y Boa ya se había alejado un poco del lugar en el que ella estaba tumbada. Cuando se puso en pie y miró a su alrededor, las vio bastante arriba en la pendiente, separadas por varios metros pero unidas por múltiples cordones mágicos: los que había lanzado la señora Munn le clavaban los dedos llameantes a Boa, mientras que los que había conjurado Boa bailaban una despiadada tarantela alrededor de la señora Munn. Los cordones desprendían brillantes partículas de energía (algunas no más grandes que las luciérnagas, otras del tamaño de unos pájaros en llamas) que contaminaban la oscuridad de los alrededores del círculo con cenizas y madera ennegrecida por el fuego mágico de las combatientes.
Candy sabía cuándo algo le venía grande. Aquellas dos estaban intercambiando envites de una magia que ella no comprendía y que mucho menos sabría conjurar. Bajo su atenta mirada, ambas invocaron más sufrimientos y daños que lo iluminaban todo a su alrededor y volcaron su furia la una sobre la otra al gritarse en lo que Candy identificó como abaratiano antiguo, la lengua materna del propio tiempo. No entendía ni una sola sílaba de lo que se aullaban mutuamente, pero se veían extrañas pruebas de su fuerza, causadas por el fuego, en las ramas y en el suelo que había alrededor de todo el bosquecillo.
Mientras que la mayoría de los fragmentos de poder permanecían en el área de influencia, unos pocos se escaparon y, cuando encontraron entes vivos en la parte superior e inferior de las ramas, los transformaron. Fueron los pájaros acapelos de canto dulce los que arrojaron luz sobre el espectáculo al verse convertidos por la magia en bestias con algo de murciélago y también algo de lagarto. Los picos que una vez habían sido pequeños se convirtieron en hocicos del tamaño de sus cuerpos, que atravesaron la densa celosía de ramas, ramitas y hojas a medida que descendían desde sus posiciones elevadas. El techo cristalino de la cueva arrojó unos rayos de arcoíris plateados hacia abajo que iluminaron el mundo sombrío que allí había.
Durante unos segundos, Candy se sintió cautivada por las extrañas formas de vida que no dejaban de surgir desde los árboles hasta los matorrales: parientes bizarros de criaturas que podrían haberle resultado extrañas incluso en su estado normal, pero que parecían incluso más extraordinarias ahora.
El espectáculo la tenía cautivada hasta tal nivel que no notó que las dos mujeres habían dejado de pelearse bajo la cueva chamuscada y que descendían la pendiente en su dirección, hasta que oyó la voz de la señora Munn:
—¡Cógelo, niña!
Candy consiguió apartar la mirada de los animales y descubrió a Laguna Munn acercándose a través de los árboles a una velocidad extraordinaria. Venía corriendo sin miedo alguno a través de los arbustos de espinas, a no más de siete u ocho zancadas de donde se encontraba Candy.
Volvió a gritar, como si el sentido de lo que decía fuera lo suficientemente claro por sí solo.
—¡Cógelo, niña!
Y mientras chillaba y corría hacia Candy, le tendió la mano derecha, que estaba medio abierta y completamente vacía.
—Date prisa, niña. ¡La despiadada criatura que me sigue pretende quitarnos la vida!
Candy miró hacia atrás por encima del hombro de la señora Munn y vio que la recién adquirida musculatura de Boa mostraba una expresión de furia que rozaba la demencia: los ojos se le salían de las órbitas, la boca jadeaba y los labios se le enrollaban como los de un perro trastornado, dejando a la vista no solo los dientes sino también las encías. Su cuerpo, aunque seguía estando desnudo, lucía un estampado de manchas oscuras en constante cambio que se movían por debajo de la piel, dividiéndose en ronchas borrosas en un sitio y juntándose en una sola forma irregular en otro.
Incluso su rostro estaba marcado por una multitud de manchas, que después se convertían en crecientes hileras y, finalmente, en un solo diamante negro. Cada dibujo se iba transformando en otro sin que mantuvieran ninguna forma durante más de un segundo.
