Ben Aaronovitch

Familias fatales


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—señalé.

      —Ya —respondió Nightingale—. Imagino que tanto Tyburn como Oxley se han divertido con la ambigüedad de esa declaración.

      —A lo mejor no se lo están tomando muy en serio —dije.

      —Ojalá fuera verdad —contestó Nightingale.

      Después de la cena me dirigí a la tecnocueva para tomarme una cerveza y ver qué había en la tele por cable. Pensé que Lesley se uniría a mí, pero me dijo que estaba hecha polvo y que se iba a la cama. Saqué una Red Stripe de la nevera y pasé de un canal a otro en vano durante cinco minutos antes de decidir que me convenía más ponerme a procesar las imágenes de las cámaras de esa tarde.

      Empecé con las de la tienda. A juzgar por el ángulo, la cámara estaba sobre el mostrador y cubría toda la tienda, estrecha y larga, hasta la puerta principal. Preparé el vídeo y lo inicié en el momento en que nuestro hombre entraba, aferrado a la bolsa negra con su botín dentro, y se acercaba enérgicamente al mostrador.

      Era caucásico, de tez pálida, con la nariz estrecha, me pareció que de unos cuarenta y cinco, de cabello oscuro que le clareaba y unos ojos azules oscuros con ojeras. Iba vestido con una chaqueta color tostado con cremallera, sobre una camisa de un tono claro y unos chinos caquis.

      Comprobé que la transacción ocurría como la describió Headley y me fijé en que era bastante evidente el momento en el que el ladrón se daba cuenta de que había cometido un error. Miró involuntariamente hacia la cámara de vigilancia, se dio cuenta de lo que había hecho y salió por la puerta menos de un minuto después.

      Treinta y seis segundos exactamente, según el código de tiempo que había en la esquina de la pantalla.

      La cámara de la tienda era de última generación. Rebobiné y conseguí una imagen de su rostro cuando miró hacia ella. Hice una ampliación maravillosa utilizando solo el Paint Shop Pro e imprimí dos copias para utilizarlas después. A pesar del ángulo deficiente, estaba bastante convencido de que el ladrón de libros había girado a la derecha al salir de la tienda, dirigiéndose hacia St. Martin’s Lane, pero para estar seguro comprobé las imágenes que tenía del Barclays de Charing Cross Road. Los bancos del centro de Londres tienen las mejores cámaras, y una de las quince del Barclays grababa la entrada de Cecil Court. Comprobé los veinte minutos antes y después de su hora de partida y corroboré que definitivamente no había salido a Charing Cross Road.

      Había un par de ángulos buenos en el propio Cecil Court, pero habían borrado las imágenes. Así que lo mejor que tenía de ese lado de St. Martin’s Lane salió del Angel and Crown, donde, gracias a Dios, aún no habían averiguado cómo borrar los vídeos. Aun así, era un sistema de bajas especificaciones que grababa diez fotogramas por segundo, y tenía más imágenes fantasma de las que una cámara operativa a plena luz del día debería tener. A pesar de eso, resultaba fácil localizar a aquel hombre —jersey con cremallera tostado y pantalones caqui— saliendo a St. Martin’s Lane, girando a la izquierda y subiéndose a una ranchera Mondeo blanca, Serie 2 por lo que pude ver.

      Aquello me dio esperanzas. Si era su coche, entonces solo habría que solicitar otro reconocimiento a la Plataforma Integrada de Información, que incluiría la base de datos de la DGT, y obtendría su nombre, fecha de nacimiento y dirección —todo cortesía de la Base de Datos de la Seguridad Social—, lo que demostraba que el Gran Hermano sirve para algo, al fin y al cabo.

      Mierda, no veía la matrícula. Incluso cuando arrancó, el Mondeo se encontraba en un ángulo demasiado oblicuo y la imagen tenía una calidad tan baja que no pude identificar el número. Lo rebobiné y lo reproduje un par de veces, pero el vídeo no se veía más nítido. Tendría que persuadir a la junta municipal de Westminster para que me entregara algunas de las imágenes de sus cámaras de tráfico y así ver si podía pillar al Mondeo cuando giraba hacia Charing Cross Road.

      Y no iba a conseguirlas pasadas las seis porque otro problema que tiene la llamada vigilancia del Estado es que solo trabaja hasta las cinco.

