Ben Aaronovitch

Familias fatales


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el libro del caballero en cuestión.

      —Le dije que quería quedármelo una noche, ¿sabe? Para pedirle a alguien que viniera a valorarlo como es debido.

      —¿Y se lo tragó?

      Headley se encogió de hombros.

      —Le di un recibo y le pedí sus datos de contacto, pero me dijo que acababa de recordar que había aparcado en una línea doble amarilla y que volvería enseguida.

      Y se marchó, dejando el libro tras de sí.

      —Imagino que debió de darse cuenta de que la había cagado —dijo Headley— y le entró el pánico.

      Le pregunté si podía darme una descripción.

      —Puedo hacer algo mejor que eso —dijo, y levantó un USB—. Guardé las imágenes.

      * * *

      El problema con el supuesto estado de vigilancia de las narices es que lleva mucho trabajo intentar localizar los movimientos de alguien utilizando las cámaras, sobre todo si van a pie. Parte de la dificultad es que todas las cámaras pertenecen a diferentes personas por diferentes motivos. La junta municipal de Westminster tiene una red para las infracciones de tráfico, la Asociación de Comerciantes de Oxford Street tiene una red enorme para pillar a los ladrones de las tiendas y a los carteristas, las tiendas pequeñas tienen sus propios sistemas, como los pubs, las discotecas y los autobuses. Cuando paseas por Londres es importante recordar que el Gran Hermano puede estar observándote, o quizás esté haciendo pis, leyendo el periódico o ayudando a desviar el tráfico por un accidente de coche o a lo mejor se le ha olvidado encender ese puñetero trasto.

      En un equipo de investigación de delitos graves como Dios manda hay un detective o un sargento cuyo trabajo es llegar a la escena del crimen, localizar todas las cámaras potenciales, reunir todas las imágenes y después revisar las miles de horas que haya grabados, sean las que sean, buscando algo relevante. Él o ella tienen un equipo de un máximo de seis detectives para que les ayuden con el trabajo; el tonto de mí me tenía a mí mismo, a Toby y la terca determinación de ver cómo se hacía justicia.

      Habían entregado el libro a Patrimonio Histórico a finales de enero y la mayoría de los locales privados solo guardan cuarenta y ocho horas de imágenes, pero yo me las ingenié para sacar algunas de la cámara de tráfico y de un pub que acababa de instalar su sistema y aún no había averiguado cómo se borraban las antiguas. En los viejos tiempos, cuando un gigabyte era mucha memoria, me habrían endilgado una gran bolsa llena de cintas de vídeo, pero ahora todo cabía en el USB que Headley me había dado.

      Contando con una parada para almorzar en Gaby’s pastrami con pepinillos, tardé unas buenas tres horas y no volví a La Locura hasta bien entrada la tarde. Quería meterme directamente en la tecnocueva para comprobar las imágenes, pero Nightingale insistió en que Lesley y yo nos pusiéramos a practicar golpeando una pelota de tenis adelante y atrás a través del patio interior, utilizando únicamente impello. Nightingale afirmaba que había sido un deporte de los días de lluvia cuando iba al colegio y lo llamaba tenis de interior. Lesley y yo, para su gran enojo, lo llamábamos quidditch de bolsillo.

      Las reglas eran sencillas y lo que se esperaría de un grupo de adolescentes encerrados en un ambiente agresivo y exclusivamente masculino. Los jugadores se ponían en cada extremo del patio interior y tenían que quedarse dentro de un círculo de tiza de dos metros de ancho dibujado en el suelo. El árbitro, en este caso Nightingale, colocaban una pelota de tenis en el centro del campo y los jugadores intentaban utilizar impello y cualquier otro hechizo relacionado para impulsar la bola contra su oponente. Los puntos se contaban por los golpes dados en el cuerpo, entre el cuello y la cintura, y se perdían si no lograbas controlar la pelota en tu mitad del campo. En cuanto el doctor Walid oyó hablar del juego, insistió en que nos pusiéramos cascos de críquet y protectores en la cara cuando jugáramos.

