—murmuró.
—¿La ves? —preguntó el hermano de Lupta.
—La están arrasando —asintió el Lector de Cartas.
Cerró los ojos con más fuerza, como si pudiera bloquear con una ceguera voluntaria los horrores que veía.
—¿Ha escuchado alguno de vosotros alguna historia de las personas del Más Allá? —preguntó a los niños.
Como había ocurrido antes, hubo un murmullo frenético, pero captó que uno de los visitantes instaba a Lupta a que se lo contara.
—¿Contarme el qué? —preguntó el ciego.
—Lo de las personas de un sitio llamado Chickentown. Solo son historias —dijo Lupta—. No sé si alguna de ellas es cierta.
—Cuéntamelas de todas formas.
—Cuéntale lo de la chica. Todo el mundo habla de ella —dijo un tercer miembro de la pandilla de Lupta.
—Candy… Quackenbush… —dijo el ciego, casi para sí mismo.
—¿La has visto en tus cartas? —preguntó Lupta—. ¿Sabes dónde está?
—¿Por qué?
—La has visto, ¿a que sí?
—¿Qué importaría si la hubiese visto?
—¡Tengo que hablar con ella! ¡Quiero ser como ella! La gente habla de todo lo que hace.
—¿Como qué?
La voz de Lupta se convirtió en un susurro.
—Nuestro sacerdote dice que hablar de ella es pecado. ¿Tiene razón?
—No, Lupta, no creo que tenga razón.
—Me escaparé de casa algún día, ¡eso haré! Quiero encontrarla.
—Ten cuidado —dijo el Lector de Cartas—. Son tiempos peligrosos y van a ir a peor.
—Me da igual.
—Bueno, al menos ven a despedirte, pequeña —dijo el Lector de Cartas. Rebuscó en el fondo de su bolsillo y sacó unos cuantos paterzemes—. Toma —dijo mientras le ofrecía las monedas a Lupta—. Gracias por subirme estos objetos de la playa. Repartid esto entre vosotros. Equitativamente, claro.
—¡Por supuesto! —dijo Lupta. Y, contentos por su recompensa, la niña y sus amigos bajaron por la carretera hacia el pueblo y dejaron al Lector de Cartas solo con sus pensamientos y con la colección de objetos que la corriente, los niños y las circunstancias habían llevado ante él.
La revoltosa niña y su pandilla habían llegado en el momento oportuno. Tal vez con los restos que habían subido pudiera descifrar mejor la tirada. Las cartas y aquella basura tenían mucho en común: ambas cosas eran una colección de pistas que conectaban con lo que había sido el mundo en una época mejor. Volvió a entrar en la casa, se sentó de nuevo a la mesa y recogió el montón de cartas que aún no había colocado. Solo había depositado otras dos cuando la que representaba a Candy Quackenbush apareció. Era fácil de identificar. Yo soy ellos, se llamaba la carta. No recordaba haberla visto antes.
—Vaya, vaya… —murmuró—. Mírate. —Le dio unos golpecitos con el dedo—. ¿Qué te da el derecho a ser tan poderosa? ¿Y qué interés tienes tú en mí? —La chica de la carta se lo quedó mirando fijamente desde el ojo de su mente—. ¿Estás aquí para traerme agonía o alegría? Porque te confieso que ya he sufrido más de la cuenta y no podría soportar mucho más.
Yo soy ellos lo observó con gran compasión.
—Ah —dijo él—, no se ha terminado. Al menos ahora lo sé. Sé buena conmigo, ¿de acuerdo? Si es que está en tu poder hacerlo.
Le llevó otras seis horas y media después de su conversación con Candy Quackenbush decidir que ya había terminado de leer la tirada. Juntó las cartas, las contó para asegurarse de que estaban todas y después salió de la casa llevándoselas con él. El viento se había levantado considerablemente desde que había estado allí con Lupta y su pequeña pandilla. Soplaba deprisa al dar la vuelta a la esquina de la casa y lo golpeaba mientras se acercaba al borde del acantilado con el montón de cartas agitándose en su mano.
Cuanto más lejos de la puerta se aventuraba, más inestable se volvía el suelo, que pasaba de la tierra sólida al barro y los guijarros. Las cartas se excitaban más y más con cada paso que él daba allí afuera, más allá del borde del acantilado. Los acontecimientos que habían sido incapaces de revelar eran ahora inminentes.
De pronto, el viento cogió fuerza y lo lanzó hacia adelante, como si quisiera arrojarlo al mundo. Su pie derecho se apoyó sobre el aire y se precipitó mientras veía con muchísima claridad en el ojo de su mente las olas del Izabella que había más abajo. Dos pensamientos se agolparon a la vez en su mente: uno, que no había visto esto, su muerte, en las cartas; y dos, que se había equivocado con respecto a Candy Quackenbush. Al final no se encontraría con ella, lo que le entristeció.
Entonces dos pequeñas pero fuertes manos lo agarraron de la camisa y tiraron de él para alejarlo del borde. En lugar de precipitarse a su muerte, cayó hacia atrás y aterrizó sobre su salvador. Era la pequeña Lupta.
—Lo sabía —dijo ella.
—¿Sabías el qué?
—Que ibas a hacer alguna estupidez.
—No iba a hacerlo.
—Pues parecía que sí.
—El viento me ha arrastrado, eso es todo. Gracias por salvarme y evitar que perdiera…
—¡Las cartas! —dijo Lupta.
Las sujetaba con muy poca fuerza. Cuando el viento volvió a arremeter como un torrente, se las arrebató de la mano y, con un sonido que parecía el murmullo de aplausos mientras se chocaban las unas con las otras, se llevó las cartas por el aire indiferente.
—Deja que se vayan —dijo el ciego.
—Pero, ¿cómo conseguirás dinero sin tus cartas?
—El cielo me proveerá. O no lo hará y pasaré hambre. —Se puso en pie—. En cierto sentido, esto confirma mi decisión. Mi vida aquí se ha acabado. Ha llegado el momento de ir a ver las Horas una última vez antes de que ellas y yo muramos.
—¿Quieres decir que están llegando a su fin?
—Sí. Muchas cosas terminarán pronto: las ciudades, los príncipes, las cosas buenas y las cosas malas. Todo desaparecerá. —Hizo una pausa para mirar con sus ojos ciegos hacia el cielo—. ¿Hay muchas estrellas esta noche?
—Sí. Muchísimas.
—Oh, bien, muy bien. ¿Me guiarás hasta la carretera del Norte?
—¿No quieres atravesar el pueblo? ¿Para despedirte?
—¿Tú lo harías?
—No.
—No. Llévame solo hasta la carretera del Norte. Una vez la tenga bajo los pies, sabré a dónde ir desde allí.
Primera parte
Las horas oscuras
Oh, dulces niños, queridos míos, es hora de irse a la cama.
Oh, dulces niños de párpados pesados,
os aseo y os alimento.
Es la hora de las almohadas, la hora de dormir
y de llenar vuestras mentes de sueños intrépidos.
Oh, dulces niños, queridos míos,
es hora de irse