Clive Barker

Medianoche absoluta


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que quieres decir?

      —No, no necesariamente —dijo. Después levantó la mano, que tenía cerrada en un puño, y la abrió.

      Candy metió la mano en el bolsillo y sacó la fotografía que se habían hecho Malingo y ella en el mercado de la ciudad portuaria de Tazmagor, en Qualm Ha. Ahora mismo llevaba puesta la misma ropa que en la imagen. Se había comprado esas prendas por capricho, pero ahora que las observaba más de cerca, se dio cuenta de que se parecía a su madre de una manera asombrosa. Volvió a guardarse la foto en el bolsillo con rapidez. Laguna Munn tenía razón: cuando todo hubiera acabado, iba a cambiarse de ropa tan pronto como le fuera posible. Se vestiría como el Presente, decidió, llena de color y felicidad.

      Antes de que apartara definitivamente sus pensamientos, Candy vio que algo brillante se dirigía en su dirección desde la mano de Laguna Munn. Venía demasiado deprisa como para adivinar lo que era, pero sintió cómo la golpeaba como una ráfaga de viento frío. Hubo un parpadeo de luz en su cabeza y, para cuando se hubo extinguido, Laguna Munn había desaparecido, dejando solo al pobre y gris Covenantis junto a Candy.

      —Bueno, supongo que es mejor que vengas conmigo entonces —dijo sin mostrar el menor entusiasmo por realizar aquella tarea.

      Candy se sacudió de la mente las últimas reverberaciones de aquella luz y siguió al chico. Como él iba delante, echó el primer vistazo a la parte inferior de su anatomía. Hasta ahora se había sentido tan atrapada por la expresión de pena de su rostro que no se había dado cuenta de que debajo del cinturón su aspecto era más el de una babosa del tamaño de un niño que el de un muchacho. Sus piernas se fusionaban en una sola; un tubo invertebrado de músculos de un verde grisáceo sobre el que se sostenía la parte superior del cuerpo, que era simplemente la de un chico normal.

      —Sé lo que estás pensando —dijo sin volverse para mirar a Candy.

      —¿Y qué estoy pensando?

      —¿De verdad puede ser ese el hijo que hizo de todas sus bondades? Porque no tiene aspecto de ser muy bueno. De hecho, parece una babosa.

      —Yo no pensaba…

      —Sí lo pensabas.

      —Tienes razón, estaba pensando eso.

      —Y tú también tienes razón: parezco una babosa. Lo he meditado mucho. De hecho, es realmente lo único en lo que pienso.

      —¿Y qué has descubierto después de pensarlo tanto?

      —No mucho. Solo que Madre nunca quiso verdaderamente el bien que hay en ella. Pensó que era aburrido. Inútil.

      —Bueno, estoy segura…

      —No —dijo mientras levantaba la mano para evitar que Candy le lamiera las heridas—. Eso solo lo empeorará. Mi madre se avergüenza de mí. Esa es la verdad, simple y llanamente. Es mi pequeño hermano diabólico, con sus brillantes sonrisas, el que se lleva toda la gloria. Es lo que suelen llamar una paradoja, ¿no? Yo estoy hecho del bien, pero no soy nada para ella. Él está hecho del mal y adivina: ella lo adora por ello. ¡Lo adora! Así que ahora él es el hijo bueno, después de todo, por todo el amor que ha recibido. Y a mí, que soy a quien hicieron de toda su compasión y gentileza, me han dejado al margen.

      Candy sintió que un ápice de ansiedad la recorría de arriba abajo. Entendía las palabras de Covenantis con demasiada claridad porque conocía la reluciente belleza de la maldad. La había visto y, en algunos sentidos, se había sentido atraída por ella. ¿Por qué si no se habría sentido tan comprensiva con Carroña?

      —Quédate aquí mientras enciendo las velas —dijo Covenantis.

