Ben Aaronovitch

La luna sobre el Soho


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los brazos y las piernas algo definidos. Me dio la impresión de que era corredor.

      —¿Y está aquí abajo porque…?

      —Bueno, tiene indicios de gastritis, pancreatitis y cirrosis en el hígado —dijo el doctor.

      Reconocí el último síntoma.

      —¿Era alcohólico? —interrogué.

      —Entre otras cosas —contestó el doctor Walid—. Tenía una anemia grave, y puede estar relacionada con sus problemas hepáticos, aunque yo la asociaría más a una deficiencia de B12.

      Eché un vistazo al cadáver un instante.

      —Tiene buen tono muscular —dije.

      —Antes estaba en forma —respondió el doctor Walid—. Pero parece que, últimamente, se había descuidado.

      —¿Drogas?

      —Hice todas las pruebas rápidas y nada —contestó el doctor—. Los resultados de las muestras capilares no llegarán hasta dentro de un par de días.

      —¿Cuál fue la causa de la muerte?

      —Insuficiencia cardíaca —contestó el doctor Walid—. Encontré indicios de miocardiopatía dilatada. Esto sucede cuando el corazón se agranda y no puede desempeñar correctamente sus funciones. Aunque creo que lo que anoche lo fulminó fue un infarto de miocardio.

      Otro término que reconocía de las clases de «Qué hacer si tu sospechoso se arrodilla estando detenido» a las que había asistido en Hendon. En otras palabras: un ataque al corazón.

      —¿Por causas naturales? —pregunté.

      —Aparentemente, sí —dijo el doctor—. Pero, realmente, no estaba tan enfermo como para caerse muerto de la manera en que lo hizo. La gente no se muere de repente a todas horas.

      —¿Entonces cómo sabes que es uno de los nuestros?

      El doctor Walid le dio unos golpecitos al cadáver en el hombro y me guiñó un ojo.

      —Vas a tener que acercarte para averiguarlo.

      La verdad es que no me gusta acercarme a los cadáveres, ni siquiera a los que son tan modestos como Cyrus Wilkinson, por lo que le pedí al doctor Walid una mascarilla y unos protectores oculares. Cuando no hubo ningún riesgo de que pudiera tocar el cadáver por accidente, me incliné con cuidado hasta estar pegado a su cara.

      Un vestigium es la huella que deja la magia en los objetos físicos y alberga un gran parecido a una marca sensorial. Como el recuerdo de un olor o de un sonido que has escuchado alguna vez. Probablemente, lo habrás sentido un centenar de veces al día, pero se entremezcla con los recuerdos, las fantasías e incluso con los olores percibidos o los sonidos que escuchas ahora. Algunos objetos, como por ejemplo las piedras, absorben todo lo que les rodea, aunque apenas contenga magia. Esto es lo que le da a una casa antigua su carácter. Otras cosas, como el cuerpo humano, son terribles para preservar los vestigia, que es el equivalente mágico de una granada que estalla y deja huella en cualquier parte de un cadáver.

      Por eso me sorprendí un poco cuando oí que el cuerpo de Cyrus Wilkinson estaba tocando un solo de saxofón. La melodía fluía en un tiempo en el que todas las radios estaban hechas de baquelita y cristal soplado. Con ella llegaba el olor a madera rota y polvo de cemento de un astillero. Permanecí ahí el tiempo suficiente para asegurarme de que podía identificar la melodía y, después, me alejé.

      —¿Cómo te has dado cuenta? —pregunté.

      —Compruebo todas las muertes súbitas —respondió el doctor—. Por si acaso. Me pareció que sonaba a jazz.

      —¿Has identificado la melodía?

      —No, a mí me va más el rock progresivo y los románticos del siglo xix —dijo el doctor—. ¿Y tú?

      —Body and Soul —respondí—. Es de los años treinta.

      —¿Quién la interpretaba?

