Ben Aaronovitch

La luna sobre el Soho


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BHS, se había mudado a mi vieja habitación junto con todos sus zapatos comprados a granel. Esto dejó espacio suficiente para una cama de matrimonio, un teclado eléctrico grande y el equipo de música de mi padre.

      Le dije lo que andaba buscando y él empezó a sacar discos. Empezamos, como yo ya me había imaginado, con la famosa versión de 1938 para el sello Bluebird de Coleman Hawkins. Fue una pérdida de tiempo, por supuesto, porque Hawkins apenas se acerca a la auténtica melodía. Pero dejé que mi padre la disfrutara entera antes de hacerle esa observación.

      —La que escuché, era de la vieja escuela, papá. Tenía una melodía reconocible y todo lo demás.

      Mi padre gruñó y echó mano a una caja de cartón llena de discos de 78 rpm para sacar una funda de cartulina lisa y marrón con celo en tres de los bordes, que contenía al Benny Goodman Trio en goma laca, con una etiqueta negra y dorada de la discográfica Victor Talking Machine Company. Mi padre tiene un tocadiscos que se ajusta a los 78 rpm, pero primero hay que cambiar el cartucho. Retiré laboriosamente el Ortofon y fui a buscar el Stanton. Todavía estaba guardado donde yo lo recordaba: en el pedacito de estantería vacía detrás del equipo de música, tumbado boca arriba para proteger la aguja. Mientras jugueteaba con el pequeño destornillador y montaba el cartucho, mi padre sacó con cuidado el disco y lo examinó con una sonrisa feliz. Me lo dio. Tenía el sorprendente peso de un disco de 78rpm, mucho más pesado que un LP; es muy probable que cualquiera que se criara exclusivamente con los CD, no hubiera podido levantarlo. Tomé el pesado disco negro por los bordes entre mis manos y lo coloqué con cuidado en el tocadiscos.

      Siseó y emitió pequeños ruidos tan pronto como la aguja golpeó el surco y, a través de todo aquello, escuché a Goodman haciendo su introducción con el clarinete, luego vino el solo de piano de Teddy Wilson y después otra vez Benny con su clarinete. Por suerte, Krupa pasaba desapercibido en la batería. Aquello se parecía mucho más a la melodía que el difunto señor Wilkinson estaba tocando.

      —Es posterior a esta —dije.

      —Eso no será complicado —contestó mi padre—. Esta versión solo se grabó cinco años después de que se escribiera.

      Probamos con un par de discos más de 78 rpm, incluida una versión de Billie Holiday, que dejamos puesta por gusto. Lady Day es una de las pocas cosas que mi padre y yo tenemos en común. Era hermosa y triste, aquello me ayudó a darme cuenta de lo que me estaba perdiendo.

      —Tiene que ser más animada —dije—. Era un conjunto más numeroso y tenía más swing.

      —¿Swing? —preguntó mi padre—. Estamos hablando de Body and Soul, nunca ha destacado por tener swing.

      —Venga, papá, alguien tendrá que haber hecho una versión con más swing… aunque solo fuera para los blancos —dije.

      —No hables de eso, jodido descarado —respondió mi padre—. Aun así, creo que sé lo que podríamos estar buscando.

      Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un rectángulo de plástico y cristal.

      —Tienes un iPhone —dije.

      —En realidad es un iPod Touch —comentó—. No suena mal.

      Aquello salió de la boca de un hombre que utilizaba un amplificador Quad de cincuenta años porque tenía válvulas en vez de transistores. Me dio los cascos y deslizó el dedo por la pantalla como si hubiera utilizado los controles táctiles durante toda su vida.

      —Escucha esta —dijo.

      Ahí estaba, remasterizada digitalmente, pero, aun así, con suficiente siseo y chasquidos para que los puristas fueran felices. Body and Soul, una melodía clara y con suficiente swing como para poder bailarla. Si no era la que había escuchado saliendo de aquel cuerpo no me cabía duda de que la tocaba la misma banda.

      —¿Quién es? —pregunté.

