Ben Aaronovitch

La luna sobre el Soho


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      Le pedí la dirección y la apunté cuando me la indicó. Sorprendentemente, estaba en el Soho, en Berwick Street.

      —Lo sé —añadió cuando vio la expresión de mi cara—. Son algo bohemias.

      —¿Tenía Cyrus otras propiedades, un almacén, un jardín quizás?

      —No que yo sepa —dijo, y entonces se rio—. Cyrus cavando en un jardín… menuda imagen más insólita.

      Le di las gracias por su tiempo y me acompañó a la puerta.

      —Gracias por todo, Peter. Ha sido usted muy amable.

      En la ventana lateral había un reflejo lo bastante grande como para ver que el Honda Civic seguía aparcado fuera y que la conductora todavía nos miraba fijamente. Cuando me aparté de la puerta, sacudió la cabeza y fingió que estaba leyendo las pegatinas del maletero del coche que tenía delante. Se arriesgó a mirar hacia atrás solo para verme cruzar la calle en su dirección. Vi el pánico dibujado en su avergonzado semblante y las dudas que tenía entre encender el motor o salir del coche. Cuando di un golpecito en la ventanilla se encogió. Le enseñé la placa y se la quedó mirando desconcertada. Esa es la reacción que obtenemos la mitad de las veces, principalmente porque la mayor parte de los ciudadanos nunca ha visto una de cerca y no tienen ni idea de qué narices es. Por fin cayó en la cuenta y bajó la ventanilla.

      —¿Podría salir del coche, señora? —pregunté.

      Asintió y salió. Era bajita, delgada e iba bien vestida, con un traje chaqueta turquesa con falda corriente, pero de buena calidad. Una agente inmobiliaria, pensé, o de algo relacionado como las relaciones públicas o dependienta de una tienda cara. Cuando trata con la policía, la gente suele apoyarse en el coche como buscando apoyo moral, pero ella no lo hizo, aunque sí que jugueteaba con el anillo que llevaba en la mano izquierda y se colocaba el pelo detrás de las orejas.

      —Solo estaba esperando dentro del coche —dijo—. ¿Hay algún problema?

      Le pedí su carné de conducir y me lo ofreció con resignación. Si le pides a cualquier ciudadano su nombre y su dirección, normalmente no solo te miente, si no que no te lo dicen a no ser que les denuncies por un delito y tengas que rellenar un recibo como prueba de que no le estás dando un trato especial a las agentes inmobiliarias rubias. Sin embargo, si les haces pensar que es un control de tráfico, entonces te ofrecen alegremente el carné de conducir, que incluye su nombre, así como sus apellidos embarazosos, su dirección y su fecha de nacimiento. Lo apunté todo. Se llamaba Melinda Abbott, había nacido en 1980 y su dirección era la misma en la que yo acababa de estar.

      —¿Es esta su residencia actual? —pregunté mientras le devolvía el carné.

      —Más o menos —dijo—. Lo era y da la casualidad de que ahora estoy esperando para recuperarla. ¿Por qué quiere saberlo?

      —Forma parte de una investigación abierta —expliqué—. ¿Conoce por casualidad a un hombre llamado Cyrus Wilkinson?

      —Es mi prometido —respondió mientras me taladraba con la mirada—. ¿Le ha pasado algo a Cyrus?

      Existen directrices aprobadas por la Asociación de Jefes de Policía para darles la noticia a los seres queridos y entre ellas no se encuentra soltarlo en medio de la calle. Le pregunté si querría sentarse en el coche conmigo, pero no quiso.

      —Será mejor que me lo diga ya.

      —Me temo que tengo malas noticias —dije.

      Cualquiera que haya visto alguna vez Policía de barrio o Casualty sabrá lo que significa aquello. Melinda empezó a retroceder y tuvo que agarrarse. Estuvo a punto de perder el control, pero entonces vi que volvía a ponerse la coraza.

      —¿Cuándo? —preguntó.

      —Hace dos noches —respondí—. Tuvo un ataque al corazón.

      Me miró como a un idiota.

      —¿Un ataque al corazón?

