A las siete y veintitrés de la mañana, Robert Weil condujo su Volvo V70 del 53 por encima del puente que une Pease Pottage,1 nombre que recibe el pueblo inglés por increíble que parezca, con Pease Pottage, la gasolinera de la autopista. Sabemos la hora exacta porque las cámaras de la Dirección General de Carreteras lo recogieron en ese instante. A pesar de la lluvia y de la poca visibilidad, los fotogramas de las imágenes clave aumentadas mostraban a Robert Weil, solo, en el asiento delantero.
Con una conducción que parecía, a posteriori, sospechosa y deliberadamente cautelosa, Robert Weil giró a la izquierda en la rotonda para unirse a la carretera en curva que rodea la gasolinera y que lleva a Crawley propiamente dicho a través del segundo puente que pasa por encima de la M23. Ahí hay una intersección complicada en la que el tráfico que sale de la autopista se cruza con los coches que atraviesan el puente; está regulada por unos semáforos para evitar accidentes. No sabemos por qué Robert Weil se saltó esos semáforos. Algunos creen que era un acto para llamar la atención, un deseo inconsciente de que lo pilláramos. Otros dicen que tenía prisa por llegar a casa y optó por un riesgo calculado, lo que no explicaría los lentos cincuenta kilómetros por hora a los que iba cuando se los saltó. Yo creo que iba tan concentrado en mantener el límite legal de velocidad y evitar llamar la atención que ni siquiera vio el semáforo… Tenía muchas cosas en la cabeza.
No sabemos en qué estaba pensando Allen Frust cuando salió de la autopista, en ángulo recto con respecto a Robert Weil, a unos ochenta y cinco kilómetros por hora aproximadamente en su Vauxhall Corsa de cinco años de antigüedad. El semáforo se lo permitía, así que siguió girando a la izquierda y estaba en el centro de la intersección cuando golpeó el lateral del Volvo de Robert Weil, justo delante de la puerta del copiloto. El Equipo Forense de Investigación de Accidentes de Sussex determinó después que ninguno de los dos vehículos frenó ni realizó maniobra evasiva alguna antes del choque, lo que les llevó a concluir que, con las condiciones de lluvia y oscuridad, ningún conductor fue consciente de la presencia del otro.
El impacto desplazó el Volvo hasta el arcén cubierto de hierba y lo hizo chocar contra el quitamiedos, donde se detuvo casi de inmediato. El Vauxhall, que circulaba prácticamente el doble de rápido, giró varias veces por culpa de la humedad antes de volcar y dar vueltas de campana hasta una fila de árboles que había más adelante, contra los que terminó estrellándose. Se determinó que, mientras Allen Frust había sobrevivido en primera instancia gracias al cinturón de seguridad y al airbag, por desgracia el cinturón falló mientras el coche hacía trombos y él salió despedido contra el techo, con lo que se fracturó el cuello.
El primer policía que apareció fue la agente Maureen Slatt, que estaba destinada en la cercana comisaría de Northgate, en Crawley. Había estado patrullando sola a menos de un kilómetro al norte y, a pesar de que las condiciones climatológicas habían empeorado, llegó a la escena en menos de dos minutos.
No hay nada que ponga más en peligro la vida de un policía que acudir a un accidente de tráfico en una vía rápida, de manera que lo primero que hizo fue aparcar su vehículo policial en la intersección en «posición diagonal», con las luces del techo, los faros y los intermitentes encendidos. Después, una vez dispuesta toda aquella escasa protección contra los desquiciados conductores nocturnos, se aventuró a acercarse primero al Volvo, donde encontró a Robert Weil atontado pero respirando, y después al Vauxhall, en el que halló a Allen Frust tendido y bien muerto. Tras realizar un rápido barrido con la linterna para asegurarse de que ningún pasajero había salido despedido hacia los matorrales que había a lo largo del arcén, volvió junto a Robert Weil para ver si podía ayudarle. Fue entonces cuando la agente Slatt, y apuesto a que la habían acosado por tener ese nombre, demostró que era una policía de verdad y no solo un uniforme con destreza para la conducción.
El Volvo V70 era un coche familiar grande y, en el momento del impacto, la puerta trasera se había abierto de golpe. La sabiduría popular de los policías está llena de historias espantosas sobre mascotas, abuelitas e incluso niños sin abrochar que salen volando por la parte de atrás de los coches, así que la agente Slatt pensó que debía echar un vistazo.