      —Ken Johnson —respondió mi padre—. El mismísimo «Old Snakehips». Esta canción sale de Blitzkrieg Babies and Bands, han logrado una buena conversión desde el disco de goma laca. La información del disco dice que el trompetista es «Jiver» Hutchinson. Pero es claramente Dave Wilkins porque la ejecución de los dedos es completamente distinta.

      —¿Cuándo se grabó?

      —El disco de 78 rpm original es de 1939 y se grabó en los estudios Decca en West Hampstead —dijo mi padre y me miró con entusiasmo—. ¿Todo esto forma parte de un caso? La última vez que viniste no parabas de hablar de cosas raras.

      No pensaba seguirle la corriente.

      —¿De qué va lo del teclado?

      —Voy a reactivar mi carrera —dijo—. Tengo intención de convertirme en el próximo Oscar Peterson.5

      —¿En serio? Aquello sonaba inesperadamente arrogante… incluso para mi padre.

      —En serio —dijo y se removió en la cama hasta que llegó al teclado. Tocó un par de compases de Body and Soul, presentando la melodía antes de improvisar, y después se la llevó en una dirección que nunca he sido capaz de seguir ni de apreciar. Pareció decepcionado con mi reacción, aún espera que algún día me aficione. Claro que mi padre tenía un iPod, así que quién sabe lo que podría pasar.

      —¿Qué le ocurrió a Ken Johnson?

      —Lo mataron durante los bombardeos alemanes sobre Londres —dijo mi padre—. Como a Al Bowlly y a Lorna Savage. Ted Heath me contó que a veces pensaban que Göring se la tenía jurada a los intérpretes de jazz. Dijo que se sentía más seguro durante la guerra haciendo giras por el norte de África que dando conciertos en Londres.

      Dudaba que estuviera buscando al espíritu vengativo del Reichsmarschall Hermann Göring, pero no perdía nada en comprobarlo por si acaso.

      Mi madre nos echó del dormitorio para poder cambiarse. Hice más té y nos sentamos en el salón.

      —El siguiente paso que voy a dar es buscar conciertos —dijo mi padre.

      —¿Contigo al teclado?

      —La melodía es la melodía —contestó mi padre—. El instrumento es únicamente el instrumento.

      El intérprete de jazz vive para tocar.

      Mi madre salió del dormitorio con un vestido de verano amarillo sin mangas y sin ningún pañuelo en la cabeza. Tenía el pelo dividido en cuatro secciones y enrollado en aquellas grandes trenzas que hacían sonreír a mi padre. Cuando yo era pequeño, mi madre solía soltarse el pelo cada seis semanas como un reloj. De hecho, cada fin de semana veía a alguien —una tía, una prima, una chica del final de la calle— sentada en el salón y quemándose el pelo químicamente para alisarlo. Si no hubiera ido a la discoteca con catorce años con Maggie Porter, cuyo padre era una pesadilla y cuya madre vendía seguros de automóviles, que llevaba el pelo rizado, habría llegado a la edad adulta pensando que el pelo natural de una niña negra olía a hidróxido de potasio. Ahora, me pasa como a mi padre, me gusta al natural o trenzado. La primera norma sobre el pelo de una mujer negra es que no se habla del pelo de una mujer negra, la segunda norma es que nunca se le toca el pelo a una mujer negra sin tener su permiso por escrito primero. Incluso después del sexo, el matrimonio o la muerte. Dicha cortesía no es recíproca.

      —Tienes que cortarte el pelo —dijo mi madre.

      Y con corte de pelo se refería, por supuesto, a lo bastante rapado como para que se me ponga moreno el cuero cabelludo. Le prometí que me encargaría de ello y se marchó airada a la cocina para hacer la cena.

      —Yo fui un bebé de la guerra —dijo mi padre—. A tu abuela la evacuaron antes de tenerme y por eso en mi certificado de nacimiento pone Cardiff. Afortunadamente para ti, ella nos llevó de vuelta a Stepney antes del final de la guerra. O habríamos sido galeses.

      A los ojos de mi padre, ser galés era