Clive Barker

Medianoche absoluta


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en sus manos cómo se dividían en deltas, cómo se extendían a lo largo de los cauces secos de las líneas de sus palmas y después se hundían aún más, diluyendo la superficie hasta introducirse en sus venas. Las manos se le volvieron traslúcidas; el resplandor dentro de sus músculos era tan intenso que podía ver las simples líneas remarcadas de los huesos de sus dedos y el complicado diseño de los nervios.

      El resplandor se aceleró una vez llegó a los codos, igual que fuego que el viento dirige hacia los matorrales muchos veranos secos. Ascendió rápidamente por sus brazos y le recorrió el cuerpo.

      Candy lo sintió, pero no le dolía. Era más como si le recordaran que esta era ella.

      Era real; y ser real y ella misma era… ¿qué? ¿Qué era? ¿Quién era?

      Esa era la gran pregunta, ¿verdad? Cuando los fuegos artificiales terminaran, ¿quién sería ella?

      «No eres nada», le dijo Boa tranquilamente.

      —Guárdate tus insultos insignificantes para ti, Boa —dijo Laguna Munn—. Puede que hayas sufrido un poco atrapada en la cabeza de la muchacha, pero, por el amor de Lou, existen muertes peores. Como la propia muerte en sí misma. Oh… y mientras hablamos, sé lo que estás pensando: ¡que cuando todo esto haya terminado tendrás a mis hijos correteando de aquí para allá cumpliendo tus órdenes!

      Boa no dijo nada.

      —Eso es lo que pensaba. Bueno, olvídalo. Solo hay espacio para una mujer en la vida de mis preciosos hijos.

      «Por favor», protestó Boa. «Yo nunca intentaría poner en peligro el vínculo sagrado que hay entre tus hijos y tú».

      —No te creo —respondió Laguna Munn con sencillez—. Creo que intentarías cualquier cosa si pensaras que podrías salirte con la tuya.

      «Ni soñarlo. Sé de lo que eres capaz».

      —Tal vez pienses que lo sabes, pero no tienes ni la menor idea, así que ten cuidado.

      «Entendido».

      —Bien. Ahora debería abandonar esta habitación.

      —Espera —dijo Candy—. No te vayas todavía. Me estoy mareando.

      —Será probablemente porque sigo aquí cotorreando. Tengo que dejarte para que des a luz a Boa.

      La imagen que evocaban las palabras de Laguna Munn era grotesca e hizo que Candy tuviera más náuseas que nunca.

      —Es demasiado tarde para sentirse indispuesta, niña. Estamos realizando magia negra. No es la clase de cosa que autoriza el Consejo de Yeba Día Sombrío. Si lo fuera, no estarías aquí. ¿Lo entiendes?

      —Desde luego —dijo Candy.

      Lo entendía perfectamente bien. Ocurría lo mismo en Chickentown. Había un tal doctor Pimloft cuya oficina estaba sobre la lavandería de la calle Fairkettle. Llevaba a cabo ciertas operaciones de las que a la gente le daba vergüenza hablar a sus médicos de siempre. A veces era la única opción.

      —Voy a salir de aquí —dijo Laguna— antes de que rompa el equilibrio del conjuro.

      —¿Dónde estarás? ¿En caso de que haya algún problema?

      —Saldrá bien —dijo la señora Munn—. Después de todo, queréis separaros. Así que… aquí viene el conjuro. Lo diseñé para que haga lo que necesitas, de modo que deja que lleve a cabo su trabajo.

      Se oyó un sonido detrás de la señora Munn, como si alguien estuviera empleando hachas para cortar algo, y un pájaro de sombra (o algo parecido) surgió de entre la oscuridad y voló dentro y fuera del entramado, de pared a pared, una y otra vez, antes de desaparecer en la oscuridad que había detrás de la señora Munn.

      —¿Qué era eso? —preguntó Candy.

      —La habitación se está impacientando —contestó—. Quiere que me vaya.

