Ben Aaronovitch

La luna sobre el Soho


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practicante, su firma involuntaria, porque, al igual que los antiguos operarios del telégrafo podían identificarse unos a otros dependiendo de cómo teclearan, cada practicante realiza los hechizos con su estilo personal.

      —¿Tengo yo una firma? —interrogué.

      —Sí —contestó Nightingale—. Cuando practicas las cosas tienen la tendencia inquietante de salir ardiendo.

      —Lo digo en serio, jefe.

      —Es demasiado pronto para que tengas una signare, pero otro practicante sabría, sin lugar a duda, que eres mi aprendiz —dijo Nightingale—. Suponiendo que nunca hubiera visto mi trabajo, por supuesto.

      —¿Hay más practicantes por ahí fuera? —pregunté.

      Nightingale se movió en la silla de ruedas.

      —Quedan algunos supervivientes de antes de la guerra —respondió—. Pero además de ellos, tú y yo somos los últimos magos que hemos aprendido de forma tradicional. O al menos tú lo serás si alguna vez logras concentrarte lo bastante como para que te enseñe.

      —¿Podría haberlo hecho alguno de esos supervivientes?

      —No si el jazz formaba parte de la signare.

      Y, en consecuencia, probablemente tampoco habría sido ninguno de sus aprendices. Si es que los tenían.

      —Si no fue alguno de tu pandilla…

      —De nuestra pandilla —dijo Nightingale—. Hiciste un juramento, eso te convierte en uno de los nuestros.

      —Si no fue uno de los nuestros, ¿quién más podría hacerlo?

      Nightingale sonrió.

      —Alguno de tus amigos ribereños puede tener el poder suficiente —dijo.

      Me quedé callado. Había dos dioses del río Támesis y los dos tenían sus propios hijos díscolos; uno por cada afluente. Desde luego que podrían tener el poder suficiente —yo mismo había visto a Beverley Brook inundar Covent Garden, lo que nos salvó la vida, por casualidad, a mí y a una familia de turistas alemanes.

      —Pero Padre Támesis no actuaría por debajo de la esclusa de Teddington —dijo Nightingale—. Y Mamá Támesis no dañaría el acuerdo que tiene con nosotros. Si Tyburn quisiera verte muerto lo haría a través de los tribunales, mientras que Fleet te humillaría hasta la muerte en los medios de comunicación. Y Brent es demasiado joven. Por último, dejando de lado el hecho de que el Soho está en la peor orilla del río, si Effra quisiera matarte por medio de la música, no sería con el jazz.

      «No cuando Effra es prácticamente la patrona del grime»,4 pensé.

      —¿Hay alguien más? —interrogué—. ¿O algo más?

      —Puede ser —contestó Nightingale—. Pero yo me centraría en determinar el cómo antes de preocuparme demasiado por el quién.

      —¿Algún consejo?

      —Podrías empezar por visitar la escena del crimen —dijo Nightingale.

      ***

      Para gran frustración de la clase gobernante, a la que le gusta que sus ciudades estén limpias, ordenadas y dotadas de un buen cortafuegos, Londres nunca ha respondido bien a los proyectos grandiosos de planificación. Ni siquiera después de que se redujera a cenizas en 1666. Claro que esto no ha detenido algunos intentos posteriores y en la década de 1880, la Comisión metropolitana de obras construyó Charing Cross Road y Shaftesbury Avenue para facilitar una mejor comunicación entre el norte y el sur, el este y el oeste. El hecho de que durante el proceso acabaran con el barrio bajo y de mala fama de Newport Market, y redujeran así el número de pobres de aspecto antiestético que se divisaban mientras uno deambulaba por la ciudad, estoy seguro de que fue pura casualidad. Donde se cruzaban la carretera y la avenida apareció Cambridge Circus y en el lado oeste hoy está el teatro Palace, que se eleva en su gloria como una galleta de jengibre de la época tardíovictoriana. A su lado, y construido con el mismo estilo, se encuentra lo que una vez fue el pub George and the dragón, pero que ahora se llama The Spice of Life. En palabras de su propia publicidad: el mejor sitio de Londres para el jazz.