Reconoció de inmediato las manchas de sangre que había en el lateral del coche; eran tan recientes que aún brillaban a la luz de su linterna. No había mucha, pero sí la suficiente como para que se preocupara. Se puso a buscar minuciosamente, pero no había nadie en la parte trasera del coche ni a diez metros a la redonda.
Para cuando hubo terminado la búsqueda, los policías de tráfico habían llegado con sus grandes BMW 520 llenos de barreras, luces de emergencia y suficientes señales reflectantes como para montar una segunda pista en Gatwick. Acordonaron rápidamente el carril y volvieron a hacer que el tráfico circulara de forma segura. Una ambulancia llegó poco después y, mientras el personal sanitario se ocupaba de Robert Weil, la agente Slatt se puso a buscar la documentación del coche en la guantera. Antes de que la ambulancia se fuera, Slatt subió a la parte de atrás y le preguntó a Robert Weil si alguien iba con él en el coche.
—Estaba completamente aterrado —le contó después a los detectives—. No solo le alarmaba la pregunta, sino que estaba incluso más asustado por el hecho de que yo fuera policía.
Entre los policías se dice que todos los ciudadanos son culpables de algo, pero algunos en particular lo son más que otros. Cuando la ambulancia subió con esfuerzo hacia la M23 en dirección a las urgencias de Redhill, la agente Slatt la seguía de cerca. Mientras conducía, le recomendó por radio al inspector de la Unidad de Mando y Control que estaba de guardia que el Departamento de Investigación de Delitos fuera a echar un vistazo. Nunca se consigue hacer nada deprisa a las dos de la mañana, de manera que ya amanecía cuando el detective de la cercana comisaría de Crawley consideró que valía la pena llamar a su inspector. Patalearon, maldijeron a los trabajadores madrugadores que tocaban el claxon y se quejaban por el retraso, y decidieron que bien podrían convertir ese asunto en el problema de otra persona. Así pasó a la Brigada Conjunta de Grandes Crímenes de la policía de Sussex y Surrey.
Se necesita algo más que un poco de misterio para arrancar de su cama cómoda y calentita a un inspector jefe veterano, así que cuando Douglas Manderly, el oficial superior designado para la investigación, llegó a la oficina, ya había enviado a un par de desafortunados detectives a la escena, otro se dirigía al hospital West Surrey para relevar a la agente Slatt y su ayudante ya había encendido el programa HOLMES y le había asignado un nombre a la operación: «Sallic».
Douglas Manderly no se imaginaba que, nada más introducir el nombre de Robert Weil en HOLMES, se desencadenaba una señal que yo había conseguido de un informático civil experto en soporte técnico al que había engatusado, y que recibía un correo electrónico en mi ordenador. Después, el ordenador me lo enviaba al teléfono, y este sonó cuando Toby y yo paseábamos por Russell Square.
Digo que salimos de paseo, pero, en realidad, los dos nos habíamos escabullido a través de la fina llovizna invernal a la cafetería del parque, donde yo me tomé un café y Toby, un pedazo de pastel. Comprobé los detalles lo mejor que pude en el teléfono, pero no es lo bastante seguro para asuntos tan delicados, de manera que volvimos a La Locura saltando los charcos. Para ahorrar tiempo entramos por la puerta de atrás, atravesamos el patio trasero y subimos por la escalera de caracol exterior hacia el apartamento renovado que había sobre el garaje. Ahí tenía los ordenadores, la televisión de plasma, el equipo de sonido y el resto de accesorios de la vida del siglo xxi que, por una u otra razón, no me atrevía a mantener dentro de La Locura.
Después de Navidad le había pedido a mi primo Obe que viniera a poner un interruptor principal junto a la puerta. Corta la corriente de todos los dispositivos eléctricos del apartamento salvo las luces; muy ecológico, pero esa no es la razón por la que lo instalé. La verdad es que cuando haces magia, cualquier microprocesador que esté a una corta distancia se convierte en chatarra y, puesto que hoy en día casi todo lo que tiene un interruptor tiene un microprocesador, termina saliendo caro muy pronto. Ahora bien, llevé a cabo unos pequeños experimentos que revelaron que dichos microchips deben tener corriente para romperse, de ahí lo del interruptor. Me aseguré