Ben Aaronovitch

La luna sobre el Soho


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MNU? —quiso saber Max.

      —Ahora lo pregunta… —dijo James.

      Apareció la camarera y empezó a dejar de golpe los platos principales. Yo tomé tiras de pato con ho fun frito, Daniel y Max compartieron arroz frito con huevo, pollo y anacardos, además de cerdo agridulce, y James tomó tallarines con ternera. Los del grupo pidieron otra ronda de cervezas Tsingtao pero yo seguí bebiendo el té verde que daban gratis y venía servido en una simple tetera de cerámica blanca. Le pregunté al grupo si solían tocar en The Spice of Life y les dio la risa.

      —Hemos tocado allí un par de veces —dijo Max—. Normalmente los lunes a la hora de comer.

      —¿Teníais mucho público? —pregunté.

      —Estábamos en ello —dijo James—. Hemos dado conciertos en Bull’s Head, en el vestíbulo del Teatro Nacional, y en Merlin’s Cave en Chalfont Saint Giles.

      —El viernes pasado fue la primera vez que conseguimos un hueco por la noche —dijo Max.

      —¿Y cuál era el siguiente paso? —pregunté—. ¿Firmar con una discográfica?

      —Cyrus se habría marchado —dijo Daniel.

      Todo el mundo se lo quedó mirando fijamente durante un segundo.

      —Venga ya, chicos, sabéis que habría ocurrido eso —dijo Daniel—. Habríamos dado algunos conciertos más, alguien le echaría el ojo y llegaría aquello de «Ha sido divertido, tíos, no perdamos el contacto».

      —¿Tan bueno era? —pregunté.

      James bajó la vista hacia los tallarines, después los atacó varias veces con los palillos mostrando una frustración evidente. Luego soltó una risita.

      —Sí, sí que lo era —dijo—. Y cada día mejoraba más.

      James levantó su botellín de cerveza.

      —Por Cyrus el saxo —señaló—. Porque el talento termina por descubrirse.

      Todos brindamos.

      —¿Sabéis qué? —dijo James—. Vamos a buscar algo de jazz cuando terminemos esto.

      ***

      El Soho cobra vida una noche cálida de verano con las conversaciones y el humo del tabaco. La gente de los pubs sale a la calle, los clientes de las cafeterías se sientan en unas mesas al aire libre, situadas sobre las aceras que, en origen, se construyeron lo suficientemente anchas como para que los transeúntes no pisaran los excrementos de los caballos. En Old Compton Street, los jóvenes vestidos con camisetas blancas ajustadas y unos apretadísimos vaqueros se admiran mutuamente y a su reflejo en los escaparates. Vi que Daniel dirigía su radar hacia un par de atractivos jóvenes que se miraban el uno al otro en la puerta del Admiral Duncan, pero estos le ignoraron. Era noche y, después de pasar tanto tiempo en el gimnasio, no iban a irse a la cama con nada que fuera inferior a un diez.

      Un montón de chicas con un corte de pelo idéntico, un bronceado típico del desierto y acentos regionales pasaron por delante nuestro; unas reclutas que se dirigían a Chinatown y a los clubs de los alrededores de Leicester Square.

      La banda y yo no seguimos adelante por Old Compton, sino que, más bien, fuimos rebotando de un grupito a otro. James casi se cae al suelo cuando un par de chicas blancas con tacones finos y unos vestiditos rosas de lana pasaron por delante.

      —Vámonos a follar —dijo mientras se recuperaba.

      —Ni en sueños —respondió una de las chicas mientras se alejaban. Aunque no lo dijo con malicia.

      James comentó que conocía un sitio en Bateman Street, un pequeño club en un sótano que seguía la gran tradición del legendario Flamingo.

      —O la del Ronnie Scott’s —dijo—. Antes de que fuera Ronnie Scott’s.

