desde su asesinato.
—Encontraron a mi madre allí sentada—dijo Candy—, esperando a que mi padre volviera con gasolina para la camioneta…
Hizo una pausa porque en su mente apareció un zumbido que sonaba cada vez más y más alto. Era como si el cráneo se le hubiese llenado de cientos de abejas furiosas. No era capaz de pensar con claridad.
—Encontraron a mi madre… —volvió a decir, consciente de que arrastraba las palabras.
—Olvídate de tu madre durante un segundo —dijo el representante de Martillobobo, un tarrie-gato bípedo llamado Jimothi Tarrie al que Candy ya conocía de antes—. ¿Qué sabes del asesinato de la princesa Boa?
—Boa.
—Sí.
Claro. Boa.
—Digamos que… bastante —respondió Candy.
Lo que ella pensaba que eran las voces de las abejas se estaban transformando en sílabas, y las sílabas en palabras, y las palabras en frases. Había alguien hablando en su cabeza.
«No les cuentes nada», dijo la voz. «Son burócratas, todos ellos».
Conocía esa voz. La había estado escuchando toda la vida. Había pensado que era su voz, pero solo porque hubiera estado en su cráneo toda su vida no significaba que fuera suya. Dijo el nombre de la otra sin pronunciarlo en voz alta.
«Princesa Boa».
«Sí, por supuesto», dijo la otra mujer. «¿A quién esperabas si no?».
—Jimothi Tarrie te ha hecho una pregunta —dijo Nyritta.
—La muerte de la princesa… —le recordó Jimothi.
—Sí, lo sé —dijo Candy.
«No les cuentes nada», repitió Boa. «No dejes que te intimiden. Utilizarán tus palabras en tu contra. Ten mucho cuidado».
Candy se sentía profundamente intranquila por la presencia de la voz de Boa y especialmente infeliz por que se hubiera hecho audible precisamente en ese momento, pero tenía la sensación de que el aviso que le estaba dando era acertado. Los Consejeros la estaban observando con gran suspicacia.
—… he escuchado algunos rumores —les dijo—. Pero la verdad es que no recuerdo mucho…
—Pero estás aquí en Abarat por una razón —dijo Nyritta.
—¿De verdad? —contestó.
—Bueno, ¿no lo sabes? Dínoslo tú. ¿Es así?
—No encuentro… ninguna razón en mi mente, si es eso a lo que te refieres —dijo Candy—. Creo que a lo mejor estoy aquí solo porque dio la casualidad de que estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado.
«Buen trabajo», dijo Boa. «Ahora no saben qué pensar».
El análisis de Boa parecía correcto. Había muchos ceños fruncidos y miradas desconcertadas alrededor de la mesa del Consejo. Pero Candy no se había librado todavía.
—Cambiemos de tema —dijo Nyritta.
—¿Para hablar de qué? —preguntó Helio Fatha.
—¿Qué tal de Christopher Carroña? —le dijo Nyritta a Candy—. Tuviste algún tipo de relación con él. ¿No es así?
—Bueno, intentó que me asesinaran, si eso es a lo que te refieres con «relación».
—No, no, no. Tu enemiga era Mater Motley. Lo que tenías con Carroña era otra cosa. Admítelo.
—¿Como qué? —dijo Candy.
Ahora necesitaba mentir y lo sabía. Lo cierto es que sí era consciente de por qué Carroña se había sentido atraído por ella, pero no iba a dejar que los Consejeros lo supieran. No hasta que ella misma supiera más. Así que dijo que era un misterio para ella; un misterio que casi le había costado la vida, como aprovechó para recordarles.
—Bueno, sobreviviste para contar la historia —remarcó Nyritta, derrochando sarcasmo.
—Entonces, ¿por qué no lo cuentas, en lugar de divagar de una cosa a la siguiente sin explicar nada en absoluto? —dijo Helio Fatha.
—No tengo nada que contar —contestó Candy.
—Hay leyes que defienden Abarat de los de tu especie. Lo sabes, ¿verdad?
—¿Qué vais a hacer? ¿Ejecutarme? —dijo Candy—. Oh, no pongáis esa cara de sorpresa. No sois ángeles. Sí, probablemente tuvierais buenas razones para protegeros de los de mi especie, pero ninguna especie es perfecta. Ni siquiera los abaratianos.
«Boa tenía razón», pensó Candy. Eran una panda de abusones. Igual que su padre. Igual que todos los demás. Y cuanto más la intimidaban, más decidida estaba ella a no darles ninguna respuesta.
—No puedo obligaros a que me creáis. Podéis interrogarme todo cuánto queráis, pero os seguiréis encontrando con la misma respuesta: ¡yo no sé nada!
Helio Fatha resopló con desdén.
—Ah, ¡dejadla marchar! —dijo—. Esto es una pérdida de tiempo.
—Pero tiene poderes, Fatha. La vieron haciendo uso de ellos.
—¿Y qué si los leyó en un libro? ¿No estuvo con el idiota de Wolfswinkel durante un tiempo? Sea lo que sea lo que ha aprendido, lo olvidará. La humanidad no puede retener los misterios.
Hubo un silencio largo e irritado. Finalmente, Candy dijo:
—¿Puedo irme?
—No —dijo el representante con el rostro de piedra de Efreet—. No hemos terminado con nuestras preguntas.
—Deja que se vaya, Zuprek —dijo Jimothi.
—Neabas todavía tiene algo que decir —respondió el efreetiano.
—Pues adelante.
Neabas habló como un caracol deslizándose por el filo de un cuchillo. Su aspecto era como el de una telaraña irisada.
—Todos sabemos que siente algún afecto por la criatura, aunque el motivo nos sea incomprensible. Es obvio que nos está ocultando mucha información. Si por mí fuera, llamaría a Yeddik Magash…
—¿A un torturador? —dijo Jimothi.
—No. Simplemente es alguien que sabe obtener la verdad cuando, como ocurre ahora, se oculta a propósito. Pero no espero que este Consejo autorice dicha elección. Sois todos demasiado blandos. Elegiréis la piel en lugar de la piedra y al final todos sufriremos por ello.
—¿De verdad tenéis alguna pregunta para la chica? —preguntó Yobias Thim con cansancio—. Se me han consumido todas las velas y no tengo más aquí conmigo.
—Sí, Thim. Tengo una pregunta —dijo Zuprek.
—Entonces, por el amor de Lou, pregunta.
Las esquirlas de Zuprek observaron fijamente a Candy.
—Quiero saber cuándo fue la última vez que estuviste en compañía de Christopher Carroña —dijo.
«No digas nada», le dijo Boa.
«¿Por qué no pueden saberlo?», pensó Candy y, sin esperar ningún otro argumento por parte de Boa, respondió a Zuprek.
—Lo encontré en la habitación de mis padres.
—¿Eso fue en el Más Allá?
—Sí, claro. Ni mi padre ni mi madre han estado en Abarat. Nadie de mi familia ha estado nunca.
—Bueno, eso es una especie de consuelo, supongo —dijo Zuprek—. Al menos no tendremos que lidiar con una invasión de Quackenbush.
Su humor sarcástico obtuvo unas cuantas risitas por