Ben Aaronovitch

La luna sobre el Soho


Скачать книгу

un presupuesto apreciable. No tenerlo significa que la burocracia no nos observa y que, por lo tanto, no hay pruebas documentales. También ayuda que, hasta enero de este año, solo contara con un empleado: un tal inspector jefe del cuerpo de detectives, Thomas Nightingale. A pesar de doblar el número del personal cuando me uní y de poner al día unos diez años de papeleo sin procesar, seguimos manteniendo una presencia sigilosa dentro de la jerarquía burocrática de Scotland Yard. Por consiguiente, pasamos desapercibidos entre el resto de policías, y cumplimos con nuestro deber.

      Uno de esos deberes es la investigación de los magos no autorizados y de otros practicantes de magia, pero no pensaba que Cyrus Wilkinson hubiera practicado con nada, salvo con el saxofón alto. También tenía dudas de que se hubiera suicidado con el cóctel de drogas y bebida tan típico del jazz, pero tendría que esperar la confirmación del test de intoxicación. ¿Por qué mataría alguien a un músico de jazz en medio de su actuación? Me refiero a que yo también tenía mis reservas con respecto al New Thing y el resto de modernistas atonales, pero no mataría a alguien que los interpretara… a no ser que estuviéramos encerrados en la misma habitación.

      Al otro lado del río, un catamarán dejó atrás el muelle de Millbank con un rugido de motor diésel. Hice una bola con el papel del kebab y lo tiré en una papelera. Volví a subirme al Jaguar, arranqué y me dirigí hacia el crepúsculo.

      En algún momento tendría que volver a la biblioteca de La Locura y buscar casos antiguos. Normalmente, Polidori estaba bien para chismes sensacionalistas relacionados con la bebida y el libertinaje. Quizás por todo el tiempo que pasó haciendo el loco con Byron y los Shelley en el lago Ginebra. Si alguien sabía de muertes prematuras y antinaturales era Polidori, quien, literalmente, escribió un libro sobre el asunto antes de beber cianuro. El libro se llama Investigación sobre las muertes antinaturales en Londres durante los años 1768-1810 y pesa casi un kilo; solo esperaba que leerlo no me llevara a mí también al suicidio.

      Era bastante tarde cuando llegué a La Locura y aparqué el Jaguar en la cochera. Toby empezó a ladrar tan pronto como abrí la puerta trasera y vino correteando por el suelo de mármol del patio interior para lanzarse sobre mis espinillas. Molly se deslizó desde donde estaban las cocinas, como si fuera la ganadora de todas las promesas participantes en el concurso mundial de Lolitas góticas espeluznantes. Ignoré los ladridos de Toby y pregunté si Nightingale estaba despierto. Molly me dedicó un movimiento leve de cabeza que significaba que «no» y después una mirada inquisitiva.

      Molly es la ama de llaves, cocinera y exterminadora de roedores. Nunca habla, tiene demasiados dientes y le gusta la carne cruda, aunque intento no tenérselo nunca en cuenta, ni dejar que se interponga entre la salida y yo.

      —Estoy hecho polvo, me voy directo a la cama —dije.

      Molly miró a Toby y después a mí.

      —He estado trabajando todo el día —añadí.

      Molly me ofreció la inclinación de cabeza que significa: «Me da igual, si no sacas a la cosita apestosa a pasear serás tú el que limpie lo que ensucie».

      Toby dejó de ladrar el tiempo suficiente como para lanzarme una mirada esperanzadora.

      —¿Dónde está su correa? —suspiré.

