Clive Barker

Medianoche absoluta


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      —¿Ahora qué? —preguntó.

      Capítulo 17

      La serpiente habla

      —¿Jollo?

      No hubo respuesta por parte de la figura moribunda que había en el suelo. Tenía los ojos cerrados y las pupilas no se movían detrás de los párpados grises y finos como el papel. Malingo se arrodilló a su lado y volvió a hablarle:

      —¿Sigues ahí? —preguntó.

      Durante varios segundos no obtuvo respuesta. Entonces sus párpados verdes y pegajosos se abrieron y habló. Pronunciaba las palabras con dificultad y su voz era débil.

      —Sigo aquí. Solo necesito descansar. Oía mucho ruido con los ojos abiertos —dijo.

      Malingo le lanzó una mirada a Covenantis con la esperanza de que entendiera la importancia que tenía que Jollo confundiera los sentidos, pero su atención no estaba ni en Jollo ni en Malingo. Covenantis le daba la espalda a su hermano y escuchaba en dirección al sonido de…

      —El aire se rompe.

      —Ni siquiera sabía que el aire pudiera romperse —dijo Malingo.

      —El cristal puede verterse como la melaza si está lo bastante caliente. ¿Eso tampoco lo sabías? —respondió Covenantis—. ¿Todos los geshrats son tan tontos?

      Volvió a escucharse el ruido. Y otra vez más. Malingo miraba ahora en la misma dirección que Covenantis, curioso por saber qué aspecto tendría el aire roto. De repente, Jollo agarró a Malingo por el brazo, primero con una mano y después con las dos, y, con los ojos bien abiertos, tiró de él para incorporarse.

      —Ella está aquí —dijo mirando con una precisión estremecedora precisamente en la misma dirección que su hermano.

      A Malingo no le hizo falta preguntarle a quién se refería. Solo existía una «ella» en el universo de los chicos y todo lo que Jollo quería en ese instante era el consuelo de su presencia.

      —Mamá… —dijo Jollo—. Encuéntrala, Covenantis.

      —Ya viene, hermanito.

      —Haz que se dé prisa. Por favor.

      —No puedo hacer que se dé prisa cuando tiene un trabajo tan importante, hermano.

      —Estoy a punto de morir —dijo Jollo—. Quiero verla por última vez…

      —Calla, Jollo. No hables más de la muerte.

      —Es fácil decirlo cuando no es tu vida la que… se está apagando. —Su rostro se convirtió en una máscara trágica—. Quiero a mi mamá.

      —Vendrá tan pronto como pueda —dijo Covenantis, esta vez mucho más tranquilo y con la voz tan llena de tristeza como si supiera que, por mucha prisa que se diera, no llegaría a tiempo.

      —¡No mires hacia arriba! —exclamó la señora Munn tras otra ronda de aire roto—. ¡Tienes que estar preparada!

      —¿Qué quieres decir?

      —Querías una serpiente, ¡prepárate para usarla!

      Candy se sentía estúpida, enfadada y confusa a la vez. Nunca se hubiera imaginado que liberar a Boa se convertiría en semejante caos: la princesa había estado a punto de matar a la señora Munn, a su primogénito y a Candy, y ahora estaba atravesando las defensas de la señora Munn, sin duda luciendo todavía los Sepulcrados. El mero hecho de pensar en ellos era suficiente para provocarle arcadas, así que Candy se centró en la serpiente.

      El cuerpo de la serpiente era demasiado ancho como para que pudiera rodearla con la mano, pero no daba la impresión de querer escapar de su agarre, sino más bien al contrario. Deslizó un par de veces la longitud fría y seca de su cola alrededor de uno de sus brazos y después, levantando la gran cabeza de forma que pudiera mirar imperiosamente a Candy desde arriba, dijo:

      —Me considero a mí mismo una excelente serpiente. ¿No estáis de acuerdo?

      Su lenguaje, que era tan elegante y tranquilo como sus movimientos, no sorprendió demasiado a Candy. Para ella había supuesto una gran decepción al crecer, mucho más doloroso que averiguar que no existían ni Oz ni Papá Noel, descubrir que, aunque los animales hablaban con frecuencia en los cuentos que adoraba, pocos de ellos lo hacían en la vida real. Era completamente lógico, entonces, que una criatura que había fabricado en un momento de forma instintiva poseyera la facultad del habla.

      —¿Sois vos la que me hizo aparecer? —preguntó la serpiente.

      —Sí, soy yo.

      —Un trabajo encantador, si se me permite el atrevimiento —dijo la serpiente admirando sus espirales relucientes—. Yo no habría cambiado nada. Ni una escama. Me encuentro a mí misma… perfecta. —Parecía estar un poco avergonzada—. Oh, vaya, creo que estoy enamorado —dijo mientras se besaba sus propias espirales.

      —¿No eres venenosa? —preguntó Candy.

      —Ciertamente. Puedo probar la amargura de mi propio veneno. Una es, por supuesto, inmune a sus propias toxinas, pero si una sola gota cayera sobre vuestra boca…

      —¿Moriría?

      —Está garantizado.

      —¿Rápidamente?

      —¡Por supuesto que no! ¿De qué sirve el veneno si es rápido?

      —¿Indoloro?

      —¡No! ¿De qué sirve…?

      —¿El veneno si es indoloro?

      —Precisamente. Mi mordisco puede ser bastante rápido, pero, ¿las consecuencias? Os aseguro que son las peores que existen. Es como si un fuego estuviera cociendo vuestro cerebro y vuestros músculos se estuvieran pudriendo sobre los huesos.

      —Por el amor de Lou.

      Escuchar hablar al animal con tanto afecto sobre las agonías que podía causar hizo que Candy se acordara de Christopher Carroña. Al igual que el veneno de la serpiente, el caldo de pesadillas de Carroña había resultado mortal para otros, pero para él habían sido compañeras en las que confiaba y a las que amaba. La similitud era demasiado grande para ser una coincidencia. Candy había provisto a su serpiente inventada con un poco de la esencia de Carroña.

      La conversación con la serpiente, junto con los pensamientos de Candy sobre Carroña, habían transcurrido en unos segundos durante los que el sonido de Boa al golpear la última placa de aire se había convertido en un ruido constante y mucho más alto.

      —¿Sabe tu serpiente lo que tiene que hacer cuando entre Boa? —exclamó la señora Munn por encima del ruido—. Porque es violenta. Va a atravesar la placa muy pronto y será mejor que estés preparada.

      —Oh, creo que mi serpiente sabe hacer su trabajo —le contestó Candy también a voces.

      —¿Vuestra serpiente soy yo?

      —Siempre y cuando no os opongáis —dijo, intentando reproducir lo mejor que pudo la imitación que hacía la serpiente del estilo aristocrático.

      —¿Por qué habría de importarme? —respondió la serpiente—. En verdad, señora, me siento a la vez honrada y conmovida.

      Levantó un poco su hocico bien formado con la intención de intensificar la reverencia que vino a continuación. Candy hizo todo lo que pudo por ocultar su impaciencia (¿qué parte de ella, al pensar en una serpiente, había creado una con tanta corrección y sin sentido del humor?) pero le resultó difícil. Lo único que evitaba que perdiera la compostura era la auténtica devoción que sentía la serpiente por ella.

      —Me habéis ganado por completo —le dijo a Candy—. Mataría al mundo entero por vos, juro que lo haría.

      —Candy… —dijo