Ben Aaronovitch

La luna sobre el Soho


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a dónde iban después del concierto?

      —No, lo siento —respondió—, yo solo me dejaba llevar.

      Subida en sus tacones era casi tan alta como yo. El peto formaba unos huecos en los laterales que revelaban una tira de carne pálida y el borde adornado de unas bragas rojo pasión de seda. Me di la vuelta. Había perdido el rastro del vestigium cuando entré en la habitación y Peggy no estaba favoreciendo mi concentración. Me llegaron flashes de otras cosas: olor a lavanda, a un capó de coche que se había quedado al sol, y un sonido resonante, como el silencio que sigue a un ruido fuerte.

      —¿Quiénes sois? —preguntó Peggy.

      —Somos la policía del jazz —dijo James.

      —Él es el policía del jazz —dijo Max refiriéndose a mí, supongo—. Nosotros seríamos los partisanos de Old Compton Street.

      Aquello me provocó la risa, lo que demuestra lo borracho que estaba.

      —¿Está Mickey en un lío? —preguntó Peggy.

      —Solo si le ha echado a alguien en el hombro la saliva del pistón —respondió Max.

      No podía dedicar más tiempo a estar de cháchara. Había otra puerta en la habitación, con un cartel de salida de emergencia, así que me dirigí hacia ella. Al otro lado había un pasillo de ladrillo corto, simple y gris que estaba medio bloqueado por muebles amontonados, cajas y bolsas de plástico negras, lo que quebrantaba ampliamente las normas de seguridad establecidas. Había otra puerta de emergencia, dotada de barras antipánico, que conducía hacia una escalera que subía hasta el nivel de la calle. Las barras de la puerta que había al final de la escalera estaban sujetadas, de forma ilegal, con un candado para bicicleta.

      Nightingale conocía un hechizo que podía sacar de golpe la cerradura de su cavidad, pero al parecer a mí todavía me quedaba un año para aprenderlo, así que tuve que improvisar. Me detuve a una distancia prudencial y lancé una de mis fallidas bombas de luz sobre el candado. Lo que les falta de delicadeza lo compensan con agresividad. El calor me hizo dar un paso atrás y, al entrecerrar los ojos, conseguí ver la caída del candado dentro de la burbuja ondulante. Cuando supuse que el candado estaría bien ablandado, dejé de hacer el hechizo y la burbuja explotó como una pompa de jabón. Entonces formulé mentalmente la agradable forma impello. Era la segunda forma que había aprendido, así que sé que es algo que se me da bien. Impello mueve las cosas de sitio, en este caso la línea central de las dobles puertas. Abrió las puertas de golpe, rompiendo el candado y dando un portazo tan fuerte que sacó una de sus bisagras.

      Era algo impresionante, aunque lo dijera yo mismo. Los rebeldes, que había subido las escaleras detrás de mí, pensaban lo mismo sin duda.

      —¿Qué coño ha sido eso? —preguntó James.

      —Chicle aluminotérmico —dije con optimismo.

      Sonó la alarma del club, por lo que había llegado la hora de ponerse en marcha. Los rebeldes y yo recorrimos sin preocupación los cincuenta metros que nos faltaban para doblar la esquina y salimos a Frith Street en un tiempo récord. Era lo bastante tarde como para que los turistas ya estuvieran de vuelta en sus hoteles y las calles se hubieran convertido en un hervidero de chavales y marimachos.

      James se puso delante de mí e hizo que me detuviera.

      —Esto tiene algo que ver con la muerte de Cy, ¿verdad?

      Estaba demasiado hecho polvo como para discutir.

      —Tal vez —contesté—. No lo sé.

      —¿Le ha hecho alguien algo a Cyrus? —preguntó.

      —No lo sé —dije—. Si acabarais de dar un concierto, ¿a dónde iríais?

      James parecía estar confuso.

      —¿Cómo?

      —Échame una mano, James. Estoy intentando encontrar al trombonista… ¿a dónde iríais?