      No había pasado mucho tiempo desde que estuve patrullando estas calles en uniforme y tenía el terrible presentimiento de que sabía a dónde íbamos. Mi padre suele entusiasmarse al hablar de la juventud que malgastó en los bares subterráneos llenos de sudor, música y chicas con jerséis ajustados. Cuenta que, en el Flamingo, tenías que buscar un sitio donde estuvieras dispuesto a permanecer toda la noche porque cuando todo empezaba, era imposible moverse. Un par de chavales, que habrían sido los empresarios trepas y descarados por excelencia de cockney si no fueran los dos de Guildford, habían diseñado el Mysterioso de forma deliberada como una recreación de aquellos días. Sus nombres eran Don Blackwood y Stanley Gibbs, pero se hacían llamar a sí mismos «gerencia». Había sido raro el turno de fin de semana en el que Lesley y yo no termináramos gritándole a la gente que se encontraba fuera en la calle.

      No obstante, los líos nunca se producían dentro del club, gracias a que la gerencia contrataba a los gorilas más duros que pudiera encontrar, los ataviaba con unos trajes elegantes y les daba carta blanca con respecto a la política de admisión en la puerta. Tenían fama de ser arbitrarios al ejercer dicho poder, e incluso a las doce menos cuarto, seguía habiendo una cola de gente esperanzada que bajaba la calle.

      Siempre ha existido la tradición de mirar con desaprobación en la escena del jazz británico y una forma de acariciarse la barbilla como diciendo «sí, ya veo» entre los fans con jerséis de cuello alto, mis acompañantes actuales era un claro ejemplo de esto último. A juzgar por la gente de la cola, esta antigua tradición no era habitual en el público que buscaba la gerencia. Aquello era un desfile de trajes de Armani, vestidos cuyo fin era impresionar, joyas ostentosas y navajas al ritmo del jazz, por lo que pensé que la banda y yo no íbamos a pasar el corte.

      Bueno, al menos la banda no, desde luego. Siendo sincero, aquello me venía bien porque considerando que les había caído bien, una noche de jazz semiprofesional nunca había sido mi idea de pasarlo bien. Si lo hubiera sido, mi padre habría sido un hombre feliz.

      Aun así, James, siguiendo la gran tradición de los escoceses violentos, no estaba listo para rendirse sin pelear, por lo que se pasó por alto la cola y empezó a ser ofensivo de inmediato.

      —Somos músicos de jazz —le dijo al segurata—. Eso tiene que tener algún valor.

      El gorila, un pedazo de carne del que yo sabía con certeza que había pasado un tiempo en Wandsworth debido a varios delitos que llevaban las palabras «con agravante», al menos lo meditó seriamente.

      —Nunca te he escuchado —dijo.

      —Puede ser —contestó James—. Pero todos formamos parte de la misma comunidad espiritual, ¿verdad? De la hermandad de la música. A su espalda, Daniel y Max intercambiaron una mirada y retrocedieron un par de pasos.

      Yo di un paso al frente para obstaculizar el inevitable enfrentamiento violento y, al hacerlo, escuché un fragmento de Body and Soul. El vestigium era tenue, pero, sobre el ambiente del Soho, destacaba como una brisa fresca en una noche calurosa. Sin lugar a dudas salía del club.

      —¿Eres amigo suyo? —me preguntó el gorila.

      Podría haberle mostrado mi tarjeta de identificación, pero cuando todos los testigos útiles están a descubierto, tienen la tendencia de escabullirse en la oscuridad y de inventarse unas coartadas increíblemente detalladas.

      —Ve a decirles a Stan y a Don que el hijo de Lord Grant les está esperando fuera —dije.

      El gorila escudriñó mi rostro.

      —¿Te conozco? —preguntó.

      «No», pensé, «pero quizá me recuerdes por algunos grandes éxitos de los sábados por la noche como: “¿Podrías poner a ese cliente en el suelo? Me gustaría detenerlo” o “Ya puedes dejar de golpearlo, ha llegado la ambulancia”, y el clásico “Si no retrocedes ahora mismo, también te meteré en el trullo”».

      —Soy el hijo de Lord Grant —repetí.

      —¿Qué coño has dicho? —susurró James, detrás de mí.