sacudió la cabeza.
—Los dos estáis locos —observó.
—Bueno, si las cosas nos van mal, no tienes ningún motivo para culparte, Ruthus —dijo Candy—. Estamos haciendo esto a pesar de tus buenos consejos. —Hizo una pausa y sonrió—. Y volveremos a verte.
Malingo ya había salido del bote y se estaba agachando en el pequeño escalón para intentar abrir la puerta, para lo que no tuvo que hacer fuerza.
—Gracias de nuevo —le dijo Candy a Ruthus.
Salió del barco y se introdujo por la pequeña puerta toscamente pintada detrás de Malingo.
Antes de traspasar el umbral, sin embargo, se volvió para echar una ojeada a la orilla. No tenía la opción de decirle adiós a Ruthus. Las posesivas aguas del Izabella ya se habían adueñado del pequeño barco y lo alejaban de la isla mientras los cangrejos alados aplaudían la huida de la nave con una ovación mezclada de alas y pinzas.
Capítulo 7
Los pesares del Hijo Malo
Un camino empinado de escaleras estrechas serpenteaba hacia arriba desde la puerta del muro entre los árboles. Candy y Malingo lo subieron. Aunque a través del follaje rojo anaranjado había un manto de luminosidad visible, muy poca llegaba hasta el camino. Había, no obstante, pequeñas lámparas dispuestas junto a los escalones para iluminarlo. Más allá de su alcance, los matorrales eran densos, y la oscuridad, más densa aún. Pero no estaba deshabitado.
—Hay muchos ojos fijos en nosotros —dijo Candy en voz muy baja.
—Pero no hay ruido. No pían los pájaros. No zumban los insectos.
—A lo mejor hay algo más aquí. Algo que les asusta.
—Bueno, si lo hay —dijo Malingo con una ligereza fingida—, espero que sepa que hemos venido aquí a causar problemas.
Su actuación obtuvo una respuesta.
—Dices que habéis venido a causar problemas, geshrat —dijo una voz joven—, pero decirlo no lo convierte en verdad.
—¿Por qué estáis aquí? —preguntó una segunda voz.
—Los hijos —le murmuró Malingo a Candy, aunque sus palabras apenas eran audibles para la muchacha, que estaba a un solo escalón de él.
—Sí —contestó la primera voz—. Somos los hijos.
—Y os oímos —se mofó la segunda—, por muy bajo que susurréis. Así que no perdáis el tiempo.
—¿Dónde estáis? —les preguntó Candy a medida que subía despacio otro escalón y escrutaba las sombras de la derecha, dirección desde la que parecían llegar las voces.
Conjuró rápidamente en su mano una pequeña bola de luz tenue: una llama fría que había aprendido a conjurar de Boa. Había sido, pensó vagamente Candy, una de las primeras muestras de magia que Candy había birlado del repertorio de la princesa. La apretó con fuerza.
Llegaría el momento en el que tendría a uno de los hijos de Laguna Munn lo suficientemente cerca para…
¡Ahí! Una sombra se movió frente a su campo de visión. Candy no titubeó. Levantó el brazo y lanzó la bola. Soltó un resplandor blanco, amarillento y azul, y su luz se esparció solamente sobre la figura a la que Candy le había ordenado iluminar. La luz tenue hizo su trabajo y Candy vio al primero de los hijos de Laguna Munn. Tenía el aspecto de un pequeño demonio, pensó Candy, con sus cuernos raquíticos y su cuerpo achaparrado hecho de sombras y fragmentos de colores, como si hubiera estado en medio de la explosión de una vidriera policromada que no le había llegado a herir porque su cuerpo estaba hecho del Lado Oscuro de la Luna Gelatinosa.
Cuando habló, como ahora hacía, su voz no pegaba en absoluto con su apariencia. Tenía la voz precisa y bien cultivada de un niño que ha ido a una buena escuela.
—Soy el Niño Malo de mamá —dijo.
—Oh, ¿en serio? ¿Y cómo te llamas?
Suspiró como si la pregunta supusiera una gran dificultad.
—¿Qué ocurre? —dijo Candy—. Solo te he preguntado tu nombre.
Había algo en su alma sencilla y humilde de Minnesota que no conectaba con el autoproclamado Niño Malo de Laguna Munn.
—Oh, no lo sé… —contestó mientras se mordisqueaba la uña del pulgar—. Es difícil elegir cuando tienes tantos. ¿Te gustaría saber cuántos nombres tengo?
No quería saberlo.
—Está bien, te escucho. ¿Cuántos?
—Setecientos diecinueve —dijo con bastante orgullo.
—Vaya —dijo Candy de manera inexpresiva.
—Porque puedo. Mamá me dijo que podía tener todo lo que quisiera, así que tengo muchos nombres. Pero puedes llamarme… ¿Mermelada Belicosa? ¡No, no! ¿Pastelero Hambadikin? ¡No! B’gog! ¡Sí! ¡Jollo B’gog está bien!
—Vale. Yo soy…
—Candy Quackenbush de Chickencoop.
—Chickentown.
—Coop, town… qué más da. Y ese es tu amigo el geshrat, Malingo. Lo salvaste de seguir siendo el esclavo del mago Kaspar Wolfswinkel.
—Está claro que has hecho los deberes —dijo Candy.
—Deberes… deberes… —dijo Jollo B’gog dándole vueltas a la palabra—. Oh. Trabajo que le asignan los tutores a los estudiantes en tu mundo, que intentan no hacer de cualquier forma posible —sonrió.
—Eso es —dijo Candy—. ¡Has dado en el clavo!
—¡En el clavo! —dijo en tono triunfal Jollo B’gog—. ¡He dado en el clavo! ¡He dado en el clavo!
—Parece que te estás divirtiendo —dijo una mujer en alguna parte más allá del haz de luz que Candy le había arrojado a Jollo.
El buen humor del chico desapareció de inmediato, no por miedo, pensó Candy, sino por una especie de respeto por la que había hablado.
—¿Niño Malo? —dijo.
—Sí, mamá.
—¿Puedes buscarle a Malingo, nuestro invitado, algo para comer o beber, por favor?
—Por supuesto, mamá.
—Y mándame a la chica.
—Como desees, mamá.
Candy quería señalar que ella también estaba hambrienta y sedienta, pero sabía que no era el momento de decirlo.
—Vale, ya has oído a mamá —le dijo Jollo a Candy—. Quiere que vayas con ella, así que todo lo que tienes que hacer es seguir el ojo plateado. —Señaló un ojo de treinta centímetros de ancho, con una pupila negra y una lente plateada, que planeaba entre los árboles.
—¿Crees que debería ir contigo? —le dijo Malingo a Candy.
—Si te necesito, te juro que gritaré. Muy, muy alto.
—¿Satisfecho? —le preguntó Jollo a Malingo—. Si mamá intenta comérsela, gritará.
—Tu madre no se la…
—No, no lo haría, geshrat —respondió Jollo—. Era una broma. ¿Un chiste?
—Sé lo que es un chiste —dijo Malingo sin parecer estar muy seguro. Buscó a Candy, pero ya estaba fuera del camino, siguiendo el ojo plateado para adentrarse en la oscuridad de entre los árboles.
—Venga, geshrat. Vamos a darte de comer —dijo Jollo—. Si oyes que Candy grita, puedes irte directo