Ben Aaronovitch

La luna sobre el Soho


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a un turno de sábado noche muy largo y al que le supondría al menos dos horas meter a un borracho alborotador en una celda, además de papeles para rellenar en la cafetería con una taza de té delante y un sándwich. Malditos sean los trámites burocráticos que mantienen a los buenos policías lejos de la primera línea de acción. Desilusioné a Purdy cuando le dije que yo me encargaría de ello.

      Los técnicos de asistencia sanitaria mostraron su intención de marcharse, pero yo les respondí que esperaran. No quería arriesgarme a que el cuerpo se perdiera antes de que el doctor Walid tuviera la oportunidad de echarle un vistazo, aunque necesitaba saber si este chico había tocado en el Mysterioso. De entre todos los rebeldes, Daniel me pareció el más sereno.

      —Daniel, ¿estás sobrio? —pregunté.

      —Sí —respondió—. Y los estoy más cada segundo que pasa.

      —Tengo que irme en la ambulancia. ¿Puedes ir corriendo al club y conseguir una copia de la lista de canciones? —Le di mi tarjeta—. Llámame al móvil cuando la tengas.

      —¿Crees que le pasó lo mismo? —interrogó—. Que, a Cyrus, me refiero.

      —No lo sé —contesté—. En cuanto sepa algo os llamaré.

      Los técnicos me llamaron.

      —¿Vienes o qué?

      —¿Estás bien?

      Daniel me dedicó una sonrisa.

      —Un hombre del jazz, ¿recuerdas? —respondió. Levanté el puño y, tras un momento de confusión por parte de Daniel, golpeó sus nudillos con los míos.

      Subí a la ambulancia y los técnicos cerraron las puertas.

      —¿Vamos al Hospital Universitario? —pregunté.

      —Esa es la idea —respondió.

      Ni nos molestamos en poner las luces de emergencia y la sirena.

      ***

      Uno no puede llegar y depositar sin más un cadáver en la morgue. Para empezar, debe certificarlo como tal un médico auténtico. No importa en cuántas partes esté el cuerpo, hasta que un miembro plenamente acreditado del Cuerpo Médico Británico no diga que está muerto, ocupa, en términos burocráticos, un estado indeterminado como si fuera un electrón, un gato atómico en una caja, así como mi autoridad y compromiso legal para llevar a cabo por mi cuenta lo que equivalía a una investigación por asesinato.

      En Urgencias, los domingos a primera hora de la mañana, siempre son un deleite, entre la sangre, los gritos y las recriminaciones que tienen lugar mientras la bebida se esfuma y el dolor empieza a ser patente. Cualquier policía que se sienta lo suficientemente generoso como para pasarse por allí puede verse involucrado en media docena de emocionantes altercados, en los que normalmente están implicados Ken y a su mejor amigo Ron, los cuales sueltan siempre el mismo discurso: no es que estuviéramos haciendo nada, agente, lo prometemos, fue algo totalmente accidental. Yo me quedé metido en el box con mi tranquilo cadáver, agradeciendo que fuera así. Cogí un par de guantes quirúrgicos de una caja que había dentro de un cajón y registré su cartera.

      El nombre completo de Mickey el Hueso era, según su carné de conducir, Michael Adjayi. De manera que era de familia nigeriana y, según su fecha de nacimiento, acababa de cumplir los diecinueve.

      «Tú madre va a estar muy cabreada contigo», pensé con tristeza.

      Tenía un montón de tarjetas bancarias —Visa, MasterCard— y una del Sindicato de Músicos. Había un par de tarjetas de presentación incluyendo una de un agente, anoté los datos en mi libreta. Después volví a meter todo con cuidado en la bolsa de pruebas.

