Ben Aaronovitch

Familias fatales


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      —A pesar de este entierro chapucero —dijo la forense—, hay pruebas forenses de tácticas defensivas, todos los dedos han desaparecido a partir de la segunda falange y, por supuesto, está la cara…

      O su ausencia, más bien. De la barbilla para arriba no había nada salvo una papilla roja moteada del blanco de los huesos. Nightingale se agachó y situó el rostro tan cerca como para haber besado la zona donde habrían estado los labios de la mujer. Yo aparté la vista.

      —Nada —me dijo Nightingale mientras se incorporaba—. Y tampoco ha sido dissimulo.

      Respiré hondo. Así que no era producto del hechizo que le destrozó la cara a Lesley.

      —¿Qué cree que lo ha causado? —le preguntó Nightingale a la forense.

      Esta señaló la zona de la parte de arriba del cuero cabelludo, que presentaba unos pequeños surcos rojos.

      —Nunca lo he visto en carne y hueso, por así decirlo, pero sospecho que el disparo de una escopeta en el rostro a poca distancia.

      Las palabras «a lo mejor alguien pensaba que era una zombi» intentaron escaparse de mi garganta con tanta fuerza que tuve que ponerme la mano delante de la mascarilla para que no salieran.

      Nightingale y la forense me miraron con curiosidad antes de volver a centrarse en el cadáver. Salí corriendo de la tienda con la mano aún sobre la boca y no me detuve hasta que me alejé del perímetro forense interno, donde pude recostarme contra un árbol y quitarme la mascarilla. Ignoré las miradas compasivas de los policías de más edad que había fuera; prefería que pensaran que estaba mareado y no que me estaba conteniendo para no reírme.

      La agente Slatt se acercó y me ofreció una botella de agua.

      —Queríais que hubiera un cadáver —dijo mientras me enjuagaba la boca—. ¿El caso es vuestro?

      —No, no creo que vaya a ser nuestro —dije—, gracias a Dios.

      * * *

      Nightingale tampoco lo pensaba, de manera que volvimos a Londres tan pronto como nos deshicimos de nuestros trajes y le dimos las gracias al inspector jefe Manderly por su cooperación. Nightingale condujo.

      —No había vestigia, y la verdad es que me parecía la herida que produce una escopeta —dijo—. Pero estoy dispuesto a preguntarle al doctor Walid si le gustaría venir y echarle un vistazo en persona. Solo para asegurarnos.

      La lluvia constante había aflojado mientras nos dirigíamos al norte y vi las luces de Londres reflejadas más allá de las nubes, justo pasadas las North Downs.

      —Un asesino en serie normal y corriente, entonces —convine.

      —Estás sacando conclusiones apresuradas —dijo Nightingale—. Solo hay una víctima.

      —Que sepamos —indiqué—. Bueno, aun así ha sido una pequeña pérdida de tiempo para nosotros.

      —Teníamos que asegurarnos —dijo Nightingale—. Y nunca viene mal salir al campo.

      —Oh, claro —dije—. No hay nada como una escapada a la escena de un crimen. Es imposible que esta sea la primera vez que investigas a un asesino en serie.

      —Si es que lo es.

      —Y si lo es, no puede ser el primero.

      —Por desgracia, eso es verdad —dijo—, aunque yo nunca he sido el oficial al mando.

      —¿Alguno de los famosos eran seres sobrenaturales? —pregunté. Pensaba que aquello explicaría muchas cosas.

      —Si hubieran sido sobrenaturales —indicó—, nos habríamos asegurado de que no fueran famosos.

      —¿Y Jack el Destripador? —pregunté.

      —No —respondió—. Y créeme, se habría producido un gran alivio si hubiera resultado ser un demonio o algo así. Conocí a un mago que ayudó en la investigación policial y me dijo que todos habrían dormido mucho mejor de haber sabido que no era un hombre el que estaba haciendo todas aquellas atrocidades.