      Me tomé otra Red Stripe y me fui a la cama.

      Después del desayuno y de mi paseo obligado con Toby, volví a la tecnocueva y seguí buscando un plano claro de la matrícula del coche del ladrón de libros. Estaba a punto de respirar hondo y de disponerme a atravesar las cenagosas entrañas de la burocrática interfaz de la junta municipal de Westminster cuando, de repente, se me ocurrió que había pasado por alto una opción más fácil. Puse las imágenes de St. Martin’s Lane y rebobiné para ver cómo el Mondeo aparcaba al principio. A mi ladrón de libros no se le daba muy bien estacionar y la segunda vez que hizo maniobras conseguí una buena visión de la matrícula.

      Tras una sola consulta a la Plataforma Integrada de Información ya tenía su nombre: Patrick Mulkern. Su cara coincidía con la de la cámara de vigilancia y su ficha policial, con el perfil de un ladrón de cajas fuertes profesional. Uno bueno y cuidadoso, además, a juzgar por la falta de condenas durante la segunda mitad de su carrera. Un montón de cargos, como el de «persona de interés» para el caso y varios arrestos, pero ninguna condena. Según las notas de inteligencia adjuntas, Mulkern era un especialista contratado por individuos o grupos para abrir cualquier caja fuerte problemática con la que pudieran encontrarse en su trabajo. Hasta tenía un negocio legal de cerrajería, con dirección en Bromley, como apunté, lo que hacía que detenerle por «ir equipado» fuera algo complicado, porque utilizaba las mismas herramientas para los dos trabajos. Las notas también sugerían que acababa de «jubilarse» de los robos de cajas fuertes, pero no de la cerrajería.

      La dirección de su última casa conocida se correspondía tanto con la de su carné de conducir como con la de su negocio, así que decidí ir a darle un tirón de orejas.

      Capítulo 5

      El cerrajero

      Estaba lloviendo otra vez y tardé casi tanto en cruzar el río en coche y bajar a Bromley, el municipio de Londres, como lo que me había llevado conducir hasta Brighton el mes anterior. Pasé una buena parte del tiempo sorteando el tráfico de Elephant and Castle y reptando por Old Kent Road.

      Cuando llegas al sur de Grove Park, los restos victorianos de la ciudad se reducen y te encuentras en la tierra de las construcciones bajas de estilo Tudor de imitación que protagonizaron la última gran expansión urbana de Londres. A la gente como a mi padre o a mí no nos gusta pensar que los sitios como Bromley forman parte de Londres, pero los municipios periféricos son igual que los cuñados: te gusten o no, tienes que aguantarlos.

      La dirección de Patrick Mulkern era un híbrido extraño. Parecía que el constructor se hubiera cansado de construir casas adosadas de imitación al estilo Tudor y hubiera juntado dos a presión para crear una pequeña hilera de cuatro casas. Como ocurría con la mayoría de las viviendas de esa calle, su generoso jardín delantero se había asfaltado para conseguir más aparcamiento y un mayor riesgo de inundaciones.

      Un Ford Mondeo blanco roto estaba aparcado fuera, reluciente bajo la lluvia. Comprobé la matrícula, coincidía con la de las imágenes de las cámaras. No solo era un Serie 2, sino que también tenía el débil motor Zetec 1.6. Fuera cual fuera el salario de los delincuentes, no cabía duda de que Mulkern no se lo gastaba en coches.

      Me quedé sentado en el exterior con el motor apagado durante cinco minutos y observé la casa. Era un día sombrío, pero no se apreciaba ninguna luz visible a través de las ventanas y nadie tiraba de los visillos para mirarme. Salí del coche y caminé lo más rápido que pude para refugiarme en el porche. En algún momento, la casa había adquirido una capa gruesa de mezquinos guijarros de pedernal que casi me arrancaron la piel de la palma cuando apoyé la mano sobre ella.

      Llamé al timbre y esperé.

      A través de los cristales esmerilados que había a cada lado de la puerta vi un despliegue de machas blancas y marrones en el suelo del recibidor: el correo sin abrir. De dos o quizás tres días, a juzgar por la cantidad. Llamé y mantuve el dedo en el timbre mucho más tiempo del que se consideraba cortés, pero aun así