Por alguna razón, aquel despliegue hizo que Candy perdiera los nervios. Era literalmente enfermizo; hacía que el estómago se le revolviera y tuvo que hacer todo lo que pudo para no vomitar.
La mano medio abierta de la señora Munn estaba ahora delante de Candy.
—¡Cógelo! —dijo la señora Munn—. ¡Vamos!
—¿Coger el qué?
—Lo que veas en mi mano.
—Está vacía.
—Vuelve a mirar. Y date prisa. —Candy era consciente de que la silueta de Boa se elevaba sobre la señora Munn y que golpeaba el aire sobre ella—. No podré retenerla durante mucho más tiempo. ¡Tiene mucho poder!
Candy podía oír a Boa llamándola mientras golpeaba la Armadura de Aire que la hechicera había erigido para evitar que Boa llegara hasta ella. La Armadura, un conjuro que Candy conocía pero que no podía realizar, hacía que la voz de Boa sonara confusa y lejana, pero, aun así, Candy podía entender lo suficiente como para saber lo que intentaba Boa. Quería que Candy sintiera dudas con respecto a la señora Munn.
—Dice que estás loca —dijo Candy.
—Es probable que tenga razón —respondió Laguna Munn—. ¿Has tenido ganas de vomitar al ver los Sepulcrados?
—¿Se llaman así? Sí, ha sido espantoso.
—Si lo intenta de nuevo, corre, sácate los ojos, entierra la cabeza en el suelo… pero no mires los dibujos. Si es lo suficientemente fuerte para mantenerlos en su piel, que lo es, puede hacer que vomites las entrañas.
—Eso… eso no es posible, ¿verdad?
—Me temo que lo es. Ha estado a punto de conseguirlo conmigo hace un par de minutos, en lo alto de la colina. ¡A mí! ¡En mi propio peñón! De dónde ha sacado el poder para hacer uso de los Sepulcrados es… —Negó con la cabeza—. Es increíble.
—Se lo enseñó Christopher Carroña.
—Interesante… y, por supuesto, la pregunta sigue siendo: ¿de dónde lo sacó él? En el Más Allá no hay poderes, por eso negociabais con nosotros. Pero ni siquiera en Abarat hay alguien que pueda manejar ese poder.
Se produjo un sonido agudo y punzante a medida que más fragmentos de la Armadura de Aire de detrás de Laguna Munn se rompían por el ataque de Boa.
—Por el amor de Lou. ¿Cómo conseguiste vivir con ella?
—No era así.
—O ella eras tú y conseguiste reprimirla.
—Oh, nunca lo había pensado.
—No me extraña que fueras una mocosa insípida de batrat. Toda tu energía iba dirigida a evitar que este monstruo escapara.
—¿Quién ha dicho que yo sea una mocosa de ratbat?
—Batrat.
—Eso.
—Tú misma. Tu identidad es la piedra sobre la que te sostienes. Ahora dejémonos de…
Se sucedieron rápidamente un par de brutales punzadas y después otras tres.
—La está atravesando. ¡Coge tu arma!
Volvió a tenderle la mano a Candy y, una vez más, Candy seguía sin ver nada salvo la palma vacía. El asunto empezaba a ser desesperante. Boa y sus nauseabundos Sepulcrados estaban a una filigrana de aire de distancia.
—¡Vuelve a mirar! —insistió la señora Munn—. Mira a otra parte, despeja la mente y después vuelve a mirar. ¡Está justo ahí!
—¿El qué?
—Lo que tú quieras.
—¿Como una serpiente venenosa?
Solo tuvo que preguntarlo para que apareciera en las manos de la señora Munn: una serpiente de dos metros de largo cuyos colores, un verde amarillento tóxico con una franja negra brillante que la recorría por toda su longitud, estaban diseñados para indicarle a cualquiera que era una criatura