Clive Barker

Medianoche absoluta


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de que Jollo pudiera hacerle más preguntas, una figura agradable y familiar apareció entre los árboles.

      —¡Solo soy yo!

      —¡Malingo!

      —El mismo geshrat de siempre —dijo—. Pero, ¿este quién es?

      —¿Te acuerdas de Jollo? ¿El chico de la señora Munn?

      —Me recuerda tal y como era —dijo Jollo—. Antes de que Boa viniera a por mí.

      —Entonces ha funcionado —dijo Malingo.

      —Sí, ella ya no está —contestó Candy—. Pero casi acaba con el pobre Jollo.

      —Y contigo.

      —Bueno, sí, y conmigo.

      —¿Dónde está ahora?

      —Arriba, en algún sitio entre los árboles —comentó Candy.

      —Está huyendo de mi mamá —dijo Jollo. Miró a Candy—. ¿Verdad?

      —Eso es.

      —Pero yo quiero que vuelva ya. Para decirle adiós.

      —Quizás debería ir a buscarla —sugirió Candy.

      —Sí… —dijo Jollo.

      Candy agarró la mano de Jollo. Tenía los dedos sudorosos, pero estaban fríos.

      —¿Tú que crees, Jollo? Si le digo a Malingo que se quede contigo, ¿me prometes que no te… no te…?

      —¿Que no me moriré? —dijo Jollo.

      —Sí, que no te morirás.

      —Está bien —dijo—. Lo intentaré. Pero trae pronto a mamá, quiero que esté aquí conmigo si… si no puedo quedarme mucho más.

      —No digas eso —le dijo Candy.

      —Es la verdad —respondió—. Mamá dice que está mal decir mentiras.

      —Bueno, sí —dijo Candy—. Está mal.

      —Pues date prisa —dijo apartando los dedos de la mano de Candy—. Encuéntrala. —Se volvió hacia Malingo—. Una vez fuiste el esclavo de un mago, ¿no es así? —dijo.

      —Pues sí —respondió Malingo.

      —Acércate más, no puedo verte con la oscuridad. Ahí, eso está mejor. Cuéntamelo. ¿Era cruel? He oído que era cruel.

      El interés de Jollo por Candy se había esfumado; ahora toda su atención estaba centrada por completo en Malingo. Candy se levantó y los dejó para que hablaran, contenta de que el niño se entretuviera.

      —¿Y cómo te convertiste en esclavo? —le preguntó a Malingo.

      —Mi padre me vendió… —empezó a decir Malingo.

      Candy no escuchó nada más. Retrocedió hasta que ya no pudo ver a Jollo y él tampoco la veía a ella. Solo entonces le dio la espalda al lugar en el que estaba tumbado y se enfrentó a la pendiente arbolada. Esta vez no le hizo falta la magia para trazar el camino hasta la señora Munn. Podía oír la persecución que estaba teniendo lugar a través del denso manto entrelazado en la parte alta de la pendiente. Candy podía escuchar incluso el eco que producía la hechicera al llamar a Boa.

      —No hay forma de salir de esta isla, Boa.

      —Déjame en paz, ¿vale? —le gritó Boa mientras corría a toda velocidad por la copa de los árboles—. No sabía que el chico era tu hijo. Te juro que no lo sabía. Es decir, ¿cómo iba a saberlo? No hay ningún parecido.

      —¡Mentirosa! ¡Mentirosa! —gritó Candy como respuesta. Su interrupción era un eco de la de Boa de unos minutos antes. Pero tenía más cosas que decir—. Sabías exactamente quién era, Boa, porque yo lo sabía. Y si yo lo sabía, entonces…

      —¡No te metas en esto, Quackenbush! —gritó Boa—. ¡O te arrepentirás!

      —Ya me arrepiento —le gritó Candy a su vez—. Me arrepiento de haber dejado que salieras de mi cabeza.

      —¡Oh, cómo escuece el arrepentimiento! —se jactó Boa—. Bueno, ya está hecho, niña, y ya no podrá deshacerse nunca. Así que es mejor que te acostumbres. Ya estoy en el mundo y todo cambiará a partir de ahora. Todo.

      —¡Mantente alejada de ella, Candy! —voceó la señora Munn—. ¡O te hará daño!

      —No le tengo miedo —dijo Candy.

      —¡Mentirosa, mentirosa, cara de osa! —canturreó Boa.

      —Bueno, una de las dos va a tener que decir la verdad tarde o temprano —respondió Candy.

      Boa llegó por fin al árbol al pie del cual estaba Candy y miró hacia abajo a través de las hojas que definían su silueta, como si fueran planetas con anillos dorados a su alrededor. Que el cuerpo de Boa estuviera definido por el doble movimiento de unos anillos brillantes no era un accidente. Su nueva piel, pagada con el sufrimiento de Jollo, había tomado como inspiración el diseño del follaje que tenía alrededor.

      —¿Quieres la verdad? —dijo Boa, poniéndose de cuclillas sobre una rama para poder observar a Candy a través del manto de hojas—. Pues toma, aquí la tienes. Habría absorbido toda la energía vital que hay en ti para curarme por completo, pero esa bruja gorda no me dejó hacerlo en su totalidad. Y cuando hago lo único que me quedaba como opción, coger a su hijo, viene a perseguirme gritándome como si hubiera cometido un crimen. ¡Menuda mujer más ridícula!

      —¡Te he oído!

      —¿Y? ¿Crees que te tengo miedo?

      —Sé que lo tienes, ¡puedo notarlo!

      Se produjo un gran alboroto en los árboles a espaldas de Boa. Las ramas se resquebrajaban a medida que se agitaban y su movimiento se volvía más impetuoso según se aproximaba.

      —Estás muerta, vil criatura.

      —No. La muerte es lo que todos vosotros heredaréis ahora. Yo he vuelto a la vida. Pero tú… tú caerás tarde o temprano, como el crío, en el olvido. No se harán excepciones para los niños o las niñas perdidas. Todo el mundo morirá tarde o temprano. Y tú…

      Dio un salto desde la rama donde había estado posada para bajar hacia donde estaba Candy. Le agarró la cara y las dos cayeron de espaldas a través de los matorrales puntiagudos del suelo. Apartó la mano del rostro de Candy y buscó su cuello.

      —¡En tu caso será temprano!

      Capítulo 16

      Laguna Munn se enfada

      Si Candy no hubiese tenido en el punto de mira el rostro de la princesa, habría sucumbido pronto a su abrazo mortal. Pero, por suerte, solo tuvo que mirar el rostro bello y lleno de odio de Boa para seguir luchando, aunque la fuerza que ejercía alrededor de su garganta la dejaba prácticamente sin aire. Siguió pegándole a Boa en la cara, una y otra y otra vez, decidida a no permitir que la oleada de oscuridad que tenía delante de los ojos la abrumara. Pero ni siquiera con la ayuda de la furia que le hacía sentir Boa para mantenerse consciente podría refrenar aquella marea negra para siempre. Sus puñetazos eran cada vez más débiles y Boa no mostraba la más mínima señal de estar magullada o de cejar en su ataque. Bajó la vista para dirigirle a Candy la mirada implacable de un verdugo.

      Y entonces detrás de su triste rostro apareció una mezcla de colores tan caótica que los ojos cansados de Candy no lograron encontrarle sentido.

      Pero la voz que acompañaba aquellos colores era otro tema. A eso sí que le encontraba el sentido.

      —Suelta a la muchacha ahora mismo —dijo la hechicera— o te juro que te romperé todos los huesos del cuerpo, seas o no una princesa.

      Un