      —¿Peter Sutcliffe?

      —Yo mismo lo interrogué —dijo—. Nada. Y desde luego ni era un practicante ni estaba bajo la influencia de ningún espíritu maligno. —Levantó la mano para que me callara la siguiente pregunta que iba a hacerle—. Y tampoco lo era Dennis Nilsen, hasta donde yo sé, ni Fred West ni Michael Lupo ni ningún otro del desfile de espantosos individuos a los que he tenido que investigar en los últimos cincuenta años. Todos eran unos monstruos perfectamente humanos.

      Capítulo 2

      Los hijos de Weyland

      Si Robert Weil era nuestro monstruo perfectamente humano, entonces se lo tenía muy calladito. Hice un seguimiento de las transcripciones del interrogatorio a través de HOLMES y, en la primera declaración, encontré lo que era de esperar: niega que llevara un cuerpo en la parte trasera del vehículo, sostiene que salió a dar una vuelta en coche y después a pasear, no sabe cómo llegó allí la sangre y, por supuesto, no está familiarizado con mujeres muertas a las que les han volado la cara. Como empieza a resultar evidente que las pruebas forenses son abrumadoras, con lo de la sangre en su ropa y el barro bajo sus uñas, deja de contestar a las preguntas. Cuando lo acusaron formalmente y lo arrestaron, dejó de hablar con la gente, incluso con su abogado, que, a raíz de aquello, recomendó que le realizaran una evaluación psicológica. Solo con leer por encima la lista de tareas sentí la frustración de la Brigada de Grandes Crímenes mientras se embarcaban en un largo y duro esfuerzo, desmenuzando cada pista hasta convertirla en un fino polvo y después tamizándola en busca de pruebas. La víctima no se dejaba identificar y la autopsia no reveló nada más aparte de que era mujer, caucásica, de unos treinta y cinco y que no había comido nada durante al menos cuarenta y ocho horas antes de morir. La causa de la muerte era muy probablemente el disparo de una escopeta en el rostro, lo bastante cerca como para dejar quemaduras de pólvora. El doctor Walid, la respuesta gastroenterológica a Cat Stevens1 y, hasta donde sabíamos, el único criptopatólogo en activo en el mundo, se acercó un momento de camino a su casa con su propio informe de la autopsia.

      Así que tomamos la merienda hablando de patología, sentados en los butacones mullidos de cuero que había en el patio interior de la planta baja. El mobiliario de La Locura se había renovado por última vez en los años treinta, cuando la clase dirigente británica creía firmemente que la calefacción central era obra, si no del mismísimo diablo, sin duda de los malvados extranjeros empeñados en debilitar el robusto espíritu británico. Extrañamente, a pesar de su tamaño y de la cúpula de cristal, en el patio interior se estaba a menudo más calentito que en el pequeño comedor o en cualquiera de las bibliotecas.

      —Como podéis ver —dijo el doctor Walid mientras extendía las imágenes de unas rebanadas finas de cerebro sobre la mesa—, no hay indicios de degradación hipertaumatúrgica. —Las rebanadas estaban teñidas con una variedad de colores estridentes para mejorar el contraste, pero el doctor Walid se quejó de que seguían siendo obstinadamente normales, y yo le tomé la palabra—. Tampoco había indicios de modificaciones quiméricas en ninguna de las muestras de tejido —prosiguió, y le dio un sorbo a su café—. Pero he enviado un par de ellas para que hagan su secuenciación.

      Nightingale asintió educadamente, pero yo sabía por experiencia que solo tenía una idea vaga de lo que era el ADN, ya que era tan viejo como para haber sido el padre de Crick y de Watson.2

      —Creo que podemos dar el caso por cerrado —dijo—. Al menos, desde nuestro punto de vista.

      —Me gustaría continuar —dije—, por lo menos hasta que identifiquemos a la víctima.

      Nightingale se puso a tamborilear la mesa con los dedos.

      —¿Estás