Ben Aaronovitch

La luna sobre el Soho


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de repartidor en el Soho y gastaba todo su tiempo libre en buscar conciertos con avidez. Cuando tenía dieciocho, Ray Charles le escuchó tocar en el Flamingo y dijo —lo suficientemente alto como para que cualquiera que fuera importante lo oyera—: «Señor, ese chaval sí que sabe tocar». Tubby Hayes llamó a mi padre Lord Grant, como una broma en inglés, y se quedó con el apodo de ahí en adelante.

      El gorila le dio unos golpecitos al Bluetooth, pidió hablar con Stan y le comunicó lo que yo le había dicho. Cuando obtuvo una respuesta, me quedé impresionado por la manera en que su expresión permaneció inalterable mientras se hacía a un lado y nos dejaba pasar.

      —En ningún momento nos has dicho que tu padre fuera Lord Grant —dijo James.

      —No es la clase de información que uno suelta sin motivo en una conversación, ¿no?

      —No lo sé —dijo James—. Si mi padre fuera una leyenda del jazz creo que al menos lo mencionaría de vez en cuando.

      —No somos dignos de ti —dijo Max mientras bajamos al club.

      —Harás bien en recordar eso —dije.

      Si el The Spice of Life era de madera antigua y latón pulido, el Mysterioso era de suelos de cemento y la misma clase de papel aterciopelado que los restaurantes orientales quitaron de sus paredes a finales de los noventa. Tal y como se anunciaba, estaba oscuro, lleno de gente e inesperadamente lleno de humo. La gerencia, en su búsqueda por obtener la autenticidad, hacía la vista gorda con el tabaco y quebrantaba lo estipulado en la Ley sobre la Salud (2006). Y no únicamente con el tabaco, a juzgar por el intenso olor afrutado que vagaba por encima de las cabezas de los clientes que no paraban de menearse. A mi padre le habría encantado este sitio, a pesar de que la acústica era una mierda. Solo faltaba un animatrónico8 de Charlie Parker pinchándose en una esquina para que hubieran creado el parque temático perfecto.

      James y los chicos, siguiendo la gran tradición de todos los músicos, se fueron directos a la barra. Dejé que se fueran y me acerqué a la banda que, según la parte delantera de la batería, se llamaba los Funk Mechanics. Leales a su nombre, estaban tocando jazz funk en un escenario que apenas se elevaba un palmo del suelo. Eran dos tíos blancos, uno negro al bajo y una baterista pelirroja con un kilo de maquillaje plateado extendido por varias partes de su rostro. Mientras me dirigía hacia el escenario me percaté de que estaban tocando una versión funk de Get Out of Town, pero le habían dado un ritmo latino completamente falso que me sacó de quicio, lo que me extrañó incluso entonces.

      Había reservados, tapizados con un cutre terciopelo rojo, que se alineaban en las paredes y gente que miraba hacia la pista de baile. Las botellas llenaban las mesas y los rostros, la mayoría pálidos, seguían el ritmo de la masacre que los Funk Mechanics estaban haciendo a un clásico. Había una pareja de blancos enrollándose en uno de los reservados del fondo. La mano del hombre bajaba a través del vestido de la mujer, el contorno de sus dedos apretaba de manera obscena la tela. Aquella imagen me dio ganas de vomitar y me hizo sentir escandalizado, fue entonces cuando me di cuenta de que aquella situación no tenía nada que ver conmigo.

      Había visto cosas mucho peores durante mis viajes y me gusta bastante el jazz funk. Debía de haberme cruzado con una lacuna, es decir, un avispero de magia residual. No me había equivocado: estaba ocurriendo algo.

      Lesley siempre se quejaba de que me distraigo con demasiada facilidad para ser un buen policía, pero ella habría pasado por todo el medio de la lacuna sin pensárselo dos veces.

      James y el resto del grupo se abrieron paso por entre la multitud y me sorprendieron con un botellín de cerveza. Me bebí un trago y estaba buena. Me fijé en la etiqueta y vi que era un prohibitivo botellín de Schneider Weisse. Les dirigí una mirada y vi que ellos también sostenían las suyas.

