Mark Gimenez

El caso contra William


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Frank. Míralo.

      Hablaban en voz baja. Frank, Billy y Scooter estaban de pie, esperando, en el lado de los visitantes, tras el metacrilato; los padres de Bradley estaban apoyados contra la pared detrás de ellos. Eran, como bien había dicho su mujer, la familia Todd multimillonaria de Highland Park. Su hijo medía casi dos metros diez. Tenía el pelo corto. No parecía que llevara ningún tatuaje ni ningún piercing. Estaba comprometido con su novia. Era blanco. ¿Pensaría Frank lo mismo de él si fuese un chico negro acusado de violar y asesinar a una chica blanca? ¿Si llevara rastas, tatuajes y los pantalones por debajo del trasero? ¿Si se llamara D’Marcellus o LaMichael? ¿Si sus padres fueran pobres?

      —Pueden pagar todo ese dineral, Frank —dijo Scooter—. Viven en Highland Park.

      Los multimillonarios de Dallas vivían en Highland Park, tal y como los de Houston lo hacían en River Oaks.

      —Saben cuánto cobras, y están dispuestos a pagarlo. Te quieren a ti.

      —¿Por qué?

      —El padre es amigo de la senadora Ramsey. Ella le dijo que te contratara.

      —Ya sabes mi regla, Scooter.

      —Es inocente, Frank.

      —El inspector de policía a cargo de la investigación ha dicho por televisión que tenían su ADN.

      Billy suspiró y asintió.

      —Su semen. Ya te lo he dicho, esa chica se lanzaba a los brazos de cualquier jugador.

      Frank analizó a Bradley Todd. ¿Era un brutal violador y asesino o habían acusado a un joven inocente? Como ocurrió con los tres jugadores de Lacrosse, de la Universidad de Duke, que cometieron el error de ir a una fiesta en la que la stripper Crystal Gail Mangum actuaba. Después de que la fiesta se les fuera de las manos, la stripper acusó a los tres jugadores de violarla. La universidad, la facultad, los estudiantes, la policía y el fiscal del distrito (que estaba en medio de su campaña para optar a la reelección) daban por sentado que eran culpables. Las feministas y las distintas facultades del campus se manifestaron y exigieron que se expulsaran a los jugadores. Y así fue. El gran jurado declaró a los jugadores culpables de violación y secuestro. Para fortuna de los jugadores, sus padres tenían dinero; se gastaron tres millones de dólares para probar la inocencia de sus hijos. El fiscal general del estado de Carolina del Norte declaró que los tres jugadores habían sido acusados en falso y reveló que el fiscal del distrito, Mike Nifong, había ocultado una prueba de ADN que los exculpaba. Por tanto, Nifong fue inhabilitado de su cargo, acusado por negligencia y condenado por desacato; cumplió un día de condena. Los jugadores demandaron a la Universidad de Duke, con la que llegaron a un acuerdo y se matricularon en otra universidad. Mangum escribió una biografía y fue años más tarde condenada por apuñalar a su novio hasta matarlo. Tres jóvenes inocentes podrían estar aún en prisión si ningún abogado hubiera confiado en ellos.

      —Tengo que hablar con él —dijo Frank—. A solas.

      —¿Por qué? —preguntó Billy.

      —No se puede asegurar la confidencialidad abogado-cliente si hay terceras personas presentes. Se te podría llamar para testificar durante el juicio.

      —Pero yo soy su entrenador.

      —Lo siento, Billy. No existe ningún privilegio legal por ser entrenador de baloncesto.

      —No me parece justo.

      Frank les repitió su petición a los padres de Bradley.

      —Yo me quedo —dijo el padre—. Quiero oír lo que tienes que decir. Yo soy el que te va a pagar.

      —Si acepto el caso. Y no puedo decidir si lo hago o no hasta que no hable con su hijo, señor Todd. A solas.

      El padre se quedó mirando fijamente a Frank, hasta que se rindió.

      —El juez se ha negado a fijar una fianza. Dice que es un peligro público. Si acepta el caso, ¿podrá sacarlo de ahí?

      —Podré.

      —Es inocente, Frank.

      Un padre creerá siempre a su hijo, pase lo que pase. El señor Todd salió de la sala. Su mujer fue detrás de él. Scooter y Billy los siguieron. Frank se sentó delante de Bradley Todd. Su expresión era la de un cervatillo que estaba siendo alumbrado por una linterna, parecía estar a punto de salir corriendo. Es lo que siempre ocurría cuando detenían a un ciudadano estadounidense. Cuando aparecía la policía, te esposaban, te leían los derechos Miranda, luego te llevaban a prisión, cogían tus huellas dactilares y una muestra de ADN con un frotis bucal. Te atenaza el miedo a Dios. El miedo a perder tu libertad. El miedo a prisión. A Bradley Todd le embargaban todos esos miedos. Frank descolgó el teléfono que tenía en su lado tras el metacrilato que les separaba y, con señas, le pidió a Bradley que descolgara el de su parte.

      —Bradley, soy FrankTucker. Soy abogado penalista. Normalmente defiendo a hombres de negocios, no a jóvenes acusados de violación y asesinato. Así que, si voy a representarte, tienes que contarme la verdad, toda la vedad y nada más que la verdad. ¿Has entendido?

      —Sí, señor.

      —¿Violaste y asesinaste a Rachel Truitt?

      Rachel Truitt era una estudiante de primer año en la Universidad de Texas, Austin. Tenía dieciocho años. Había sido brutalmente violada y estrangulada hasta la muerte detrás de un bar en la calle Sexta.

      —No, señor Tucker. No la violé. No la maté.

      —La policía encontró tu ADN en su cuerpo. Tu semen. ¿Mantuvisteis una relación sexual?

      Bradley bajó la mirada.

      —Sí, señor.

      —¿El mismo día que fue asesinada?

      —Sí, señor.

      —¿Dónde?

      —En el campo de baloncesto, después del partido,

      —¿En el campo? ¿Dónde?

      —En el vestuario de las chicas. No había nadie.

      —Creía que estabas comprometido.

      —Sí, con Sarah Barnes. Ella es estudiante de segundo año de universidad también.

      —¿Pero mantuviste una relación sexual con Rachel?

      —Intenté resistir la tentación, pero ellas se acercan mucho. Solo tengo veinte años, señor Tucker. En el instituto no me miraban. Pero en la universidad, si eres un deportista famoso, eres como una estrella de Hollywood.

      —¿No te pusiste un condón?

      —Nadie lo hace.

      —¿No has oído hablar del sida? ¿O de las enfermedades de transmisión sexual?

      —No nos preocupan esas cosas.

      —Podrías contagiarle algo a tu prometida.

      —No lo haré.

      —¿Cuándo la conociste?

      —¿A mi prometida?

      —A Rachel.

      —Diez minutos antes de acostarnos. No sabía ni su nombre hasta que lo leí en el periódico.

      —Así que, ¿se acercó a ti cuando acabó el partido y diez minutos después estabais teniendo sexo en el vestuario femenino?

      —Sí, señor. Me fijé en ella durante el partido. Me sonrió y me esperó hasta que terminó el partido.

      —¿Te pasa eso a menudo?

      —Sí, señor. Y no solo a mí.

      —¿Cuántas veces te ha pasado?

      —Puede que cinco.

      —Encontraron su cuerpo ese mismo día, a medianoche. En la calle Sexta. ¿Dónde estabas