Mark Gimenez

El caso contra William


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y la mitad de los que son buenos, cuando acaban la pubertad no son tan grandes como cuando la empezaron. Normalmente, diría que lo dejes en el instituto un año, puede que dos. Dale la oportunidad de que crezca antes de que entre en la liga universitaria. Pero William es la excepción. Ya es casi un hombre. ¿Cuánto mide? ¿Metro ochenta?

      —Metro ochenta y cinco.

      —¿Qué pie calza?

      —Un cuarenta y seis.

      Sam silbó.

      —Un cuarenta y seis con catorce años. Cuando crezca puede que tenga un cuarenta y nueve, o un cincuenta. Me imagino que llegará a medir uno noventa o, quizá, dos metros. ¿Sus manos son grandes?

      —Más que las mías.

      —¿Cuánto pesa?

      —Setenta y dos kilos.

      —Cuando esté en octavo, pesará cien kilos y sin necesidad de esteroides. Es algo que siempre preocupa. Ves a los chicos de dieciséis, diecisiete y dieciocho matándose para ganar músculos, y siempre te preguntas si se estarán poniendo o no.

      —¿Los chicos de instituto se meten esteroides?

      Sam soltó una risotada.

      —Pasas demasiado tiempo en los juzgados. Por Dios, se ponen hasta el culo. Cuando pasan la pubertad y se dan cuenta de que no son tan grandes como habían creído, deciden darle un empujón a su cuerpo. Hacen cualquier cosa por cumplir su sueño. Por eso siempre pregunto por el pie y las manos.

      —¿Por qué?

      —Veo a chicos dopados que pesan cien kilos pero que usan unos botines de fútbol de la talla cuarenta y tres, y qué quieres que te diga, no me he caído de un guindo. Demasiado grande para esos pies. Lo mismo pasa con las manos. Los chicos crecen, y con ellos, sus manos y sus pies, y no al revés.

      —Para ser ojeador, eres todo un científico.

      —El peso y la altura es una ciencia, pero las agallas y el corazón no lo son. Un chico necesita tener agallas para competir y corazón para ganar. Son cosas que no se pueden entrenar.

      Mientras, en el campo, William corrió a su izquierda, esquivó a dos defensas, rompió cuatro placajes y esprintó por la banda para anotar un touchdown. Sam miraba al hijo de Frank con asombro. Señaló con el puro el campo.

      —Eso tampoco se entrena, Frank. Algunos chicos lo tienen y otros no. Y tu chico lo tiene.

      Sam dio una calada a su puro y exhaló el humo una vez más.

      —Cuando comencé en esto de ojear, mi mentor era ya un veterano. Descubrió a Joe Namath cuando iba al instituto. Me decía que verlo jugar era como tener un orgasmo. Nunca lo entendí. Hasta ahora.

      —¿Un orgasmo? Me estás asustando, Sam.

      Sam sonrió antes de morder y tirar un trozo del puro.

      —Lo veo jugar y me recorre un escalofrío por la espalda. —Sam recorrió con sus dedos la frente y después extendió el brazo a Frank.

      —¡Mira! Se me pone la piel de gallina.

      —Ya se te pasará.

      —La última vez que estuve la mitad de emocionado viendo a un chico de octavo fue cuando vi a Troy Aikman en Oklahoma. Ese chico sabía jugar. Le situé en el número uno cuando acabó el instituto. Lo hizo bien en el fútbol americano: fue número uno en la draft de la NFL, ganó tres Super Bowls con los Cowboys, llegó al Salón de la Fama, ganó millones. Pero él no era tan bueno como lo es William con catorce. Frank, si no alimentas su don, dale la oportunidad de que viva su sueño, de lo contrario, te odiará.

      —¿Me odiará?

      Frank sonrió. Creía que Sam estaba de broma. Pero no lo estaba.

      —Lo hará.

      Frank no podía imaginar que su hijo llegara a odiarlo.

      —¿Qué me aconsejas, Sam?

      —En primer lugar, está en un pequeño colegio privado. No tiene un equipo que lo merezca —dijo Sam mientras señalaba al campo—. No puede mejorar entre esa panda de perdedores.

      —¿Perdedores? Son buenos chicos.

      —Son terribles. No tienen línea ofensiva, ni receptores que sepan jugar. Solo lanzan el balón diez veces en un partido. No puede desarrollar sus habilidades de quarterback jugando a la vieja usanza, jugando de manera ofensiva corriendo con el balón. Hoy en día se juega con pases adelantados, Frank. En los partidos profesionales se centran en eso, lo que significa que en los partidos universitarios también lo hacen; y así hacen en los institutos, se juega con pases adelantados. Por eso los novatos en las universidades destacan cuando llegan, por eso luego se hacen profesionales y empiezan una carrera en la NFL. Empiezan a prepararse en tácticas ofensivas desde el instituto. Tienes que llevar a William a un gran colegio público que juegue con ese estilo ofensivo profesional, que haga cincuenta lances por partido y que tenga buenos jugadores en el equipo, sobre todo negros, con rapidez y habilidad. Y que tenga también un campo cubierto.

      —¿Un campo cubierto?

      —Llueve mucho en Houston, Frank. Un día de lluvia es un día de entrenamiento perdido. Por eso todas las grandes escuelas públicas de Texas tienen campos cubiertos para entrenar.

      —Creía que el sistema de enseñanza pública estaba arruinado.

      —Siempre hay dinero para el fútbol americano. Cuando se jugó la Super Bowl en Dallas, los equipos entrenaron en campos cubiertos de institutos.

      —A él le encanta este colegio.

      —Frank, las familias se mudan por todo el país solo para que sus hijos puedan jugar en los mejores institutos públicos y que entrenen con las mejores tácticas ofensivas de los profesionales.

      —¿Te estás quedando conmigo?

      —¿Tengo pinta de estar quedándome contigo?

      No la tenía.

      —Si quieres que llegue a la NFL, tiene que ponerse en marcha ya.

      —A mí no me importa.

      —A él sí.

      —Tiene catorce años. Todos los chicos de catorce años sueñan con ser jugadores estrellas del fútbol americano profesional.

      —La diferencia es, Frank, que su sueño sí que se puede cumplir. Él puede ser una estrella. Lo tiene todo a su favor: altura, peso y rapidez. Y puede llegar a ser más grande, más fuerte y más rápido.

      Dijo esas tres últimas palabras como si fueran una sola.

      —He leído sobre ti, Frank, la reseña que escribió el New York Times cuando ganaste el caso de la senadora…

      Frank Tucker se había hecho famoso. La absolución de la senadora lo había impulsado a la cima, destacaba entre los miles de abogados penalistas de Estados Unidos. Se podría haber especializado en la defensa de miembros del Congreso acusados de violaciones de la ética y de la ley, pero no quería pasar mucho tiempo en Washington, alejado de su familia. Además, había miles de hombres de negocios que tenían problemas con la justicia en Texas. ¿Por qué irse de allí?

      —¿Cómo es que nunca has perdido un juicio? ¿Cómo ganas todos los casos?

      —Porque tengo la justicia de mi lado.

      Sam dio un bufido.

      —Sí, claro. Los ganas porque eres más inteligente que el contrario. En los juzgados, los más inteligentes vapulean siempre a los más estúpidos, ¿no? Es la ley de los hombres. En el campo los más grandes, fuertes y rápidos ganan siempre a los más pequeños, débiles y lentos. Es la ley de la naturaleza.

      Frank echó una mirada al equipo de su hijo: más pequeños, más débiles y más lentos perdiendo ante un equipo más grande, más fuerte y más