Clive Barker

Medianoche absoluta


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isla de Laguna Munn parecía pequeña desde el barco de Ruthus, pero ahora que Candy recorría las pendientes oscuras parecía muchísimo más grande de lo que había esperado. Había dejado la luz tenue a sus espaldas, pero el ojo plateado desprendía su propio resplandor mientras la guiaba a través de los densos matorrales. Se alegró de contar con su guía. El terreno bajo sus pies era cada vez más escarpado y los árboles entre los que se movía (a veces tenía que abrir a la fuerza un hueco para atravesarlos) se volvían más nudosos y viejos a cada paso.

      El viento soplaba en las elevaciones más altas; hacía que los viejos árboles crujieran y que sus ramas dejaran caer una lluvia de hojas y frutos maduros. Candy no dejó que nada de aquello la distrajera de su guía. Lo siguió tan de cerca como el trayecto repleto de maleza le permitía, hasta que la llevó hasta un lugar en el que las ramas más bajas de los árboles habían entrelazado sus ramitas con los arbustos de debajo, con lo que formaban un muro de madera entretejida. Candy se quedó delante de él un instante mientras el ojo arrojaba su luz sobre las ramitas entrelazadas. Pasaron unos segundos y entonces un movimiento resplandeciente traspasó el muro, y donde el ojo había iluminado el muro con su luz, este se desató y se abrió una estrecha puerta. Los árboles y arbustos aún estaban separados cuando la voz que le había hablado a Jollo dijo:

      —O entras o te vas, muchacha. Pero no te quedes ahí parada.

      —Gracias —dijo Candy, y dio un paso entre las ramas retorcidas.

      Había llegado al punto más alto de la isla. Allí el viento susurraba en círculos, haciendo que la carga de hojas que llevaba subiera y bajara en torno a Candy. Sin embargo, no todo eran hojas en las ráfagas circulares. También había animales, criaturas de todos los tamaños y formas que se movían a su alrededor, con los costados a veces tan pálidos como la luna, a veces tan rojos como el sol al atardecer; sus ojos lanzaban destellos verdes y dorados y todos dejaban un rastro de movimiento en el aire sombrío.

      No podía estar segura de si estaba presenciando una alegre carrera o una persecución a vida o muerte. Fuera lo que fuera, de repente giró en su dirección y tuvo que tirarse al suelo, donde se protegió la cabeza con las dos manos mientras sentía que la estampida de seres vivos pasaba por encima de ella. Ahora había mucho ruido. No era solo la ráfaga de viento, sino el estruendo de pezuñas y patas y los chillidos, rugidos y aullidos de quizás miles de especies, o tal vez el doble de eso.

      —¿Todavía no sabes diferenciar entre una cosa soñada y una viva? —dijo Laguna Munn, cuya voz sonaba más cerca para Candy que el sonido del paso de los animales.

      —¿Soñada…? —preguntó Candy.

      —Sí, niña —respondió Laguna—. Soñada. Imaginada. Conjurada. Inventada.

      Candy se atrevió a lanzar una mirada prudente hacia arriba. Dijese lo que dijese la hechicera, las pezuñas y las patas que seguían corriendo por encima de la cabeza de Candy parecían reales y extremadamente peligrosas.

      —Es una ilusión —dijo Laguna Munn—. Levántate. Continúa. Si no confías en mí, ¿cómo va a funcionar nada de lo que intente hacer por ti?

      Candy vio que tenía sentido. Levantó la cabeza un poco más. La violencia del torrente de vida galopaba sobre la cúpula que protegía sus pensamientos. Le dolía. No solamente en el cráneo, que crujía bajo el ataque de las pezuñas, sino en los huesos de la cara y en los delicados tejidos que protegía.

      Si no sobrevivía al ataque, no encontraría a nadie más que pudiera decirle lo que Laguna Munn podía.

      Se levantó.