      Cuando mi padre estaba metido en la escena, The Spice of Life no era un sitio de moda para el jazz. Según él, era estrictamente para veteranos vestidos con jerséis de cuello alto y perilla que leían poesía y escuchaban música regional. Bob Dylan y Mick Jagger tocaron allí un par de veces en los sesenta. Pero a mi padre, que siempre había dicho que el rock and roll estaba bien para los que necesitaban ayuda para seguir el ritmo, todo eso le daba igual.

      Hasta que llegó aquella hora de la comida, yo nunca había estado dentro de The Spice of Life. Antes de ser policía no era el tipo de bar al que habría entrado a beber y después no era la clase de pub al que entraba a arrestar a la gente.

      Había cronometrado mi visita para no coincidir con la locura de la hora de comer, lo que significaba que la multitud de gente que había en la plaza era, principalmente, de turistas y que el interior del pub estaba bien fresquito, tenue y vacío, solo con un olorcillo a productos de limpieza que se peleaba con años de cervezas derramadas. Quería saber cómo era el lugar y decidí que la mejor manera de hacerlo era quedarme en la barra y tomarme una cerveza, pero como estaba de servicio, solo tomé media. A diferencia de muchos pubs de Londres, The Spice of Life se las había arreglado para mantener el interior de latón y madera pulida sin parecer cursi. Según tomaba el primer sorbo de mi media cerveza, detecté de inmediato el olor a sudor de caballo, el sonido de los martillos sobre una caja para guardar instrumentos musicales, gritos, risas, el chillido distante de una mujer y el olor a tabaco. Todos estos sonidos eran bastante habituales en cualquier pub del centro de Londres.

      Los hijos de Mūsā ibn Shākir eran alegres y atrevidos. Si no hubieran sido musulmanes, probablemente habrían llegado a ser los dioses de los frikis de la tecnología. Son famosos por el superventas de Bagdad del siglo ix, una recopilación de los ingeniosos aparatos mecánicos al que le pusieron con mucha imaginación el título de Kitab al-Hiyal (El libro de mecanismos ingeniosos). En él describen lo que posiblemente sea el primer aparato funcional para medir la presión diferencial y ahí es donde empieza el problema. En 1593, Galileo Galilei dejó de lado, durante un tiempo, la astronomía y la promulgación de la herejía para inventar un termoscopio que midiera el calor. En 1833, Carl Friedich Gauss ingenió un artefacto que midiera la fuerza de un campo magnético y, en 1908, Hans Geiger hizo un detector para ionizar la radiación. Actualmente, los astrónomos están detectando planetas alrededor de estrellas más lejanas al medir cuánto se bambolean sus órbitas y los cerebritos del CERN están juntando partículas con la esperanza de que el doctor Who aparezca y les diga que paren. La historia de cómo medimos el mundo físico es la propia historia de la ciencia.

      ¿Y qué tenemos Nightingale y yo para medir los vestigia? Una mierda, y no es que no sepamos desde el principio lo que intentamos medir. No me extraña que los herederos de Isaac Newton mantuvieran la magia tan bien escondida bajo sus pelucas. Yo había desarrollado mi propio sistema de coña para los vestigia basándome en el ruido que hiciera Toby cuando interactuara con cualquier resto de magia. Los llamaba guaus; un guau equivalía a suficientes vestigia como para que resultaran evidentes incluso cuando no los buscaba.

      El guau sería un sistema internacional de unidades, por supuesto, y por ello, el trasfondo del ambiente habitual de un pub del centro de Londres constaba de 0,2 guaus (0,2 Gu) o de 200 miliguaus (200 mGu). Una vez lo establecí así para mi satisfacción, me terminé mi media pinta y me dirigí hacia el sótano, donde se podía escuchar jazz.

      Unas escaleras destartaladas conducían al backstage, una habitación más o menos octogonal, con techos bajos y acentuada con unas gruesas columnas de color crema que aparentaban ser muros de carga, porque no le añadían nada de especial a la decoración. Estaba en la puerta mientras intentaba percibir algo de magia en el ambiente,