Ben Aaronovitch

Familias fatales


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unos amigos, pero la mujer seguía allí. Se llamaba Lynda, escrito con y, y tenía el pelo de un rubio descolorido y una boca de labios finos. Estaba sentada en el sofá de la sala de estar y nos fulminaba con la mirada mientras inspeccionábamos su casa; los policías locales buscaban cadáveres; nosotros, libros. Nightingale se encargó del estudio y yo de los dormitorios.

      Miré primero en las habitaciones de los niños, por si acaso hubiera algo interesante escondido entre las pegatinas de Lego de Star Wars, los libros de Highway Rat o los de colorear, que tenían un aspecto un poco pringoso. El hijo mayor ya tenía su propio portátil en su habitación, aunque, a juzgar por sus años de antigüedad, parecía de segunda mano. Los hay que tienen suerte.

      El dormitorio de los padres tenía un olor rancio y concentrado, y no había muchas cosas que me interesaran. Los practicantes de magia de verdad nunca dejaban los libros importantes por ahí tirados, pero vas aprendiendo algunos trucos. La clave está en las yuxtaposiciones improbables. Mucha gente lee libros sobre ocultismo, pero si los encuentras junto a otros escritos por o sobre Isaac Newton, especialmente los tochos más aburridos, entonces se te erizan los pelos del pescuezo, se izan las banderas y, lo que es más importante, haces anotaciones en la libreta.

      Lo único que descubrí en el dormitorio, bajo la cama, fue una copia con las esquinas dobladas de El descubrimiento de las brujas, junto con La vida de Pi y El dios de las pequeñas cosas.

      —Él no ha hecho nada —dijo una voz a mi espalda.

      Me levanté y, al girarme, descubrí a Lynda Weil en la puerta.

      —No sé qué es lo que se piensan que hizo —dijo—, pero no lo hizo. ¿Por qué no me dicen qué se supone que ha hecho?

      Los policías buenos, cuando están ocupados con otros asuntos, evitan interactuar con los testigos o los sospechosos y, sobre todo, con aquellos individuos que encajen en las dos categorías. Además, desconocía lo que había hecho su marido.

      —Lo lamento, señora —dije—. Terminaremos tan pronto como podamos.

      Acabamos incluso antes porque, un minuto después, Nightingale me llamó para que bajara y me dijo que la Brigada de Grandes Crímenes había encontrado un cuerpo.

      Además, lo habían logrado con un poco de vigilancia policial. Me habían impresionado de verdad. La Brigada de Grandes Crímenes tenía las imágenes de unas cámaras de vigilancia en las que se veía a Robert Weil atravesando la rotonda de Pease Pottage y dirigiéndose hacia la Carretera del Bosque, que tenía ese nombre tan siniestro porque recorría el eje central del bosque de St. Leonard, un mosaico de forestas que cubrían la cumbre de un terreno elevado que iba desde Pease Pottage hasta Horsham.

      Un terreno ideal para depositar un cadáver, según la agente Slatt; de fácil acceso a pie por los senderos y las pistas forestales y sin cámaras de tráfico. Fuera a donde fuera, Robert Weil no había vuelto a Pease Pottage hasta más de cinco horas después, así que podría haber estado, sin problema, en cualquier sitio del bosque. Pero habían tenido suerte, porque Lynda Weil llamó a su marido a las nueve menos cuarto de la mañana, presumiblemente para preguntarle dónde demonios estaba, y eso le permitió a la policía de Sussex triangular la posición de su teléfono a una celda pegada al pueblo de Colgate. Después de eso, solo era cuestión de comprobar el tramo adecuado de la carretera hasta que localizaran algo, en este caso, las marcas de neumático de un Volvo V70.

      Las nubes grises se estaban oscureciendo hasta ponerse de un negro campestre cuando llegamos al lugar del crimen. No había ninguna salida directa, así que tuve que aparcar el Jaguar avanzando un poco por la carretera y retrocedimos andando.

      La agente Slatt nos explicó que el dueño de las tierras acababa de bloquear la entrada a una ruta de acceso que atravesaba el bosque.

      —Probablemente Weil recordara la salida de algún paseo que había dado por la zona —dijo—. No se imaginaba que ya no existiría.

