Ben Aaronovitch

Familias fatales


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volaran por los aires por culpa de la magia hacía más de un año, me había vuelto muy exigente con estas cosas. Y no había sido Lesley porque le estaban operando otra vez la cara en el hospital. Sabía que Nightingale se colaba de vez en cuando para ver el rugby a hurtadillas, así que podría haber sido él.

      Tan pronto como entré, con Toby sacudiéndose el húmedo pelaje y metiéndose entre mis pies, encendí el Dell que utilizamos como terminal para AWARE, respondí a un correo electrónico que me recordaba que en dos semanas tenía que presentarme al curso de repaso de Seguridad para Agentes y volví a comprobar la alerta que me remitía a la Operación Sallic en HOLMES, que no me permitía el acceso. Pensé en entrar con el número de placa de Nightingale, que parece tener acceso a todo, pero los mandamases se mostraban muy inquietos por entonces con los accesos no autorizados a las bases de datos, de manera que me pregunté qué habría dicho Lesley en estas circunstancias: «¡Llama al Centro de Coordinación, idiota!».

      Así que eso es lo que hice y, después de diez minutos al teléfono hablando con el ayudante de la Brigada de Grandes Crímenes, salí corriendo para contárselo todo a Nightingale, aunque me aseguré de apagar el interruptor principal mientras salía.

      * * *

      Una hora más tarde nos dirigíamos al sur en el Jaguar.

      Nightingale me dejó conducir, lo que estuvo bien, aunque todavía no me dejaba ir solo en él hasta que hiciese el curso avanzado de conducción de Scotland Yard. Ya me había apuntado, pero el problema era que prácticamente todos los agentes del cuerpo querían hacer el curso y los chicos y chicas que conducen los vehículos de apoyo de los comandantes del distrito tienen prioridad. Puede que hubiera una vacante en junio. Hasta entonces tendría que contentarme con que me supervisaran mientras aceleraba el motor de seis cilindros en línea y bajaba a unos comedidos ciento veinte kilómetros por hora por la M23. Consiguió alcanzarlos sin ningún esfuerzo aparente, lo que no está mal para un coche que es casi tan viejo como mi madre.

      —Estaba en la lista que nos dio Tyburn —le dije a Nightingale cuando por fortuna escapamos de la terrorífica singularidad que es el tráfico de Croydon.

      —¿Por qué no hemos hablado con él antes? —preguntó Nightingale.

      Habíamos estado monitorizando a los antiguos miembros de un club vespertino de la Universidad de Oxford, que se llamaba los Pequeños Cocodrilos, desde que descubrimos que un viejo mago, Geoffrey Wheatcroft, había estado enseñándoles magia contra todo hábito y costumbre. Llevaba haciéndolo desde principios de los cincuenta, así que, como os imaginaréis, había muchos nombres que cubrir. Tyburn —Lady Ty para ti, campesino—, genius loci de uno de los afluentes perdidos del Támesis y licenciada de Oxford, había localizado a algunos miembros de esta camarilla durante sus años allí. Aseguraba, y yo la creía, que era capaz de oler, literalmente, a un practicante de magia. Así que le dimos prioridad a su lista.

      Y nuestro conductor del Volvo estaba en ella.

      —Robert Weil, con W —dije—. Hemos trabajado con la lista en orden alfabético.

      —Eso no hace más que probar que existe algo que se llama ser demasiado metódico —dijo Nightingale—. Supongo que has arrasado con los registros informáticos, ¿qué has descubierto?

      En realidad, el ayudante con el que había hablado me había enviado los resultados de las investigaciones, pero no iba a decirle eso a Nightingale.

      —Tiene cuarenta y dos años, nació en Tunbridge Wells, su padre era abogado; su madre, ama de casa. Estudió en el colegio privado del Sagrado Corazón de Beachwood… —dije.

      —¿Era externo o comía allí? —preguntó Nightingale.

      Había adquirido algunos conocimientos rudimentarios de lenguaje elegante desde que trabajaba con Nightingale, así que al menos conseguí entender la pregunta.