      —Nos ha invitado la casa —gritó Max con cierto entusiasmo.

      Me percaté de que James quería hablar sobre mi padre, pero por suerte había mucha gente y demasiado ruido como para que arrancara.

      —Así que esto es lo que se lleva ahora —exclamó Daniel.

      —Eso tengo entendido —grito James.

      Y entonces lo localicé: el vestigium, frío y remoto entre el calor de los cuerpos que bailaban. Me percaté de que era distinto al residuo de magia que se había aferrado a Cyrus Wilkinson. Este era más fresco, más nítido, y detrás de él solo podía percibir la voz de una mujer cantando: «My heart is sad and lonely». El olor a polvo y a madera rota y quemada me invadió de nuevo.

      Había algo más, los vestigia que se aferraron a Cyrus se habían manifestado mediante el sonido de un saxofón, pero lo que ahora me llegaba era, sin lugar a duda, un trombón. Mi padre siempre trató con desdén al trombón. Decía que no quedaba mal entre los metales, pero que se podían contar con los dedos de una mano los solistas aceptables. Es un instrumento difícil de tomar en serio, pero incluso mi padre reconocía que un hombre que pudiera hacer un solo con él debía poseer un talento especial. Entonces me habló de Kai Winding y de J. J. Johnson. Pero los tíos que estaban sobre el escenario tocaban la trompeta, el bajo eléctrico y la batería, no el trombón. Tenía la horrible sensación de haberme plantado allí a falta de dos cupones para conseguir el tostador.

      Dejé que la vestigia me guiara a través de la multitud. Había una puerta a la izquierda del escenario, medio escondida, detrás de las estanterías con los altavoces, con las palabras solo personal autorizado escritas de forma torcida sobre ella en pintura amarilla sobre un fondo negro. Hasta que no llegué a la puerta, no me percaté de que los miembros del grupo me habían seguido como borregos. Les dije que se quedaran fuera, así que, por supuesto, me siguieron dentro.

      La puerta llevaba directamente a la zona de camerino/vestuario/almacén, un espacio largo y estrecho que me pareció una carbonera transformada. Las paredes estaban cubiertas de viejos pósteres amarillentos de grupos y conciertos. Un tocador teatral pasado de moda, con un arco de bombillas, estaba atrapado entre una nevera de doble puerta y una mesa de caballete cubierta con un mantel rojo y verde navideño de usar y tirar. Una montaña de botellines de cerveza cubría la mesilla auxiliar y una mujer blanca de veintipocos dormía en uno de los dos sofás de cuero verde que completaban el resto de la habitación.

      —De modo que así es cómo vive la otra mitad —comentó Daniel.

      —Hace que todos esos años de ensayos casi merezcan la pena —dijo Max.

      La mujer del sofá se sentó y se nos quedó mirando. Llevaba puesto un peto que era ancho por la cintura y una camiseta amarilla con las palabras no es no, vete a la mierda impresas a lo largo del pecho.

      —¿Puedo ayudaros? —preguntó.

      Tenía los labios pintados de morado oscuro, y el color se le había extendido por una mejilla.

      —Estoy buscando al grupo —contesté.

      —Como todos entonces —respondió, y me tendió la mano—. Me llamo Peggy.

      —¿El grupo? —pregunté mientras ignoraba su mano.

      Peggy suspiró y se estiró para soltar los hombros, lo que hizo que le sobresaliera el pecho y consiguiera toda nuestra atención, salvo la de Daniel, por supuesto.

      —¿No están actuando? —preguntó.

      —El grupo anterior a ellos —respondí.

      —¿Se han ido? —interrogó Peggy—. Oh, esa zorra, me dijo que me despertaría después de la actuación. Esto ya es demasiado.

      —¿Cómo se llama el grupo?

      Peggy se dejó caer del sofá y empezó a buscar sus zapatos.

      —¿Sinceramente? —dijo—. No lo recuerdo. Eran el grupo de Cherry.

      —¿Tenían a alguien que tocara el trombón? —pregunté—. A alguien bueno.

      Max