brutal hacia los británicos y ataca con mordacidad a los incompetentes generales romanos, que «pensaban más en el placer que en la conveniencia». Los portentos sin personalidad que colmaban el ejército británico, educados a la antigua, se tomaron esta reprimenda muy en serio, como es evidente, porque Colchester es ahora el hogar de los soldados más rudos: el regimiento de paracaidistas. Al haberme pasado muchas noches de sábado luchando junto a los reclutas de Leicester Square en mi periodo de prueba, me aseguré de quedarme en la carretera principal y evité por completo entrar en la ciudad.
Al pasar Colchester, giré hacia el sur y, con la ayuda del GPS de mi móvil, me metí en la B-1029 y pasé por el pedazo de terreno seco con forma de cuña que está embutido entre el río Colne y Flag Creek. Al final de la carretera estaba Brightlingsea, en la costa, tal y como siempre me había contado Lesley. Como si fuera un montón de basura varada en la línea de pleamar. Lo cierto es que no me pareció que estuviese tan mal. Había estado lloviendo en Londres, pero una vez pasado Colchester, me dirigí hacia unos cielos azules y un sol que brillaba por encima de hileras de casas victorianas, bien conservadas, que bajaban hasta el mar.
Localizar chez May fue sencillo; una casa de campo de falso estilo eduardiano construida en los setenta, cubierta casi por completo de farolillos y guijarros. La puerta principal estaba flanqueada, a un lado, por una cesta colgante repleta de flores azules y, al otro, por el número de la casa pintado en un plato de cerámica con forma de velero. Me detuve y estudié el jardín; había gnomos holgazaneando junto a un bebedero para pájaros decorativo. Respiré hondo y llamé al timbre.
De inmediato oí un coro de voces femeninas que chillaban desde el interior. Distinguí, a través de la vidriera de la puerta principal, unas figuras borrosas que se apresuraban de un lado para otro al final del vestíbulo. Alguien gritó: «¡Es tu novio!», lo que obtuvo como respuesta un ¡chist! y una reprimenda en voz baja por parte de otra persona. Un borrón blanco desfiló por el pasillo hasta que ocupó todo el campo visual a través de la ventana, de lado a lado. Di un paso atrás y la puerta se abrió; era Henry May, el padre de Lesley.
Henry era un hombre corpulento, de hombros anchos y brazos musculosos, que conducía camiones de gran envergadura y arrastraba engranajes. Muchos desayunos para llevar y las paradas en el pub le habían formado un flotador alrededor de la cintura. Tenía el rostro cuadrado y se había enfrentado a las entradas afeitándose el pelo hasta reducirlo a una pelusa marrón. Sus ojos eran azules y astutos; Lesley los había heredado de él.
Que tuviera cuatro hijas significaba que tenía un máster en parecer amenazador y yo tuve que enfrentarme al deseo de preguntar si Lesley podía salir a jugar.
—Hola, Peter —dijo.
—Señor May —contesté.
No hizo ningún esfuerzo por apartarse de la puerta; tampoco me invitó a pasar.
—Lesley saldrá en un minuto —dijo.
—¿Está bien? —pregunté.
Era una pregunta estúpida y el padre de Lesley nos ahorró la vergüenza a los dos al ignorarla. Respiré hondo al oír que alguien bajaba las escaleras.
El doctor Walid me había dicho que tenía daños importantes en el maxilar superior, el tabique nasal, la mandíbula y la rama mandibular. Aunque la mayoría de los músculos y tendones subyacentes habían sobrevivido, los cirujanos del Hospital Universitario no habían podido salvar gran parte del tejido cutáneo. Le habían puesto un armazón temporal para permitirle respirar e ingerir alimentos. También cabía la posibilidad de que se beneficiara de un trasplante parcial de cara, si lograban encontrar un donante adecuado. No podía hablar, dado que lo que quedaba de su mandíbula se sujetaba gracias a una filigrana de metal hipoalergénico.
El doctor Walid también dijo que una vez se le fusionaran lo bastante los huesos, quizá fueran capaces de recuperar algo de la funcionalidad mandibular para que recuperara el habla. Pero para mí todo era un poco relativo. Veas lo que veas, me dijo, míralo durante tanto tiempo como necesites para acostumbrarte y aceptarlo; después, sigue adelante como si nada hubiera cambiado.