       2. The Spice of Life

      La gente, en general, tiene una visión distorsionada de la velocidad a la que avanza una investigación. Les gusta imaginarse conversaciones tensas detrás de unas persianas venecianas, entre detectives sin afeitar, pero rudamente atractivos, que se matan a trabajar y presentan una gran devoción hacia la botella y la ruptura matrimonial. La verdad es que, al terminar el día, a no ser que hayas dado con alguna clase de pista significativa, te marchas a casa y te pones a hacer las cosas que realmente importan en la vida: como beber, dormir y, si eres afortunado, tener una relación con la persona del género y orientación sexual que desees. Y yo hubiera estado haciendo al menos una de esas cosas a la mañana siguiente, si no hubiese sido el maldito último aprendiz de mago que quedaba en Inglaterra. Lo que significa que me pasaba todo mi tiempo libre aprendiendo teoría, estudiando lenguas muertas y leyendo libros como Ensayos sobre la metafísica de John «nunca-encontró-ninguna-palabra-polisílaba-que-no-le-gustara» Cartwright. Y aprendiendo magia, por supuesto, que es lo que hace que todo esto merezca la pena.

      Esto es un hechizo: Lux iactus scindere. Puedes decirlo en voz baja, a voces, con convicción, o en medio de una tormenta mientras adoptas una pose dramática… No ocurrirá nada, porque las palabras solo son términos para la forma que preparáis en vuestra cabeza; lux es para crear la luz y scindere para dejarla fija. Si realizas este hechizo correctamente, se genera una fuente de luz inamovible en algún sitio. Pero si lo haces mal, el fuego puede producir un agujero en una mesa de laboratorio.

      —¿Sabes? —dijo Nightingale—, creo que nunca había visto eso.

      Terminé de rociar el banco con el extintor de CO2 y me agaché para ver si el suelo que había debajo de la mesa seguía estando intacto. Se veía una quemadura, pero, por suerte, no había ningún cráter.

      —Se me sigue resistiendo.

      Nightingale se levantó de su silla de ruedas y echó un vistazo. Se movió con cuidado apoyándose en su lado derecho. Si aún tenía alguna venda en el hombro, la llevaba oculta por debajo de su camisa almidonada color lila que había estado de moda durante la crisis por la abdicación de Eduardo VIII. Molly lo alimentaba afanosamente, pero a mí me parecía que seguía estando pálido y delgado. Me pilló mientras le observaba.

      —Me gustaría que Molly y tú dejarais de mirarme así. Me estoy recuperando bien. Ya me habían disparado antes, así que sé de lo que hablo.

      —¿Debería volver a intentarlo?

      —No —respondió Nightingale—. Es obvio que el problema está en el scindere. Creo que avanzaste con él demasiado rápido. Mañana empezaremos a aprender esa forma de nuevo y entonces, cuando esté convencido de que lo controlas, volveremos al hechizo.

      —Genial —dije.

      —Esto no es inusual —su tono de voz era silencioso y reconfortante—. Tienes que asimilar bien las bases de esta destreza o todo lo que construyas encima estará corrompido, por no decir inestable. No hay atajos en la magia, Peter. Si los hubiera, todo el mundo la haría.

      «Probablemente la harían en Got Talent», pensé, pero no le digo estas cosas a Nightingale porque no tiene ningún sentido del humor con respecto a las artes y solo usa la tele para ver el rugby.

      Adopté el gesto atento de un aprendiz responsable, pero no engañé a Nightingale.

      —Háblame de tu músico muerto —dijo.

      Le presenté los hechos e hice hincapié en la intensidad de los vestigia que el doctor Walid y yo sentimos alrededor del cuerpo.

      —¿Las sintió él con tanta fuerza como tú? —preguntó Nightingale.

      Me encogí de hombros.

      —Son vestigia, jefe —contesté—. Eran lo suficientemente intensos como para que los dos escucháramos una melodía. Eso resulta sospechoso.

      —Lo es —dijo mientras volvía a sentarse en la silla de ruedas con el ceño fruncido—. Pero ¿es un crimen?

      —La ley solo indica que tienes que matar a alguien ilegalmente, en tiempos de paz, con premeditación. No especifica cómo hacerlo —esa mañana le había echado un vistazo al Manual policial de Blackstone antes de bajar a desayunar.

      —Me gustaría ver a la acusación defendiendo ese argumento ante un jurado —dijo—. Para empezar, necesitarás probar que la magia lo asesinó y, después, descubrir quién fue capaz de hacerlo y de conseguir que pareciera una causa natural.

      —¿Usted podría? —pregunté.

      Nightingale tuvo que pensárselo.