      Consejo de seguridad importante para asesinos en serie: investigar siempre el sitio donde se van a tirar las cosas antes de utilizarlo. Tuvimos que escalar un montículo artificial hecho de un barro pegajoso y amarillento y de las ramas desechadas de los árboles, porque los forenses seguían trabajando en el camino ligeramente visible.

      —Tuvo que arrastrar el cuerpo, porque dejó un rastro —dijo la agente Slatt.

      —No da la impresión de que sea una persona muy preparada —dije. La lluvia formaba rayas plateadas a la luz de mi linterna mientras apuntaba hacia atrás para guiar a Nightingale.

      —A lo mejor era su primer asesinato —comentó.

      —Dios, eso espero —dijo Slatt.

      El camino que había más adelante estaba lleno de barro, pero lo atravesé con la confianza de un hombre que se ha asegurado de meter unas botas DM en su kit de supervivencia. Ya sea en el campo o en la ciudad, uno no quiere llevar puestos sus mejores zapatos en la escena de un crimen. A no ser que seas Nightingale, que parecía tener un suministro ilimitado de zapatos de calidad hechos a mano que otra persona se encargaba de limpiar y de sacar brillo. Sospechaba que probablemente sería Molly, pero podrían haber sido unos gnomos, que yo supiera, o cualquier otro espíritu de la casa indeterminado.

      A cada lado del camino había una hilera de árboles esbeltos con unos troncos pálidos que Nightingale identificó como abedules plateados. La hilera sombría de árboles puntiagudos y oscuros que había más adelante estaba conformada, por lo visto, por abetos Douglas intercalados con algunos alerces aquí y allá. Nightingale estaba horrorizado por mi falta de conocimientos arbóreos.

      —No entiendo cómo conoces cinco formas de unir ladrillos pero eres incapaz de distinguir el árbol más común de todos —dijo.

      En realidad conocía veintitrés formas de unir ladrillos, si contaba el estilo Tudor y el resto de estilos de la Edad Moderna, pero me lo guardé para mí mismo.

      Alguna persona sensata había puesto cinta reflectante de un árbol a otro para señalar nuestro camino descendente hacia el sitio desde el que me llegaba el zumbido de un generador portátil y donde veía los flashes blancoazulados de las cámaras, las chaquetas amarillas reflectantes y las figuras fantasmagóricas de las personas ataviadas con trajes desechables de papel.

      En oscuros tiempos lejanos, se embolsaba a la víctima, se la etiquetaba y se la enviaba a la morgue en cuanto se tomaban las primeras fotografías. Hoy en día, los patólogos forenses colocan una tienda sobre el cuerpo y se instalan indefinidamente. Por suerte, de vuelta en la civilización, no tardan mucho tiempo, pero en el campo hay toda clase de insectos y esporas interesantes que se dan un festín con el cadáver. Según nos han contado, estos ofrecen una gran información sobre la hora de la muerte y el estado en el que se encontraba el cuerpo cuando cayó al suelo. Catalogarlo todo puede llevar un día y medio y acababan de empezar cuando llegamos. Se notaba que a la patóloga forense no le hacía gracia que otro grupo desconocido de policías interfiriera en su cuidada investigación científica, incluso aunque nos portáramos bien y fuéramos vestidos con unos trajes Noddy con las capuchas y mascarillas puestas.

      Y al inspector jefe Manderly, que había llegado allí antes que nosotros, tampoco le hacía gracia. Aun así debió de pensar que, cuanto antes empezáramos, antes nos marcharíamos, porque se puso a hacernos señas de inmediato para que nos acercáramos y nos presentó a la forense.

      Yo había echado bastantes horas junto a cadáveres desde que me uní a La Locura y, después del bebé al que arrojaron y del Hari Krishna al que le había explotado la cabeza, pensaba que me había vuelto más frío. Pero, como le he oído contar a los agentes con experiencia, nunca consigues serlo lo suficiente. Era el cuerpo de una mujer, estaba desnudo y cubierto de barro. La forense nos explicó que la habían enterrado en una tumba de poca profundidad.

      —Solo estaba a doce centímetros de la superficie —dijo—. Los zorros habrían acabado con ella en cuestión de segundos.

      No había señales de lucha, de manera que Robert Weil, si es que había sido él, se había limitado a depositarla