      Nightingale se quejó de que en sus tiempos nunca habrían pensado en ponerse protecciones —ni siquiera durante el bachillerato, cuando jugaban con pelotas de críquet— y además, reducían la motivación del jugador de mantener una buena forma y que no le golpearan a la primera. Lesley, a la que nunca le gustó llevar puesto un casco, se opuso hasta que descubrió que podía provocar un sonido divertido, boing, haciendo que la pelota rebotase en el mío. Yo, por mi parte, me habría cabreado más de no ser por 1) el casco y 2) Lesley desaprovechaba tiros fáciles hacia mi cuerpo para ir a por mi cabeza, lo que hacía que fuera más fácil ganarle.

      Antiguamente, en Casterbrook, los chicos apostaban en el juego. Sus apuestas consistían en «días con alumnos de primero», lo que significaba que un chico más pequeño tenía que actuar como el sirviente de otro más mayor, y eso resume más o menos todo lo que hay que saber sobre los colegios pijos. Lesley y yo, que éramos de clase obrera con aspiraciones, preferíamos invertir en pagar rondas en el pub. El hecho de que yo le llevara siete meses de ventaja a Lesley como aprendiz era probablemente la única razón por la que ella nunca tuvo que pagarse sus propias bebidas.

      Al final terminamos en empate, con un golpe en el cuerpo para mí, un boing para Lesley y un punto que no contaba porque Toby saltó y atrapó la bola en el aire. Nos dirigimos a lo que Lesley y yo llamábamos cena, Nightingale consideraba un tentempié y Molly se pensaba, o eso habíamos empezado a sospechar, que era un campo de pruebas para hacer sus experimentos culinarios.

      * * *

      —Esta patata sabe un poco diferente —dijo Lesley dándole un golpecito al montón cónico y meticuloso de puré que equilibraba un lado del plato junto a lo que Nightingale había identificado como un taco de atún chamuscado.

      —Eso es porque es boniato —dijo Nightingale, sorprendiéndome. El boniato no destaca precisamente en el menú inglés tradicional. Aunque, de haberlo hecho, probablemente lo habrían convertido en puré y después lo habrían cubierto con salsa espesa de cebolla. Mi madre lo cuece como la yuca, lo corta en rebanadas con mantequilla y hace una sopa lo suficientemente picante como para cauterizarte la punta de la lengua.

      Me fijé en Molly, que nos observaba mientras comíamos, y levantó la barbilla para encontrarse con mi mirada.

      —Está muy bueno —dije.

      Escuchamos un zumbido lejano que nos confundió a todos hasta que nos dimos cuenta de que era el timbre de la puerta principal de La Locura. Todos nos miramos hasta que quedó claro que, puesto que yo no era intrínsecamente un ser sobrenatural ni un inspector jefe ni necesitaba ponerme una máscara para recibir a la gente, me habían nominado abridor oficial de la puerta.

      Resultó ser un mensajero en bicicleta que me entregó un paquete a cambio de mi firma. Era un sobre A4 rígido gracias al cartón que llevaba e iba dirigido al señor Thomas Nightingale.

      Nightingale empleó un cuchillo de sierra para abrir el sobre por el lado incorrecto —el mejor, según explicó, para evitar sorpresas desagradables— y extrajo una hoja de papel de calidad. Nos la enseñó a Lesley y a mí; estaba escrita a mano y en latín. Nightingale la tradujo:

      —«El señor y la señora del Río le anuncian que celebrarán su Audiencia de Primavera juntos en los Jardines de Bernarda de España. —Se detuvo y releyó el último cacho—. Los Jardines de Berni de España, y que se le encarga por la presente, como si fuera una antigua costumbre, garantizar la seguridad y proteger los festejos de todo enemigo». Y está sellado con el Hombre Ahorcado de Tyburn y la Noria de Agua de Oxley, más sus firmas.

      Nos mostró los sellos.

      —Alguien se ha pasado viendo Juego de Tronos —comentó Lesley—. ¿Y qué es la Audiencia de Primavera?

      Nightingale explicó que, tiempo atrás, era tradición que el Anciano del Támesis celebrase una Audiencia de Primavera río arriba, normalmente cerca de Lechlade, donde sus súbditos podían acudir para presentar sus respetos. Por lo general ocurría en el equinoccio de primavera o alrededor de esa fecha, pero no se había celebrado ninguna desde que el Anciano abandonara el canal en la década de 1850.

      —Y