y las escaleras. La inundación había dejado prácticamente vacías las paredes: los cuadros, el papel pintado, incluso la mayor parte del yeso, que se había desconchado como en granos y hacía que fuera difícil subir algunos escalones. Pero Bill se había enfrentado a muchos obstáculos desde que Candy estaba en Abarat y los había superado. No iba a dejar que unos pocos escalones sucios lo disuadieran de emprender este viaje.
Experimentó unos pequeños instantes de frío y humedad mientras pasaba con cautela de una madera agrietada a la siguiente. Pero la suerte no le abandonó. Llegó al rellano, que era más firme que las escaleras, sin ningún incidente. Hizo una breve pausa para orientarse; después empezó a desplazarse por el pasillo hacia la habitación situada al fondo, de la que, estaba seguro, salía el extraño sonido que lo había conducido hasta allí.
La habitación aún conservaba la puerta, que estaba entreabierta. Se detuvo delante de ella, casi de forma reverencial, y entonces, con la mera presión de dos dedos, la empujó. La puerta se abrió con un crujido. El brillo de la luna iluminaba la mitad de la habitación; el resto estaba a oscuras. Sobre los tablones iluminados por la luna vio esparcida la causa del sonido que había escuchado. Docenas de pájaros, unas criaturas comunes a las que no podría haber puesto nombre, aunque estuvieran en la calle Followell siempre que salía. Estaban tirados en el suelo, como si una fuerza despiadada les sujetara las cabezas contra los tablones. Se agitaban salvajemente y batían las alas con tanta violencia que el lugar estaba plagado de plumas que la constante corriente de aire ascendente, producida por el pánico de las alas, mantenía en circulación.
—¿Qué es esto…? —se dijo a sí mismo entre dientes.
En la mitad oscura de la habitación se movió algo. Algo que Bill sabía que no era un pájaro.
—¿Quién anda ahí? —preguntó.
Hubo un segundo movimiento en la oscuridad y, de repente, algo salió disparado de entre las sombras y apareció en el manto de la luz de la luna. Aterrizó entre los pájaros acongojados, a no más de uno o dos metros de donde estaba Bill. Después se levantó de un salto, de forma que golpeó la pared bañada por la luz de la luna que estaba en frente de la puerta. Bill solo distinguió una imagen borrosa.
Podría haber sido un mono de colores vivos, salvo porque nunca había visto a un mono que se desplazara tan rápido. El movimiento llevó a los pájaros a un nuevo delirio y algunos, sumidos en el terror, encontraron la fuerza suficiente para escapar de su trampa. Se elevaron hasta llegar a la mitad de la habitación, en apariencia incapaces de dejar atrás la presencia de lo que fuera que los había llevado hasta allí, a pesar del techo abierto que tenían encima.
Sus agitados vuelos en círculo hacían que a Bill le resultara más difícil hacerse una idea clara de aquella cosa.
¿Qué era esa extraña entidad sujeta a la pared? Parecía estar hecha de tela más que de piel: un conjunto de cuatro, quizás cinco, materiales de colores que iban del lívido escarlata al negro reluciente con un toque de azul brillante.
La bestia no parecía tener ninguna anatomía reconocible; no había ninguna parte que recordase a una cabeza, ni ningún rasgo que pudiera haber estado en un rostro: no tenía ojos que Bill pudiera identificar, ni orejas, ni nariz, ni boca. Bill se sentía totalmente decepcionado. No cabía duda de que esta no podía ser la respuesta al misterio de sus búsquedas nocturnas por el pueblo. La respuesta que había estado buscando debía ser algo más que unos fragmentos sin forma de fieltro manchado.
Sin embargo, aunque había pocas cosas en la criatura que encontrara atractivas, seguía sintiendo curiosidad por ella.
—¿Qué eres? —se preguntó, más para sí mismo que para la cosa.
La respuesta de la criatura, para gran sorpresa de Bill, fue estirar sus cuatro extremos y atraer hacia sí misma todas sus energías. Entonces, de un impulso, saltó de la pared y voló hacia Bill como si una mano invisible hubiera tirado de ella.
Bill se mostró demasiado lento, y demasiado sorprendido, para esquivarla. La cosa se enrolló alrededor de él y lo dejó completamente ciego. En aquella repentina oscuridad, el sentido del olfato de Bill se activó al máximo. ¡Aquella bestia apestaba! Desprendía el hedor de un abrigo de pieles pesado que se había guardado empapado y se había quedado en el armario pudriéndose desde entonces.
El hedor le oprimía, le repugnaba. Agarró la cosa e intentó arrancársela de la cabeza.
—Por fin —dijo la criatura—, William Quackenbush ha escuchado nuestra llamada.
—¡Suéltame!
—Solo si nos escucha.
—¿Nos?
—Sí. Está escuchando cinco voces. Somos cinco, William Quackenbush, los que estamos aquí para servirle.
—¿Para… servirme? —Bill dejó de luchar con la cosa—. ¿Quieres decir… algo así como… para obedecerme?
—¡Sí!
Bill sonrió y escupió un poco.
—¿A cualquier cosa que diga?
—¡Sí!
—¡Entonces dejad de asfixiarme, estúpidos!
Los cinco respondieron desenrollándose al instante de su cabeza y volvieron a la pared.
—¿Qué sois?
—Bueno, ¿por qué no? Si no le gusta la verdad porque parece una locura, entonces habrá aprendido algo, ¿no es así? —se dijo la cosa a sí misma. Después se dirigió a Bill—. Una vez fuimos cinco sombreros que pertenecíamos a los miembros del Círculo Mágico Nonciano. Pero mataron a nuestros dueños y el asesino celebró entonces haber conseguido lo que quería con un ataque al corazón. Así que nos quedamos buscando a alguien a quien conceder nuestros poderes.
—Y me habéis elegido a mí.
—Desde luego.
—¿Cómo que «desde luego»? Nadie me ha escogido nunca voluntariamente para nada.
—¿Por qué cree que ha sido, señor?
Bill supo la respuesta sin tener que pensarla.
—Por mi hija.
—Sí —dijo la cosa—. Ella tiene un gran poder. No cabe duda de que le viene de usted.
—¿De mí? ¿Qué significa eso?
—Significa que usted poseerá una mayor influencia de la que nunca soñó que podría tener. Ni siquiera en los sueños disparatados en los que se convierte en una divinidad.
—Yo nunca he soñado con ser Dios.
—¡Despierte entonces, William Quackenbush! ¡Despierte y acepte la realidad!
Aunque Bill ya estaba despierto, su yo interno comprendió instintivamente la gran importancia que tenía lo que le estaban diciendo. La expresión de su rostro se abrió como una puerta y todo lo que había detrás de ella llamó la atención de la criatura que había sido una vez varios sombreros.
—¡Mírese, pequeño Billy! —dijo con sus cinco voces cambiando y armonizando de repente con admiración—. ¡Desprende un gran resplandor! Una luz tan fuerte y clara como para ahuyentar el miedo por completo.
—¿Yo?
—¿Quién si no? Piense, pequeño Billy. Piense. ¿Quién podría librarnos del terror que su hija está a punto de liberar sobre el mundo si no es usted, la persona que la creó?
En el momento en el que la criatura había hablado del «resplandor» de Bill, los numerosos pájaros silenciosos que Bill había visto se alzaron en el aire y lo rodearon en un remolino de ojos negros y alas que batían.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Bill a la cosa sin forma.
—Le están rindiendo homenaje.
—Pues no me gusta.
—¿Qué