      Candy esperó mientras el chico se encaminaba hacia las sombras. Solo cuando se hubo marchado los pensamientos de Candy volvieron a centrarse en el extraño gesto que Laguna Munn había hecho antes de desaparecer. Y con ese recuerdo llegaron otros, provocados por el don de la mujer, y Candy se dio cuenta exactamente de cuántas coincidencias, maniobras instintivas y giros del destino eran en realidad pedazos de la magia de Boa que estaban activos dentro de ella.

      Ahora lo recordaba todo con una extraña claridad: se acordaba de las palabras que habían acudido espontáneamente a su boca en el Parroto Parroto («¡Jassassakya-thüm!») y que, cuando las pronunció, se habían llevado al monstruoso Zethek; recordaba los instintos que, cuando Mamá Izabella la había perseguido a través de las praderas, le habían permitido relajarse cuando el ente consciente la agarraba y bien podría haberla ahogado si hubiera causado algún problema; se acordaba de la forma en que había caído en un patrón de intercambios agridulces con Carroña, quien la habría matado en un abrir y cerrar de ojos si no hubiera detectado en su interior algo que ya conocía. No, que amaba.

      Por primera vez, Candy se dio cuenta de cuánto de Boa podría haber en ella y sufrió un ataque de pánico.

      —Oh, no —dijo—. Creo que no puedo hacerlo.

      «Por supuesto que puedes. Has llegado hasta aquí, ¿no?»

      —¿Crees que dolerá?

      «¿Doler?», respondió Boa. «¿Doler? Un dedo amputado duele, muchacha. Una costilla rota. Pero esto es el fin de la unión de las almas que te han definido desde que naciste. Cuando la conexión entre nosotras se haya cortado, perderás para siempre partes de tu mente que pensabas que eran tuyas».

      —Pero eran tuyas. Eres tú.

      «Sí».

      —Entonces ¿por qué habría de quererlas?

      «Porque supondrá una agonía indescriptible perderlas. Verás, yo sé lo que es estar sola en mi cabeza, estoy acostumbrada a ello. Pero tú… no tienes ni idea de en qué te has metido».

      —Lo sé perfectamente, creo —respondió Candy.

      «Ah, ¿sí? Bueno, por si sirve de algo, dudo que te mantengas cuerda. ¿Cómo podría uno seguir estando en su sano juicio cuando no podrá reconocer su rostro en el espejo nunca más?»

      —¡Esta es mi cara! —protestó Candy—. ¡La cara de una Quackenbush!

      «Menos por los ojos».

      —¿Qué pasa con mis ojos?

      «Mirarás tu reflejo y la mente que verás devolviéndote la mirada no será la tuya. Todos los recuerdos esplendorosos que pensabas que te pertenecían, todos los preciosos misterios que creías que habías descubierto por ti misma, todas las ambiciones que te son queridas… nada de esto te pertenece».

      —No te creo. Me estás mintiendo como hiciste con Finnegan y Carroña.

      «No involucres a Finnegan en esto», dijo Boa.

      —Oh, te sientes un poco culpable, ¿verdad?

      «He dicho…»

      —Te he oído.

      Hubo unos minutos de silencio incómodo entre las dos. Entonces Boa dijo:

      «Sácame… de… esta… ¡PRISIÓN!»

      Covenantis apareció y miró a Candy con unos ojos redondos y asustados.

      —¿Has oído eso? —dijo en voz baja—. Juraría que era una voz humana. Dime que no la he oído solo yo.

      —No, Covenantis, estás perfectamente cuerdo. ¿Podrías empezar con el conjuro, por favor, antes de que se ponga sanguinaria?

      —Ya ha empezado. Voy a entrar al laberinto para preparar el lugar de la separación, sígueme hasta a él. Pero primero repite la palabra sagrada diecinueve veces.

      —¿Abarataraba?

      —Sí.

      —¿Eso cuenta como una?

      —¡No!

      Y eso fue lo último que le dijo antes de desaparecer dentro del laberinto, lo que hizo que Candy se sintiera como si, en el mismo instante en el que estaba tomando una decisión que