      Aquel fenómeno volvió a ocurrir exactamente igual que antes.

      —Debería irme —dijo Laguna Munn—. Antes de que empeore.

      Candy se sintió débil de repente y las piernas se le doblaron. Intentó que respondieran a sus órdenes, pero se dio cuenta de que ya no era la dueña de su cuerpo. Lo era Boa.

      —Espera… —empezó a decir Candy a medida que el pánico crecía en su pecho. Pero ni siquiera la lengua obedecía a sus instrucciones. Y ya era casi demasiado tarde. Laguna Munn le había dado la espalda a Candy y se preparaba para irse.

      «Se acabó», dijo la princesa.

      Candy no malgastó energía en contestarle. Estaba a segundos de perderse a sí misma para siempre. Podía sentir un estruendo rítmico, que sin duda había iniciado Boa. Se estaba tragando los rincones de su mundo y se comía su consciencia a mordiscos cada vez mayores.

      A través de una neblina silenciosa vio que Laguna Munn abría una puerta en la pared.

      «No», intentó decir Candy, pero no emitió ningún sonido.

      «Esto sería mucho más fácil si te rindieras y cedieras. Deja que Candy Quackenbush se marche. Vas a morir. Y no querrás estar viva cuando empiece a alimentarme».

      «¿Qué?», pensó Candy. «¿Me vas a comer? ¿Por qué?».

      «Porque tengo que desarrollar un cuerpo que sea para mí, niña. Eso requiere nutrientes, muchos nutrientes. ¿Se me había olvidado mencionarlo?».

      Candy quería llorar por su propia estupidez. Boa debía de haberles dado forma a estos planes a no más de unos pensamientos de distancia de donde Candy había ocultado los suyos. Pero ella le había ocultado sus intenciones por completo. No había sospechado ni un solo instante.

      «Pero ahora lo sabes», se relamió Boa. «Si te ayuda, piensa que esto es un castigo por robarme mis recuerdos sobre la magia. Sé que la muerte puede parecer un castigo demasiado severo, pero lo que hiciste fue terrible».

      «¿Yo… lo… siento?».

      «Es demasiado tarde. Se acabó. Ha llegado la hora de que mueras, Candy».

      Capítulo 12

      Una se convierte en dos

      En la lejanía, en alguna parte de la oscuridad, Candy Quackenbush creyó oír el sonido de la voz de Laguna Munn.

      —¿Covenantis? ¿Has cerrado con llave la habitación? ¡El cerrojo, muchacho!

      No hubo respuesta por parte del niño. Todo lo que Candy oía era el coro de los extraños ruidos que emitía su cuerpo agonizante. Su corazón no se había parado del todo. Cada pocos segundos todavía conseguía latir; en algunas ocasiones era incluso capaz de acompasar dos o tres latidos consecutivos. Pero la poca vida que aún le quedaba a su cuerpo era más un recuerdo que algo real: como una visión de Abarat a medida que se desvanecía. Todo había desaparecido ahora, todo estaba olvidado.

      No, olvidado del todo no. Todavía conservaba una parte de la capacidad de sus ojos para formar imágenes. Aunque ya no podía ver las paredes de la Sala de Disociación, sí podía ver, con una claridad escalofriante, una mancha de humo gris delante de su cara. Sabía cuál era su fuente: salía de su propio cuerpo.

      Estaba viendo el alma de Boa. O, al menos, su sombra acechante, que por fin se había liberado de la celda en la que las mujeres del Fantomaya la habían encerrado. Estaba libre de Candy y recuperaba sus fuerzas.

      Se impulsaba, se extendía; del torso surgían unas piernas rudimentarias y algo que tenía potencial para ser unos brazos mientras de la parte más alta crecía rápidamente un solo hilo de materia gris. En este frágil tallo se habían formado dos hojas y, encima de ellas, la forma sin desarrollar de una boca y una nariz. Y por encima de las hojas crecieron dos pétalos blancos y finos, cada uno con una explosión de azul y negro sobre