      —Más o menos todo el mundo —dije—. Es uno de los grandes clásicos del jazz.

      —No se puede morir a causa del jazz, ¿verdad?

      Pensé en Fats Navarro, en Billie Holiday y en Charlie Parker, al que el forense confundió, cuando murió, con un hombre que tenía dos veces su edad real.

      —Bueno —dije—, creo que descubrirás que sí se puede.

      Desde luego el jazz había hecho todo lo posible por mi padre.

      ***

      No se encuentran vestigia en un cuerpo si no se hace un uso serio de la magia. Eso significaba que alguien le había hecho algo mágico a Cyrus Wilkinson, o que él mismo era un usuario. Nightingale llamaba «practicantes» a los civiles que empleaban la magia; según él, los «practicantes», e incluso los aficionados, suelen dejar indicios de sus «prácticas» en casa, de manera que me dirigí al otro lado del río. Fui a la dirección que aparecía en el carné de conducir del señor Wilkinson para ver si allí había alguien que le quisiera lo bastante como para matarlo.

      Su casa era una construcción de época eduardiana de dos pisos que estaba en el lado «bueno» de Tooting Bec Road. Me encontraba en una zona donde abundaban los Volkswagen Golf, junto con un par de Audis y un BMW que subían un poco el caché. Aparqué en una línea amarilla y subí la calle andando. Un Honda Civic naranja fosforito me llamó la atención, no solo porque tenía un triste motor de 1.4. VTEC, sino porque había una mujer en el asiento del conductor que vigilaba la casa. Anoté mentalmente la matrícula del coche antes de abrir la puerta de hierro fundido, recorrer el corto camino y llamar a la puerta. Durante un instante olí a madera rota y polvo de cemento, pero la puerta se abrió y perdí el interés por todo lo demás.

      La mujer era sorprendentemente curvilínea, regordeta y sexy, e iba vestida con un suéter azul cielo de Shetland. Tenía un rostro bonito y pálido, un revoltijo de pelo castaño que le debía llegar a la mitad de la espalda si no lo llevara atado en la nuca. Sus ojos eran marrón chocolate y tenía la boca grande, con labios carnosos, y con las comisuras inclinadas hacia abajo. Me preguntó quién era y me identifiqué.

      —¿Y qué puedo hacer por usted, agente? —preguntó.

      Tenía un acento tan refinado que parecía casi cómico. Cuando habló me quedé esperando a que un caza Spitfire pasara zumbando por encima de nuestras cabezas.

      —¿Es esta la casa de Cyrus Wilkinson? —pregunté.

      —Me temo que así es, agente —contestó.

      Con amabilidad, le pregunté quién era.

      —Simone Fitzwilliam —me tendió la mano.

      Se la estreché automáticamente; tenía la palma suave, calentita. Olía a madreselva. Le pregunté si podía entrar y se hizo a un lado para que pasara.

      La casa se había construido para la ambiciosa clase media baja, de manera que el pasillo era estrecho, pero bien proporcionado. Todavía conservaba las baldosas blancas y negras originales y un armario de roble destartalado pero antiguo en el recibidor. Simone me condujo hasta el salón. Me fijé en que bajo las mallas negras tenía unas piernas robustas, pero bien formadas. La casa se había sometido al pack habitual de aburguesamiento: habían derribado el cuarto de estar y lo habían incorporado al comedor, habían pulido los suelos de roble, los habían barnizado y cubierto con alfombras. Los muebles tenían pinta de ser de John Lewis:2 caros, cómodos y poco originales. La televisión plana era grande de manera convencional y estaba conectada al Sky y a un Blu-ray; las estanterías más cercanas tenían varios DVD, pero ningún libro. Una réplica de un Monet colgaba en el lugar donde habría estado la chimenea si no la hubieran arrancado en algún momento de los últimos cien años.

      —¿Cuál era su relación con el señor Wilkinson? —pregunté.