Ben Aaronovitch

Familias fatales


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que no me toma tan en serio como debería —le dijo Nightingale al doctor—. Todavía se escabulle para realizar experimentos ilegales cuando se cree que no le veo. —Me miró—. ¿Cuál es tu último interés?

      —He estado estudiando cuánto tiempo aguantan varios materiales los vestigia —dije.

      —¿Cómo mides la intensidad de los vestigia? —preguntó el doctor.

      —Utiliza al perro —respondió Nightingale.

      —Pongo a Toby en una caja junto con el material y después mido la frecuencia y el volumen de sus ladridos —expliqué—. Es como usar un perro rastreador.

      —¿Cómo te aseguras de la consistencia de los resultados? —preguntó el doctor Walid.

      —Realicé una serie de experimentos de control para eliminar las variables —respondí. Dejé solo a Toby en una caja a las nueve de la mañana y después a intervalos de una hora para medir los puntos de referencia del volumen. A continuación puse a Toby en una caja con varios materiales que eran cien por cien inertes, para obtener también esas referencias. El tercer día, Toby se escondió debajo de la mesa de la cocina de Molly y tuve que tentarle con salchichas para que saliera.

      El doctor Walid se inclinó hacia delante mientras se lo contaba; al menos, él apreciaba un poco de empirismo. Le expliqué que había expuesto cada muestra de los materiales a la misma cantidad de magia al conjurar una bola de luz —el hechizo más simple y más fácil de controlar que sabía— y después la había introducido en la caja con Toby para ver qué pasaba.

      —¿Hubo algún hallazgo significativo? —preguntó.

      —Toby no es un gran entendido, así que hablamos de un amplio margen de error —dije—. Pero fue un poco lo que me esperaba y acorde con mis interpretaciones. La piedra es el material que mejor retiene los vestigia, seguido del hormigón. Los metales se parecían todos demasiado como para diferenciarlos. La madera era el siguiente y el peor era la carne. —En forma de una pierna de cerdo que Toby se comió posteriormente antes de que pudiera detenerlo—. La única sorpresa —concluí— fueron algunos plásticos, que llegaron casi tan alto en el ladrómetro como la piedra.

      —¿El plástico? —preguntó Nightingale—. Eso sí que es inesperado. Siempre había asumido que las cosas naturales eran las únicas que conservaban lo insólito.

      —¿Puedes enviarme por correo electrónico los resultados? —preguntó el doctor.

      —Claro.

      —¿Has pensado en probar con otros perros? —preguntó—. A lo mejor si son de razas distintas tienen sensibilidades diferentes.

      —Abdul, por favor —dijo Nightingale—. No le des ideas.

      —Está haciendo progresos en este campo —indicó el doctor Walid.

      —Escasos —dijo Nightingale—. Y creo que está repitiendo trabajos que ya se han hecho.

      —¿Quién los ha hecho? —quise saber.

      Nightingale bebió un sorbo de su té y sonrió.

      —Haré un trato contigo, Peter —dijo—. Si mejoras en los progresos de tus estudios de verdad, te diré dónde puedes encontrar las notas del último cerebrito que llenó el laboratorio con… En realidad, la mayoría eran ratas, pero creo recordar un par de perros en su casa de fieras.

      —¿Mejorar cuánto en mis progresos? —pregunté.

      —Más que ahora —respondió.

      —A mí no me importaría ver esos datos —dijo el doctor Walid.

      —Entonces deberías animar a Peter para que estudie más —comentó Nightingale.

      —Es un hombre malvado —dije.

      —Y astuto —concedió el doctor.

      Nightingale nos miró plácidamente por encima del borde de su taza de té.

      —Malvado y astuto —repitió.

