Ben Aaronovitch

La luna sobre el Soho


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      —¿Lo hicieron mejor? —pregunté.

      —No que pudiera apreciarse —respondió Max.

      —Peor, de hecho —comentó Daniel.

      —Pero fuimos mejorando —añadió Max, y se rio—. Ensayábamos en casa de Cy.

      —Ensayábamos mucho —dijo Daniel, y vació su vaso—. Vale, ¿qué más queréis?

      No sirven pintas en el French House, de manera que James y Max compartieron una botella de tinto de la casa. Yo me pedí media cerveza bitter. Había sido un largo día y no hay nada como las declinaciones del latín para que te entre sed.

      —Dos veces, tal vez tres, por semana —dijo Max.

      —¿Entonces tenían ambiciones? —pregunté.

      —En realidad ninguno nos lo tomábamos tan en serio —respondió James—. No era como si fuéramos unos críos y estuviésemos desesperados por triunfar a lo grande.

      —Aun así, esos son muchos ensayos —comenté.

      —Bueno, queríamos ser mejores músicos —dijo James.

      —Aspiramos a convertirnos en hombres del jazz —comentó Max—. Interpretar la música para descifrar la música, ¿sabe a lo que me refiero?

      Asentí.

      —¿Creéis que ha tenido que cruzar el río para conseguir nuestras bebidas? —preguntó James.

      Estiramos el cuello y dirigimos la vista hacia la barra. Daniel se balanceaba entre la multitud, con la mano levantada de manera optimista y un billete de veinte entre los dedos de la mano. Era un sábado noche en el Soho, por lo que cruzar el río podría haber sido más rápido

      —¿Cómo de en serio se lo tomaba Cyrus? —pregunté.

      —No más que el resto —respondió James.

      —Aunque era bueno —dijo Max mientras hacía unos movimientos con los dedos—. Tenía todo ese rollo de los saxofonistas.

      —De ahí las mujeres —añadió James.

      Max suspiró.

      —¿Melinda Abbot? —pregunté.

      —Bueno, Melinda —dijo Max.

      —Melinda era la que estaba en casa —dijo James.

      —Sally, Viv, Tolene —enumeró Max.

      —Daria —dijo James—. ¿Os acordáis de Daria?

      —Como he dicho: todo el rollito de los saxofonistas —repitió Max.

      Localicé a Daniel esforzándose en volver con las bebidas y me levanté para ayudarle a llevarlas hasta la mesa. Me dirigió con una mirada de aprecio de la que supuse que no compartía la envidia que sentían Max y James por lo de las mujeres. Le dediqué una sonrisa políticamente correcta y dejé caer las bebidas con un golpe seco sobre la mesa. Max y James alzaron las copas y todos entrechocamos las nuestras para brindar.

      Era obvio que se habían olvidado de que yo era policía, lo que me resultó muy útil. De manera que la siguiente pregunta que les hice, la formulé con un cuidado especial:

      —¿Entonces a Melinda no le daba igual?

      —Bueno, Melinda se lo tomaba bien —dijo James—. Claro que no ayudaba que no viniera nunca a ningún concierto.

      —No le gustaba —comentó Daniel.

      —Ya sabes cómo funciona con las mujeres —dijo James—. No les gusta que hagas algo con lo que no se pueden identificar.

      —Le iba el rollo New Age, los cristales y la homeopatía —aclaró Max.

      —Siempre era bastante amable con nosotros —dijo Daniel—. Nos hacía café cuando ensayábamos.

      —Y galletas —añadió Max con nostalgia.

      —Las otras chicas no eran nada serio —dijo James—. Ni siquiera estoy seguro de que alguna vez se metiera mano con alguna de ellas. Al menos hasta que llegó Simone. Eso sí que fue un problema con «P» mayúscula.

      Simone había sido la primera mujer que había ido a casa de Cyrus para ver los ensayos.

      —Estaba tan callada que después de un rato te olvidabas de que estaba allí —comentó Daniel.

      Melinda Abbot no se había olvidado de que Simone Fitzwilliam estaba allí y yo no podía culparla. Intenté imaginarme qué habría pasado si mi padre hubiera llevado a una mujer a casa para verle ensayar. Puedo deciros que no habría acabado bien. Las lágrimas solo habrían sido el principio.

      Melinda, que como era obvio tenía unas nociones de elegancia que mi madre desconocía, al menos esperó hasta que todo el mundo se hubo marchado de la casa para, metafóricamente, subirse las mangas y echar mano del rodillo de amasar.

      —Después de eso, Max se sacó de la manga un almacén de la Red de Transportes de Londres y allí terminamos —dijo James—. Soplaba el aire, pero estábamos mucho más relajados.

      —Aunque hacía un frío terrible —añadió Daniel.

      —Entonces, de repente, estábamos de vuelta en casa de Cy —dijo James—. Solo que ya no era Melinda la que servía el café y las galletas, si no la hermosísima Simone.

      —¿Cuándo ocurrió todo esto?

      —En abril, mayo… por esa época —respondió Max—. En primavera.

      —¿Cómo se lo tomó Melinda? —interrogué.

      —No lo sabemos —contestó James—. Nunca la vimos demasiado, ni siquiera cuando estaba por ahí cerca.

      —Yo quedé con ella un par de veces —dijo Daniel.

      Los demás se lo quedaron mirando.

      —Nunca nos lo dijiste —indicó James.

      —Me llamó y me dijo que quería hablar… Estaba enfadada.

      —¿Y qué dijo? —preguntó Max.

      —No quiero contarlo —contestó Daniel—. Es un secreto.

      Y así se quedó. Conseguí volver a llevar la conversación hacia los hobbies «místicos» de Melinda Abbot, pero el grupo ya no me estaba prestando demasiada atención. El French House empezó a llenarse hasta los topes y, a pesar de que el hilo musical estaba prohibido, tuve que gritar para que me escucharan. Sugerí ir a comer algo.

      —¿Va a pagar la cuenta la policía? —preguntó James.

      —Creo que podríamos estirarnos un poco —dije—. Siempre y cuando no nos volvamos locos.

      Todos los de la banda asintieron. No podía ser de otro modo, cuando eres músico, «gratis» es la palabra mágica.

      Terminamos en Wong Kei, en Wardour Street, donde la comida es de fiar, el servicio es algo brusco y puede conseguirse una mesa a las once y media de la noche un sábado (si no te importa compartirla). Le mostré cinco dedos al tipo de la puerta y señaló hacia el piso de arriba, donde una joven de aspecto severo que llevaba una camiseta roja nos condujo hasta una de las mesas redondas grandes.

      Un par de estudiantes norteamericanos pálidos, que hasta entonces habían tenido la mesa para ellos solos, se acojonaron visiblemente cuando nos dejamos caer en las sillas.

      —Buenas noches —dijo Daniel—. No se preocupen, somos inofensivos.

      Los dos estudiantes norteamericanos llevaban puestas unas sudaderas rojas e impolutas de Adidas con las palabras «MNU PIONEERS»7 bordadas a lo largo del pecho. Asintieron con nerviosismo.

      —Hola —dijo uno de ellos—. Somos de Kansas.

      Esperamos