Ben Aaronovitch

La luna sobre el Soho


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delante o hacia atrás.

      —¿Hay algo en él que sea especial? —quiso saber.

      No me hizo falta preguntarle a qué se refería. Suspiré. No tenía muchas ganas de acercarme de nuevo, pero me puse en cuclillas y aproveché la oportunidad para echar un buen vistazo. El rostro estaba relajado, pero tenía la boca cerrada por la forma en que la barbilla descansaba sobre su pecho. No tenía ninguna expresión que yo reconociera y me pregunté cuánto tiempo se había tirado allí sentado sujetándose la entrepierna antes de morir. Al principio creí que no había ningún vestigium pero entonces, de una forma muy débil que llegaría a los cien miniguaus, me llegó la sensación del oporto, de la melaza, el sabor del sebo y el olor de unas velas.

      —¿Y bien? —me preguntó.

      —No exactamente —respondí—. Si la magia lo atacó no fue de forma directa.

      —Me gustaría que no la llamaras así —dijo Stephanopoulos—. ¿No podríamos llamarla «otros medios»?

      —Como quiera, jefa —contesté—. Es posible que los «otros medios» no tuvieran nada que ver en este ataque.

      —¿En serio? ¿Una mujer con dientes en el chocho? Yo diría que tiene mucho que ver, ¿no te parece?

      Nightingale y yo habíamos hablado sobre esto después del primer ataque.

      —Es posible que llevara una prótesis, sabe, algo como una dentadura postiza solo que insertada… en vertical. Si una mujer hizo eso, ¿no cree que usted podría…? —me di cuenta de que estaba haciendo movimientos de mordedura con la mano y me detuve.

      —Bueno, yo no podría hacer eso —dijo Stephanopoulos—. Pero gracias, agente, por esa fascinante especulación. Sin duda me mantendrá despierta toda la noche.

      —No tanto como a los hombres, jefa —dije, deseando haberme callado.

      Stephanopoulos me dirigió una mirada extraña.

      —Eres un mocoso insolente, ¿no? —dijo.

      —Lo siento, jefa —respondí.

      —¿Sabes lo que me gusta, Grant? Un buen apuñalamiento los sábados por la noche, que a un pobre capullo le claven un cuchillo porque ha mirado con sorna a otro cabrón borracho —dijo—. Con ese móvil sí que puedo intervenir.

      Los dos nos quedamos quietos durante un instante, reflexionando sobre los lejanos y confusos acontecimientos de la noche anterior.

      —No formas parte de la investigación oficial —dijo Stephanopoulos—. Considérate un mero asesor. Cualquier pista normal que encuentres la introduces en HOLMES y, a cambio, yo me aseguraré de que cualquier asunto extraño te llegue a ti. ¿Está claro?

      —Sí, jefa.

      —Buen chico —dijo.

      Me di cuenta de que le gustaba lo de «jefa»

      —Ahora piérdete y esperemos que no tenga que volver a verte.

      Volví a la tienda de campaña del equipo forense y me quité el mono, cuidadosamente, para asegurarme de que la sangre no llegaba a mi ropa.

      Stephanopoulos quería que mi participación fuera discreta, puesto que los disturbios de Covent Garden habían terminado con cuarenta personas y un comisario adjunto, que después se había visto sometido a una suspensión disciplinaria, en el hospital. Doscientas personas más detenidas, incluida la mayor parte del reparto de Billy Budd, incluso el propio jefe de Stephanopoulos estaba de baja después de que yo le clavara una jeringa llena de tranquilizantes de elefante. En mi defensa diré que estaba tratando de ahorcarme en aquel instante. Aquello sucedió antes de que se destruyera el Teatro Real de la Ópera y se quemara el mercado. La discreción y yo nos llevábamos bien.

      ***

      Volví a La Locura y encontré a Nightingale en el comedor sirviéndose kitchiri11 de una de las bandejas de plata que Molly insiste en colocar en la mesa del bufet todas las mañanas. Levanté la tapa de una de las otras bandejas y encontré salchichas Cumberland y huevos escalfados. A veces, cuando has estado despierto toda la noche, puedes sustituir el sueño por una buena fritanga, esto me funcionó el tiempo suficiente para poder informar a Nightingale sobre el cadáver del club Groucho, aunque por algún motivo dejé la salchicha Cumberland a un lado. Toby se sentó en sus cuartos traseros junto a la mesa y me dirigió la mirada despierta de un perro que está listo para cualquier trozo de carne que la vida quiera darle.

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