó su mujer.
—¿Por teléfono?
—No, ese hombre que estaba a tu lado.
—Un ojeador universitario.
—¿Por qué hablabas con él?
—Había venido para ver jugar a William. Estaba ojeando a un chico de catorce años…
—¿Y qué te dijo?
Frank contó la conversación que tuvo con Sam Jenkins a su mujer.
—¿De verdad cree que puede llegar a ser una estrella de la NFL? —preguntó.
—Parece que sí.
—Entonces, tenemos que hacerlo.
—Espera, Liz. Tenemos que pensárnoslo, las consecuencias que podría tener para William… No tenemos que ver solo lo que él quiere, sino también lo que él necesita en su vida. Qué es lo mejor para él. Parece ya todo un hombre, pero no sabe que aún es un crío.
—¿Cómo es una vagina?
Frank escupió trozos de carne del taco de su boca. Becky se cubrió la cara con las manos.
—¡Ma-dre-mí-a! William, no hables de guarrerías. Y menos cuando estamos comiendo.
Liz se había acercado a la cocina para ver lo que estaba haciendo Lupe. Ya no cenaban en la cocina como cualquier familia acomodada, como solían hacer. Ahora estaban teniendo una cena formal en un elegante comedor en su nueva mansión de setecientos cincuenta metros cuadrados. Hacía un año que vendieron su antigua casa y se mudaron. Era nueva y austera, con mármol por todas partes. Parecía un mausoleo. Frank no sentía que fuera su casa. Los niños, tampoco. Ni siquiera Rusty, que era lo único que quedaba de su antiguo hogar. La casa nueva había costado cuatro millones y medio de dólares. Frank había pedido una hipoteca de dos millones. Todo para vivir en paz. Para estar con sus hijos. Becky, que ya tenía dieciséis años y solo le quedaban dos años más allí en casa, y William que parecía mayor de lo que era con tan solo catorce años, atravesando la pubertad como podía. En algún momento del año anterior, las chicas le empezaron a despertar la atención.
—Tan solo era una pregunta —dijo William.
Un año antes, William había descubierto que existía un mundo secreto llamado sexo y empezó a acribillar a preguntas a Frank. Preguntas anatómicas y de cuestiones mecánicas. Cinco, diez al día, quizá. Frank se sentía como si estuviera declarando en el juzgado. Hasta que Frank le recordó a su hijo su regla: si le hace una pregunta, le contará la verdad; así que tenía que estar seguro de querer saberla. Desde entonces, se limitó a hacer una pregunta al día. Él no podía estar hablando de sexo todo el día, y más cuando hacía tiempo que ya no lo practicaba. Pero sentados en la mesa durante la cena no era el momento predilecto para que le hiciera su pregunta diaria.
—¿Por