      ¡Por el amor de Lou, cómo dolía! Aunque fuera una ilusión, seguía siendo lo suficientemente convincente como para hacer que le sangrara la nariz. Se la limpió con la palma de la mano, pero le siguió de inmediato otro chorro. Y aun así los animales seguían rugiendo, la violencia de su paso la golpeaba mientras continuaban.

      —Sé que estás ahí, Laguna Munn —dijo—. No podrás esconderte para siempre. Sal. Muéstrate.

      Sin embargo, las criaturas siguieron llegando; su paso sobre ella era más potente que nunca. La sangre le bajaba de la nariz a la boca. La probó: cobre y sal. ¿Durante cuánto tiempo más podría aguantar su cuerpo esta arremetida incesante? La hechicera no la dejaría morir si fracasaba, ¿verdad?

      —No voy a morir —se dijo Candy a sí misma.

      Intentó forzar la vista a través del conjuro una vez más… y de nuevo el conjuro la aplastó con su autenticidad.

      «Nunca lo conseguirás sin mí», dijo Boa.

      —Entonces ayúdame.

      «¿Por qué debería hacerlo?»

      Una ola de rabia se sublevó dentro de Candy. Estaba harta de Boa; harta de todas las mujeres egocéntricas con más poder que compasión con las que se había encontrado, empezando por la señorita Schwartz y terminando con Mater Motley. Ya estaba harta de ellas, de todas ellas.

      Y por fin sus ojos empezaron a agujerear la ilusión que la estaba golpeando y consiguió ver a la misteriosa Laguna Munn. Era lo que la madre de Candy, Melissa, habría llamado una «mujer de huesos grandes», con lo que habría querido decir gorda.

      —Te… veo… —dijo Candy.

      —Bien —respondió Laguna Munn—. Entonces podemos empezar.

      Laguna levantó la mano y cerró el puño. La marea de cosas vivas se detuvo de golpe y dejó a Candy con los huesos doloridos, un zumbido en la cabeza y la nariz sangrando. Laguna habló; su voz era dulce.

      —No esperaba conocerte, aunque sentía curiosidad, lo reconozco. Pensaba que el Fantomaya gozaba de tu cariño.

      —El Fantomaya es la razón por la que estoy aquí —dijo Candy.

      —Ah, así que alguien te ha estado contado historias.

      —¡No es solo una historia! —le espetó Candy.

      La ira seguía borboteando dentro de ella.

      —Cálmate —le dijo Laguna Munn. Dio la impresión de que se levantaba de su asiento y se acercaba a Candy sin haber dado un solo paso—. ¿Qué he visto en tu cabeza, muchacha?

      —Algo que no soy solo yo —dijo Candy—. A otra persona.

      Los ojos de Laguna, que ya de por sí eran grandes, se abrieron y brillaron aún más.

      —¿Conoces el nombre de esta otra persona que está en tu cabeza?

      —Sí. Es la princesa Boa. Las mujeres del Fantomaya le arrebataron el alma a su cuerpo.

      —Estupideces, estupideces —se murmuró a sí misma Laguna Munn.

      —¿Por mi parte? —preguntó Candy.

      —No, no por tu parte —respondió Laguna—. Por la suya. Jugaron con cosas que nada tenían que ver con ellas.

      —Vale, lo hicieron. Y yo ahora quiero deshacerlo.

      —¿Por qué no has acudido a ellas?

      —Porque no saben que lo sé. Si hubieran querido que nos separásemos con el tiempo, me habrían dicho que ella estaba ahí, ¿no crees?

      —Supongo que es lo razonable, sí.

      —Además, ya han asesinado a una de ellas por mi presencia en Abarat…

      —De manera que, si alguna otra bruja tiene que morir, prefieres que sea yo.

      —No era eso lo que quería decir.

      —Es a lo que ha sonado.

      —¿Qué pasa en este sitio? ¡Todo el mundo juega a tonterías! Me pone enferma. —Volvió a limpiarse la sangre de la nariz—. Si no vas a ayudarme, entonces lo haré yo sola.

      Laguna Munn no intentó ocultar su asombro o el torrente de admiración que lo acompañó.

      —¡Por