no era del todo la versión alemana de La Locura.
—Mucho más rigurosa, mucho menos petulante —dijo Postmartin, que pensaba que la Akademie había ido probablemente por delante de La Locura durante gran parte del siglo xix.
—Aunque a uno le guste pensar que estaban a la par hacia los años veinte —dijo. En la década de los treinta, se la había tragado la Ahnenerbe de Himmler, una organización dedicada a proporcionar tanto una infraestructura intelectual para el nazismo como una reserva interminable de malos desechables para Indiana Jones.
«Y volvemos a Ettersberg una vez más», pensé. Y a lo que fuera que Nightingale y sus funestos camaradas hubieran hecho allí en 1945.
Le pregunté si los alemanes tenían un equivalente contemporáneo de La Locura.
—Hay una sección de la Bundeskriminalamt (es decir, de la Policía Federal) establecida en Meckenheim y llamada Abteilung KDA, siglas de Komplexe und Diffuse Angelegenheiten, que se traduce como el Departamento de Asuntos Complejos e Indefinidos.
Dejando a un lado el maravilloso nombre, el Gobierno Federal mantenía una inconcreción poco alemana sobre las responsabilidades de dicho departamento.
—Una postura asombrosamente parecida a la tomada por sus homólogos de Whitehall con respecto a La Locura —dijo Postmartin—. En realidad, eso habla por sí solo.
—Supongo que nunca se te ocurrió descolgar el teléfono y preguntarles —dije.
—Eso es un asunto de Operaciones, así que no tiene nada que ver conmigo, me temo —indicó—. Y, además, no pensábamos que fuera necesario.
Entre los magos británicos supervivientes había sido un artículo de fe que la magia desaparecería del mundo. No hacía falta que establecieras vínculos bilaterales con organizaciones afines si tu razón de ser era irte evaporando como el casco polar ártico.
—Además, Peter —añadió—, si este libro realmente procede de la Biblioteca Blanca, entonces es bastante probable que los alemanes lo quieran de vuelta y yo, por mi parte, no tengo ninguna intención de dejar que me lo quiten de las manos. —Colocó su mano blanca y enguantada suavemente sobre la cubierta para enfatizar sus palabras—. ¿Cómo dieron con él en Patrimonio Histórico?
—Lo entregó un librero respetado —señalé.
—¿Cómo de respetado?
—Bastante, como es obvio —dije—. Colin and Leech, en Cecil Court.
—El ladrón debía de ser dichosamente inconsciente de lo que tenía entre manos —dijo Postmartin—. Es como intentar colocar —se jactó al pronunciar la palabra, evidentemente disfrutaba de su sonido— un Picasso en Portobello. ¿Cómo se lo arrebataron?
Le dije que no conocía los detalles y que iba a investigarlo tan pronto como acabáramos esa conversación.
—¿Y por qué no se ha hecho eso ya? —preguntó—. Dejando a un lado su calidad esotérica, sigue siendo un objeto muy valioso. Sin duda ya se habrá abierto una investigación, ¿no?
—No se ha denunciado el robo del libro —expliqué—. Por lo que respecta a Patrimonio Histórico, no hay ningún delito que investigar. —Y, dado que en Scotland Yard estaban tan seriamente machacones entonces con los recortes de los gastos, nadie tenía prisa por encontrar una excusa para trabajar más.
—Qué curioso —dijo Postmartin—. Quizás el propietario no se ha dado cuenta de que se lo han robado.
—Quizás el propietario sea el tío que intentó venderlo y quiera recuperarlo —anuncié.
Postmartin me miró, espantado.
—Imposible —dijo—. Un camión de seguridad viene de camino para llevarnos rápidamente a este libro y a mí a Oxford, donde estaremos protegidos. Además, si es el propietario, no se merece lo que tiene. A cada uno lo que le corresponde y esas cosas.
—¿Has contratado un camión de seguridad?
—¿Para esto? —dijo Postmartin mirando cariñosamente el libro—. Por supuesto. Incluso pensé en salir con mi revólver. —Hizo aquella pausa para asegurarse de que yo me asustaba como correspondía—. No te preocupes, era muy buen tirador en mis tiempos.
—¿Y qué tiempos eran esos?
—En Corea, en el Servicio Nacional —dijo—. Todavía tengo mi revólver militar.
—Pensaba que para entonces el ejército utilizaba la Browning —dije. Limpiar el arsenal de La Locura el año anterior había resultado todo un aprendizaje sobre armas antipersona del siglo xx y sobre el número de décadas que puedes dejarlas oxidándose antes de que se vuelvan peligrosamente inestables.
Postmartin sacudió la cabeza.
—Mi leal Enfield Modelo Dos.
—Pero no lo has hecho, ¿no? Traértela.
—Al final no. No logré encontrar la munición de repuesto.
—Genial.
—Busqué por todas partes.
—Qué alivio.
—Creo que debí de dejármela en alguna parte del cobertizo —dijo Postmartin.
* * *
Charing Cross Road fue una vez el corazón de la venta de libros de Londres, y tenía suficiente mala fama como para que la evitaran las cadenas multinacionales en su incesante cruzada por convertir todas las calles, de todas las ciudades, en clones las unas de las otras. Cecil Court era un callejón peatonal que unía Charing Cross con St. Martin’s Lane donde, si ignorabas la cara hamburguesería de un extremo y la franquicia mejicana en el otro, todavía veías cómo debía de haber sido. Aunque, según mi viejo, está mucho más limpio que antes.
Entre las librerías especializadas y las galerías estaba Colin and Leech, fundada en 1897, cuyo propietario actual era Gavin Headley. Resultó ser un hombre blanco, bajito y corpulento, con la clase de petulante bronceado mediterráneo que proviene de tener una segunda vivienda en algún lugar soleado y bastantes genes mediterráneos como para que tu piel no se ponga naranja. En el interior de la tienda hacía suficiente calor para cultivar granadas y olía a libros nuevos.
—Nos especializamos en primeras ediciones firmadas —dijo Headley, y me explicó que a los autores se los persuadía de que «firmaran y citaran» sus libros recién publicados—. Escriben una cita de su libro en lo alto de la portadilla —dijo, y entonces sus clientes los comprarían y los dejarían reposar como un buen vino.
La tienda tenía techos altos, era estrecha y estaba cubierta de libros modernos de tapa dura, colocados en estanterías de madera maciza caramente barnizadas.
—¿Como una inversión? —pregunté. A mí me parecía un poco arriesgado.
Headley lo encontró gracioso.
—No va a volverse rico invirtiendo en libros nuevos de tapa dura —dijo—. Puede que sus hijos sí, pero usted no.
—¿De dónde sacan sus ingresos?
—Es una librería —dijo Headley encogiéndose de hombros—, vendemos libros.
Postmartin tenía razón. El ladrón tendría que haber sido increíblemente estúpido para intentar vender una antigüedad valiosa de verdad en Cecil Court y conseguirlo, sobre todo en Colin and Leech. Headley no se había mostrado impresionado.
—Para empezar, lo traía envuelto en una bolsa de basura —dijo—. En cuanto lo sacó, pensé: «No me jodas». Quiero decir que puede que yo me especialice en el mercado contemporáneo, pero sé reconocer algo auténtico cuando me lo ponen escandalosamente delante. «¿Cree que es valioso?», me pregunta. ¿Lo es? ¿Cómo podría él ser una persona aceptable y no saberlo? Vale, supongo que quizá lo encontró en el desván