      * * *

      A la mañana siguiente conduje hasta Hendon para la primera parte del curso obligatorio de Seguridad para Agentes. Se supone que debes hacer uno de estos seminarios cada seis meses hasta llegar al rango de inspector jefe, pero dudo que alguna vez veamos a Nightingale asistir a uno. Tuvimos una clase entretenida sobre el Delirio Agitado, o qué hacer con las personas que están colocadísimas. Y después hicimos juegos de cambio de rol en el gimnasio, donde practicamos cómo sujetar a los sospechosos para evitar que se caigan por las escaleras. Había un par de agentes que estudiaron con Lesley y conmigo en Hendon y nos sentamos juntos en la comida. Me preguntaron por Lesley y yo les conté la versión oficial de que la habían agredido físicamente durante los disturbios de Covent Garden y que su atacante se había suicidado posteriormente antes de que pudiera arrestarle.

      Por la tarde nos turnamos para esconder armas ilegales en nuestro cuerpo mientras nuestros compañeros nos cacheaban, concurso que yo gané de calle porque sé ocultar esconder una cuchilla de afeitar en la cinturilla de mis vaqueros y no me da miedo llegar hasta la entrepierna de un sospechoso. Todas las pruebas físicas me infundieron una extraña energía, así que cuando uno de los agentes sugirió ir a una discoteca, me pegué a él como una lapa. Terminamos en un granero con luz ultravioleta y lleno de gente de Romford donde, quizás sí o quizás no, terminé dándome el lote con la diosa del río Rom. Pero, a ver, no fue nada serio, solo un poco de sobeteo y algo de lengua, que es lo que ocurre cuando te pasas con el vodka. Me desperté a la mañana siguiente sobre una de las sillas del patio interior, sorprendentemente con poca resaca y con Molly cerniéndose sobre mí. Me miraba con desaprobación. Hubiera preferido tener resaca.

      Mi fiel Ford Asbo estaba aparcado sano y salvo en el garaje, así que, después del desayuno y de bañarme en un cubo, salí otra vez para Hendon. Mientras me subía al asiento del conductor, un fuerte vestigium se abalanzó sobre mí. Sabía a vodka, olía a aceite industrial y sentí la resbaladiza textura de un bálsamo labial. Había gritos y chillidos de entusiasmo y un acelerón ilegal, de los que te empujan hacia atrás en el asiento mientras el motor gruñe como si fuera algo grande y en vías de extinción.

      Había un pintalabios abierto en el salpicadero, rosa fosforito.

      No sabía mucho de la diosa del río Rom, pero sin duda me había rozado con algo sobrenatural. A lo mejor, no había sido el vodka, al fin y al cabo.

      «Se acabó», pensé. «No vuelvo a salir por ahí sin tener una carabina».

      Pisé el acelerador del Asbo pero, a pesar de la pequeña presión que le había ocasionado al motor, no rugió como una pantera.

      Sí que me llevó de vuelta a Hendon a tiempo de empezar con el segundo día, que iba sobre la seguridad del equipo del agente. La clase de por la mañana trataba sobre parar y cachear en relación con la localización de comportamientos sospechosos. El ponente, que se vanagloriaba de llamarse Douglas Douglas, ilustró la rara posición rígida de las extremidades que mostraban los ladrones de tiendas, conocida como «el robot», o el exagerado comportamiento, parecido al de los mimos, que adoptaban los culpables de verdad cuando se encontraban inesperadamente con la policía.

      —Nunca os equivocaréis —dijo— al cachear a alguien que quiera mantener una conversación con vosotros.

      Partíamos de la base de que nadie quiere hablar por voluntad propia con la policía a no ser que esté intentando desviar tu atención de otra cosa, pero nos advirtió que hiciéramos excepciones con los turistas porque Londres necesitaba el capital extranjero.

      Después de eso, volvimos al gimnasio para que nos recordaran cómo usar las esposas correctamente. Utilizamos las que tienen el centro firme, que puedes sujetar y retorcer para ejercer presión en los brazos del sospechoso y asegurarte de lo que nuestro instructor llamaba sumisión y cooperación. Por la tarde, uno de nuestros instructores se puso un traje acolchado, adoptó un aspecto de loco y nos retó a que lo redujéramos