      —Eso me temo.

      Asintió.

      —¿Por qué está usted aquí? —me preguntó.

      Me salvé de tener que mentir porque un taxi se detuvo delante de la casa e hizo sonar el claxon. Melinda se volvió, miró con atención la puerta principal y obtuvo su recompensa cuando Simone salió con dos maletas. El conductor, con un nivel inusual de caballerosidad, se apresuró a agarrar las maletas y las metió en la parte trasera del taxi mientras ella cerraba la puerta principal. Me fijé en que echó la llave en las dos cerraduras.

      —¡Zorra! —gritó Melinda.

      Simone la ignoró y se dirigió al taxi, lo que tuvo el efecto exacto que yo me esperaba en Melinda.

      —Sí, tú —exclamó—. ¡Está muerto, cabrona! Y ni siquiera podías molestarte en decírmelo, ¡joder! Esa es mi casa, ¡vaca gorda!

      Simone escuchó aquello, levantó la mirada y, al principio, no pareció reconocer a Melinda, pero entonces asintió para sí misma y, de forma distraída, lanzó las llaves en nuestra dirección. Aterrizaron a los pies de Melinda.

      Sé reconocer los arranques de furia en cuanto veo que se acercan, de manera que ya le había agarrado por la parte superior del brazo antes de que pudiera cruzar corriendo la calle e intentara darle una buena paliza a Simone. Salvaguardar la paz del país, en eso consiste todo. Para ser tan poca cosa, Melinda era bastante fuerte y terminé utilizando las dos manos mientras ella soltaba palabrotas por encima de mi hombro, y eso hizo que me pitaran los oídos.

      —¿Quiere que la arreste? —pregunté.

      Era un viejo truco policial: si solo avisas a la gente, suelen ignorarte, pero si les haces preguntas entonces tienen que pensar en ello. Cuando empiezan a pensar en las consecuencias casi siempre se tranquilizan, a no ser que estén borrachos, por supuesto, o colocados, tengan entre catorce o veintiún años, o sean naturales de Glasgow.

      Por suerte tuvo el efecto esperado en Melissa, que dejó de gritar el tiempo suficiente para que el taxi se alejara. Una vez me aseguré de que no iba a atacarme debido a la frustración, un riesgo que va incluido en el cargo si eres policía, me agaché, recogí las llaves y las deposité en sus manos.

      —¿Hay alguien a quien pueda llamar? ¿Alguien que pueda venir y quedarse con usted durante un rato?

      Ella negó con la cabeza.

      —Me quedaré esperando en el coche —contestó—. Gracias.

      «No me lo agradezca, señora, solo estoy…». No, no se lo dije. ¿Sabía alguien lo que estaba haciendo? Dudaba que pudiera sonsacarle algo de utilidad aquella tarde, así que me marché solo.

      ***

      A veces, después de un día duro de trabajo, no hay nada más satisfactorio que un kebab. Me detuve delante de un sitio kurdo mientras iba por Vauxhall y aparqué en Albert Embankment para comérmelo. No se comen kebabs en el Jaguar, esa es la regla. Un lado del dique había sido modificado por un brote de modernismo en los sesenta, pero le di la espalda a las fachadas aburridas de hormigón y, en su lugar, contemplé cómo el sol refulgía en lo alto de la torre Millbank y del Palacio de Westminster. La tarde seguía siendo lo suficientemente cálida como para ir en mangas de camisas y la ciudad se aferraba al verano como una aspirante a mujer florero lo haría con un delantero centro.

      Oficialmente yo pertenecía a ESC9, siglas de la Unidad de Delincuencia Económica y Especializada 9, que también era conocida como La Locura, o como la unidad de la que los oficiales bien educados no hablan en ambientes respetables. No tiene sentido intentar recordar ESC9 porque Scotland Yard se reorganiza una vez cada cuatro años y cambian todos los nombres. Por eso, a la Unidad de Robos Comerciales de Grupos Criminales Organizados se la llama la Brigada Móvil desde que la introdujeron en 1920, o Sweeney, si quieres dejar constancia de que eres un cockney.3 Por si os lo estáis