      —El Potemkin abre hasta tarde —dijo Max.

      Aquello tenía sentido. Allí había comida y, lo más importante, alcohol hasta las cinco de la mañana. Bajé Frith Street acompañado de los partisanos. Querían saber lo que estaba ocurriendo… y yo también. James, en particular, se mostraba peligrosamente cauto.

      —¿Te preocupa que pueda pasarle lo mismo a ese trombonista? —preguntó.

      —Tal vez —contesté—. No lo sé.

      Giramos hacia Old Compton Street y nada más vimos las luces azules intermitentes de la ambulancia, supe que había llegado tarde. Estaba aparcada en el exterior de un club con las puertas traseras abiertas y, a juzgar por lo despacio que se movían los técnicos de emergencias sanitarias alrededor de la víctima, o estaba ilesa o muerta. Yo no apostaba porque estuviera ilesa. Una multitud de mirones ocasionales se habían reunido bajo la atenta mirada de una pareja de oficiales de apoyo a la comunidad policial y un agente que reconocí de la época que pasé en la comisaría de Charing Cross.

      —Purdy —exclamé y echó un vistazo—, ¿qué tenéis?

      Purdy avanzó pesadamente. Cuando llevas puesto un chaleco antipuñaladas, el cinturón con el equipo, una porra extensible, un casco con forma de pezón, un arnés sobre los hombros, el walkie-talkie, las esposas, el spray de pimienta, la libreta y las chocolatinas Mars de emergencia, solo puedes avanzar torpemente. Phillip Purdy tenía la reputación de ser un «policía de uniforme», lo que significaba que nada se le daba bien, salvo llevar puesto el uniforme. Pero eso me valía ahora mismo, porque los policías eficaces hacen demasiadas preguntas.

      —Recogida en ambulancia —dijo Purdy—. Un tío acaba de morirse en medio de la calle.

      —¿Echamos un vistazo? —lo expresé como una pregunta. Con amabilidad se llega a cualquier parte.

      —¿Estás de servicio?

      —No lo sabré hasta que eché un vistazo —dije.

      Purdy gruñó y me dejó pasar.

      Los técnicos de emergencias sanitarias estaban levantando a la víctima para subirla a la camilla. Era más joven que yo, de piel oscura y con rasgos africanos. Apostaría por nigeriano o ghanés si tuviera que adivinarlo o, lo que era más probable, uno de sus padres era de uno de esos países. Llevaba ropa elegante: unos chinos color caqui y una chaqueta a medida. Los técnicos de asistencia sanitaria habían rasgado su camisa blanca de algodón, que aparentaba ser carísima para utilizar el desfibrilador. Tenía los ojos abiertos y vacíos, eran de color marrón oscuro. No me hacía falta acercarme más. Si el cuerpo consiguiera tocar Body and Soul más alto, me habría puesto a acordonar la calle y vender entradas.

      Le pregunté a los técnicos de asistencia sanitaria la causa de la muerte, pero ellos se encogieron de hombros y dijeron que una insuficiencia cardíaca.

      —¿Está muerto? —preguntó Max detrás de mí.

      —No, solo está meando tumbando —respondió James.

      Le pregunté a Purdy si llevaba alguna identificación y él me tendió una bolsa hermética con una cartera dentro.

      —¿Esta es tu ronda? —preguntó.

      Asentí, agarré la bolsa y firmé con cuidado el papeleo, para garantizar la cadena de custodia ante futuros procedimientos jurídicos, antes de metérmelo todo en el bolsillo del pantalón.

      —¿Había alguien con él?

      Purdy sacudió la cabeza.

      —Yo no vi a nadie.

      —¿Quién llamó a emergencias?

      —Ni idea —dijo Purdy—. Es probable que fuera desde un móvil.

      Los oficiales como Purdy le dan a Scotland Yard esa admirable reputación respecto a la atención al ciudadano, lo que nos convierte