      Hasta las tres menos cuarto no apareció ningún residente para declarar que Michael Adjayi había fallecido. Pasaron otras dos horas desde que yo declaré que el cadáver era la escena de un crimen, hasta que llegaron los datos del médico, se obtuvieron copias de la documentación pertinente, de las notas de los técnicos y del médico, y se bajó el cuerpo de forma segura a la morgue a la espera de la delicada asistencia del doctor Walid. Aquello me dejó con la feliz última parte, en la que debía contactar con los seres queridos de la víctima y darles la noticia. En la actualidad, la forma más fácil de hacerlo es coger el teléfono móvil de alguien y ver lo que sale en el registro de llamadas. Como era de esperar, Mickey tenía un iPhone. Lo encontré en el bolsillo de su chaqueta, pero la pantalla estaba en blanco y no me hacía falta desmontarlo para saber que el chip estaba destrozado. Lo metí en una bolsa de pruebas, pero no me molesté en etiquetarlo, me lo llevaba a La Locura. Cuando me cercioré de que nadie más iba a tocar el cadáver, llamé al doctor Walid. No encontraba ningún motivo para despertarle, de modo que llamé a su oficina y le dejé un mensaje para que lo viera por la mañana.

      Si Mickey era realmente la segunda víctima, significaba que un asesino mágico de los hombres del jazz, y más me valía pensar en un nombre mejor para él que ese, había actuado dos veces en menos de cuatro días.

      Me preguntaba si habría existido un grupo similar entre las listas de fallecidos del doctor Walid. Tendría que comprobarlo cuando volviera a la tecnocueva de La Locura. Estaba debatiendo conmigo mismo entre si debía irme a casa o dormir en la sala de empleados de la morgue, cuando me sonó el teléfono. No reconocí el número.

      —¿Sí? —pregunté.

      —Soy Stephanopoulos —dijo la sargento detective—. Se requieren tus servicios especiales.

      —¿Dónde?

      —En Dean Street —dijo. De nuevo en el Soho… claro, ¿cómo no?

      —¿Puedo preguntar a qué se debe?

      —Un asesinato de lo más horrendo —respondió—. Trae un par de zapatos extra.

      Llegado cierto momento, el café ya no es suficiente y si no hubiera sido por el repugnante olor del ambientador que utilizaba el malhumorado conductor letón de mi taxi, me hubiera quedado dormido en la parte de atrás.

      Dean Street estaba acordonada desde la esquina con Old Compton hasta donde se cruzaba con Meard Street. Vi al menos dos furgonetas Sprinter civiles y un grupo de Vauxhall Astra plateados, lo que suele ser una señal inequívoca de que hay un Equipo de Investigación de Delitos Graves en el lugar de los hechos.

      Un agente al que reconocí de la Brigada de Homicidios de Belgravia me estaba esperando en la cinta. Un poco más arriba de Dean Street se había colocado una tienda para el equipo forense sobre la entrada del club Groucho, tenía un aspecto tan tentador como algo que hubiera salido de un ejercicio de guerra biológica.

      Stephanopoulos me estaba esperando dentro. Era una mujer bajita y terrorífica cuya capacidad legendaria para la venganza le había asegurado el título de ser la agente lesbiana menos expuesta a que se hicieran comentarios despectivos sobre su orientación sexual. Era corpulenta y tenía un rostro cuadrado que no mejoraba con el corte de pelo militar raso a lo Sheena Easton, al que uno se podía referir como «irónico, posmoderno, de moda entre las bolleras», pero solo si era un masoca.

      Ya llevaba puesto el mono azul forense desechable y una mascarilla colgaba alrededor de su cuello. Alguien había sacado un par de sillas plegables de algún lugar y había dejado un mono para mí. Solemos llamarlos trajes Noddy9 y sudas como un cerdo cuando lo llevas puesto. Me fijé en que había manchas alrededor de los tobillos de Stephanopoulos y en los cachivaches de plástico con los que nos cubrimos los zapatos.

      —¿Qué tal está tu jefe? —me preguntó la sargento detective mientras me senté y empecé a ponerme el traje.

      —Bien —respondí—. ¿Y el suyo?

      —Bien —dijo—, volverá al servicio el mes que viene.

      Stephanopoulos conocía la verdad sobre La Locura, así como un amplio número de superiores de la policía; solo que no era la clase de tema del que uno hablaba en una conversación civilizada.