—Aquí está —dijo el padre de Lesley mientras se hacía a un lado para permitir que una delgada figura pasara rozándolo.
Vestía una sudadera de rayas azules y blancas, se había puesto la capucha con los cordones apretados para esconder la frente y la barbilla. Llevaba una bufanda blanca y azul a juego para ocultar la parte inferior de la cara y unas grandes gafas de sol pasadas de moda, que yo sospechaba que había saqueado del cajón de la ropa olvidada de su madre, para cubrirse los ojos. Me quedé mirándola fijamente, pero no había nada que ver.
—Deberías haberme dicho que íbamos a robar algo —dije—. Habría traído un pasamontañas.
Me miró con repulsión. Lo distinguí por la inclinación de su cabeza y por el modo en que encogía los hombros. Sentí un balbuceo en el pecho y respiré hondo.
—¿Damos un paseo entonces? —pregunté.
Le hizo un gesto de asentimiento a su padre, me agarró con firmeza del brazo y me condujo fuera de la casa.
Sentí los ojos de su padre clavados en mi espalda mientras nos marchábamos.
Si no se tiene en consideración la construcción naval ni la ingeniería eléctrica, Brightlingsea no es una ciudad ruidosa ni siquiera en verano. Ese día, dos semanas después de que acabaran las vacaciones escolares, estaba prácticamente en silencio, salvo por algún coche esporádico o el sonido de las gaviotas. Permanecí callado hasta que cruzamos la calle principal, donde Lesley sacó su libreta policial del bolso, la abrió por la última página y me la mostró.
«¿Qué has estado haciendo?», escribió en toda la página con un bolígrafo negro.
—No quieres saberlo —respondí.
Con un gesto de la mano aclaró que sí, que quería saberlo.
Le hablé sobre el tío al que una mujer, con dientes en la vagina, le había arrancado la polla a mordiscos, lo cual pareció divertir a Lesley, y sobre los rumores de que el IPCC1 estaba investigando al inspector jefe Seawoll por su comportamiento durante los disturbios de Covent Garden, pero eso no la entretuvo. No quise contarle que Terrence Pottsley, la otra víctima que había sobrevivido a la magia que dañó su rostro, se había suicidado en cuanto sus familiares se dieron la vuelta.
No fuimos directamente a la orilla. Lesley me llevó por la parte trasera de Oyster Tank Road y atravesamos un aparcamiento cubierto de hierba en el que había unas filas de barcos situados sobre sus remolques. El viento fresco del mar gimió a través de los aparejos e hizo que los accesorios metálicos chocaran y emitieran un ruido seco, como si fueran cencerros. Cogidos de la mano, pasamos con cuidado a través de los barcos y terminamos en una explanada abierta de hormigón. A un lado, los escalones de cemento daban a una playa esculpida en pequeñas franjas junto a los rompeolas podridos; al otro, había una fila de casetas de colores brillantes. La mayoría tenían la puerta cerrada a cal y canto, aunque vi a una familia decidida a alargar el verano tanto como pudieran: los padres bebían té en el porche de la entrada mientras los niños jugaban con un balón de fútbol en la playa.
Entre el final de las casetas de playa y la piscina al aire libre había una franja de césped y un búnker en el que por fin nos sentamos. Construido en los años treinta, cuando la gente tenía unas expectativas realistas sobre el clima político británico, estaba hecho de ladrillo y era lo bastante sólido como para servir de trampa para tanques. Nos sentamos, resguardados del viento, en el banco que recorría la parte trasera del hueco. Habían decorado el interior con un mural del paseo marítimo: el cielo azul, las nubes blancas, las velas rojas. Un gilipollas redomado había hecho un grafiti con las letras bmx a lo largo del cielo y había una lista con nombres pintados de forma vulgar en la pared lateral: brooke t., emily b. y lesley m. Estaban justo en el sitio donde podía pintar un adolescente aburrido y despatarrado en la esquina del banco. No hacía falta ser poli para darse cuenta de que este era el sitio al que venían los chavales de Brightlingsea a