sirviendo a Mater, dijo:
—¿No estamos ya en Medianoche?
—Sí, esta hora se llama Medianoche. Pero ahora es Absoluta. Se acerca una Medianoche mayor que ninguna; una Medianoche que cegará cualquier sol, luna y estrellas que haya en los cielos.
Otra de las mujeres, cuyo cuerpo demacrado estaba envuelto en velos de finas telarañas, no podía acallar su incredulidad.
—Nunca he comprendido el Gran Diseño —dijo Aea G’pheet—. No parece ser posible. Tantas Horas. Tantos cielos.
—¿Dudas de mí, Aea G’pheet?
La costurera, aunque tenía la piel pálida, se puso más pálida aún. Añadió sin perder un instante:
—Nunca, mi señora, nunca. Solo estaba sorprendida, abrumada en realidad, y me expresé mal, eso es todo.
—Entonces ten cuidado en el futuro o descubrirás que te has quedado sin él.
Aea G’pheet bajó la cabeza y las telarañas brillaron al moverse.
—¿Estoy… estoy… perdonada?
—¿Estás muerta?
—No, mi señora —dijo Aea—. Sigo viva.
—Entonces debes de estar perdonada —dijo la Vieja Madre sin un ápice de humor—. Ahora volvamos al tema de Medianoche. Hay, como sabemos, muchas formas de vida que se han guarecido de la luz. Incluso la luz de las estrellas. Estas criaturas se liberarán cuando mi Medianoche amanezca y causarán tanto daño… —Hizo una pausa y sonrió al pensar en los demonios sueltos.
—¿Y la gente? —preguntó otra de las nueve.
—Cualquiera que se alce en nuestra contra será ejecutado. Y recaerá sobre nosotras el tener que derramar su sangre sin vacilación cuando llegue el momento. Y si hay alguna mujer aquí que no esté dispuesta a luchar en esta guerra bajo esos términos, que se marche ahora. No se le hará ningún daño. Le doy mi palabra de ello. Pero si elige quedarse, entonces habrá accedido a realizar el trabajo que tenemos por delante sin miedo y de mutuo acuerdo.
»El alumbramiento de Medianoche será sangriento, eso está claro, pero creedme, cuando sea la emperatriz de Abarat os elevaré a una posición tan alta que todo pensamiento que tuvierais sobre lo que es elevado parecerá una nimiedad. No seremos mujeres normales de hoy en adelante. Quizás nunca lo fuimos. No apreciamos el amor, ni a los niños, ni hornear pan. No estamos hechas para ocuparnos de la lumbre o para mecer cunas. Somos las inmisericordes, algo por lo que los hombres desesperados se romperán sus frágiles cabezas. No haremos las paces con ellos, no seremos sus gestoras. Estarán arrodillados a nuestros pies o muertos y enterrados bajo la tierra sobre la que caminaban.
Un murmullo de placer recorrió la estancia ante esa observación. Solo una de las costureras más jóvenes murmuró algo inaudible.
—Quieres preguntar algo —dijo Mater Motley, centrando la atención en ella.
—No era nada, señora.
—¡Te he dicho que hables, maldita! ¡No admitiré que haya escépticos! ¡HABLA!
Las costureras que habían estado alrededor de la joven ahora se alejaron de ella.
—Solo me estaba preguntando por la Hora Veinticinco —respondió la joven—. ¿También se verá sobrepasada por Medianoche? Porque si no…
—¿Nuestros enemigos podrían refugiarse allí? ¿Es eso lo que preguntas?
—Sí.
—Es una pregunta para la que, en verdad, no tengo respuesta —dijo Mater Motley a la ligera—. Aún no, al menos. Eres Mah Tuu Chamagamia, ¿verdad?
—Sí, señora.
—Bueno, dado que tienes tanta curiosidad sobre el estado de la Hora Veinticinco, pondré a dos legiones de cosidos a tu disposición.
—¿Para… hacer qué, mi señora?
—Para tomar la Hora.
—¿Tomarla?
—Sí. Invadirla en mi nombre.
—Pero, señora, no tengo destrezas en el terreno militar. No podría hacerlo.
—¿No podrías? ¿Te atreves a decirme que NO PODRÍAS?
Extendió el brazo con los dedos estirados. El bastón que utilizaba para matar a los cosidos voló hasta su mano desde la pared donde estaba colocado. Lo agarró, apretándolo con los nudillos blancos, y con un solo movimiento amplio señaló a Mah Tuu Chamagamia.
La joven abrió la boca para decir algo más en su defensa, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Unos rayos negros chisporrotearon desde la vara en su dirección y la golpearon en la cintura.
Emitió un sonido, no una palabra, sino un grito de horror, a medida que su espantosa destrucción se extendía en todas las direcciones desde su columna vertebral y convertía su carne y sus huesos en escamas de ceniza negra. Solo su cabeza quedó intacta, para que pudiera presenciar bien cada segundo de su desintegración.
Pero fue suficiente para que viera lo que había sido de su belleza juvenil y alzara los ojos hacia su destructora una última vez. Lo suficiente para murmurar: «No».
Entonces su cabeza se convirtió en cenizas y desapareció.
—Así es como muere una escéptica —dijo la Vieja Madre—. ¿Alguna otra pregunta?
No hubo ninguna.
Capítulo 10
Los pesares del Hijo Bueno
Laguna Munn bajó de la silla y llamó a su segundo hijo, el Niño Bueno.
—¿Covenantis? ¿Dónde estás? ¡Te necesito, niño!
Una vocecilla triste dijo «Estoy aquí, madre» y el niño que Laguna Munn había hecho, según decían, con todas sus bondades apareció. Era una criatura miserable, tan gris y apagada como su hermano, el Niño Malo, era atractivo y carismático.
—Tenemos una invitada —dijo Laguna Munn.
—Lo sé, madre —dijo con un tono de voz apagado—. He estado escuchando.
—Eso ha sido una grosería, hijo.
—No pretendía faltar al respeto, madre —respondió el niño. La regañina de su madre solo sirvió para aumentar la gran desesperanza que había en sus ojos inexpresivos.
—Guíala hasta el Círculo de los Conjuros, muchacho. Ha venido hasta aquí para hacer un trabajo peligroso. Cuanto antes empecemos, antes terminaremos sanos y salvos.
—¿Puedo quedarme y ver cómo le enseñas?
—No, no puedes. A no ser que quieras presenciar algo que pudiera suponer tu muerte.
—No me importa demasiado —dijo Covenantis encogiéndose de hombros.
Toda su vida se encontraba en ese encogimiento. No parecía importarle si vivía o moría.
—¿Dónde estarás tú? —le preguntó Candy a la hechicera.
—Justo aquí.
—Entonces ¿cómo vas a ayudarme con la separación?
Laguna Munn le dirigió a Candy una mirada irónica.
—Desde una distancia prudencial —respondió.
—¿Qué pasa si algo va mal?
—Te estaré observando —dijo Laguna Munn—. No te preocupes. Si algo va mal, haré lo que pueda para arreglarlo. Pero la responsabilidad del resultado recae en ti. Piensa que eres un cirujano que está separando delicadamente a unos gemelos que han nacido pegados. Excepto que no eres solamente el cirujano…
—También