      —El colegio está en Tunbridge Wells, así que yo diría que era externo —dije—. A menos que sus padres tuvieran muchas ganas de que no estuviera en casa.

      —Y de ahí, supuestamente hasta Oxford —comentó Nightingale.

      —Donde cursó Biología… —empecé a decir.

      —Estudiar —dijo—. En la universidad se estudian asignaturas.

      —Donde estudió Biología y se licenció con unas notas normalitas —dije—. Así que no era el tipo más brillante de la pandilla.

      —Biología —repitió Nightingale—. ¿Estás pensando lo mismo que yo?

      Estaba pensando en las quimeras de Sin-rostro, en sus gatitas producidas en masa y en los chicos-tigre que habían salido de lo que llamábamos el club de striptease del doctor Moreau. En eso y en la Dama Pálida, que se había deshecho de varias personas arrancándoles a mordiscos la polla con los dientes de su vagina. Y en el resto de cosas que Nightingale había considerado demasiado terribles como para que yo las viera.

      —Espero sinceramente que no —dije, pero sabía que, en realidad, sí que estaba pensando lo mismo que él.

      —¿Y después de que se licenciara? —preguntó Nightingale.

      Había estado en Imperial Chemical Industries2 durante diez años, antes de pasarse al creciente campo de las evaluaciones de impacto medioambiental, y había trabajado para las autoridades aeroportuarias británicas como agente de control medioambiental hasta que lo vendieron, junto con el resto del aeropuerto de Gatwick, en 2009.

      —Le despidieron el año pasado —dije—. Formaba parte de la dirección, así que consiguió un buen finiquito. En la actualidad cotiza como consultor.

      * * *

      El centro de coordinación se había establecido en Sussex House, a las afueras de Brighton, en lo que parecía una planta de ingeniería eléctrica de los años treinta convertida en oficinas. En algún momento de los últimos treinta años, habían brotado en el lugar unos almacenes, una tienda Matalan y un supermercado ASDA del tamaño de un portaviones impulsado por energía nuclear. Era la clase de desarrollo urbanístico de las afueras que hace que los hombres y mujeres serenos y respetuosos con el medio ambiente echen espuma por la boca por la indignación y muerdan los volantes de sus Prius, pero yo no pude evitar pensar que, desde un punto de vista policial, venía estupendamente bien para comprar después del trabajo. De hecho, puesto que el centro de detención de Brighton estaba justo detrás, también venía genial para los sospechosos. Y había unos trasteros Big-Box al lado, lo que podría resultar práctico si las celdas se abarrotaban alguna vez.

      El inspector jefe Douglas Manderly era un policía al estilo moderno, con un sutil traje de raya diplomática entallado, el pelo castaño y corto, ojos azules y un móvil de última generación en el bolsillo. Era serio, trabajaba hasta tarde, bebía la cerveza rubia en cañas y sabía cambiar un pañal. En poco tiempo buscaría ascender a superintendente, pero solo por la paga extra y la pensión. Era bueno en su trabajo, deduje, pero probablemente no se sintiera cómodo con las cosas que se salían de su zona de confort.

      Le íbamos a encantar.

      Nos encontramos con él en su oficina para proclamar su autoridad, pero se levantó y nos dio la mano por turnos para promover una correcta atmósfera entre compañeros. Nos sentamos en los sitios que nos ofreció y también aceptamos su café, y le dedicamos un minuto y medio, más o menos, a las cortesías antes de que nos preguntara, sin rodeos, qué queríamos.

      No le contamos que estábamos cazando brujas porque esa clase de cosas suele causar sobresaltos.

      —Puede que Robert Weil esté relacionado con otra investigación —dijo Nightingale—. Una serie de asesinatos que tuvo lugar durante el verano.

      —¿Con el caso de Jason Dunlop? —preguntó.

      «Es mejor que bueno en su trabajo», pensé.

      —Sí —respondió Nightingale—, aunque no está directamente