la fluidez de su escritura, y los múltiples nombres propios y temáticas en que incursiona, habilitan nuevas e insospechadas aproximaciones a su obra. “Estudiaremos todos los grandes movimientos de renovación: políticos, filosóficos, artísticos, literarios, científicos. Todo lo humano es nuestro”, escribió nuestro autor en la presentación inicial de su revista Amauta.[5] La perdurable atracción que ejerce Mariátegui obedece también a las posibilidades de lectura que se derivan de esa sorprendente ubicuidad de sus intereses.
Pero una presentación a un conjunto representativo de textos del autor de los 7 ensayos debe advertir de inmediato que ese carácter proliferante y desprejuiciado de su praxis intelectual se halla compensado, en sus constantes aperturas, por una suerte de brújula interna. Como advirtió Álvaro Campuzano en un lúcido ensayo reciente,[6] el “entramado proteico, complejo y en movimiento” que conforma el amplio abanico de temas visitados por la pluma de Mariátegui, se ve regulado por una “orientación básica, comparable a una fuerza gravitatoria”. ¿Pero dónde radica ese núcleo en torno al cual orbita, a mayor o menor distancia, la pluralidad de sus escritos? Aquí sostenemos que se cifra en el horizonte de un socialismo cosmopolita. Desde 1918, y cada vez con mayor vigor, el primero de los términos de esa fórmula será parte de la identidad pública de Mariátegui como periodista y como intelectual. “Hombre con una filiación y una fe”, como se define en La escena contemporánea, su adscripción socialista se verifica sea en su voluntad de marxismo (por ejemplo, para encarar la cuestión indígena desde una perspectiva económica y de clase), en su aliento revolucionario (impulsado por el acontecimiento bolchevique de 1917, y luego por el influjo de Georges Sorel y de otras sugestiones), o en su recurrente lectura de los hechos sociales, estéticos y culturales contemporáneos como índices de fuerzas nuevas o, en su reverso, como síntomas del declive de la sociedad burguesa (según se aprecia en la remisión de una multitud de fenómenos de actualidad a los campos antitéticos de la revolución o la decadencia;[7] aun cuando, como puede verse en algunos de los textos aquí reunidos, esa perspectiva no implicó la condena en bloque de todos los elementos asociados a la cultura liberal). En cambio, su constante inclinación cosmopolita, que lo acompaña y lo alienta incluso en sus incursiones en los “problemas peruanos” –que conforman una porción limitada de los textos que compone en su etapa madura–, ha sido menos reconocida. Y es que en América Latina la corriente principal de interpretación de Mariátegui quiso anexarlo sin más a los nombres-faro de la tradición nacional-popular.[8] Favoreció esa tendencia el uso descontextualizado de algunos giros o frases, ejemplarmente de la que a todas luces ha sido su cita más famosa: aquella que en el editorial de Amauta titulado “Aniversario y balance” indicaba que el socialismo en América Latina debía evitar ser “calco y copia”.[9] Frente a los estímulos a la autosuficiencia cultural derivables de esa frase, aquí sostenemos en cambio que la marcha de Mariátegui estuvo animada por una serie de disposiciones vitales que Mariano Siskind denominó “deseos cosmopolitas”, un conjunto de posicionamientos estratégicos que “permitían imaginar fugas y resistencias en el contexto de formaciones culturales nacionalistas asfixiantes y establecían un horizonte simbólico para la realización del potencial estético translocal de la literatura latinoamericana y de procesos de subjetivación cosmopolitas”.[10] En otras palabras, lo que definió globalmente la aventura intelectual de Mariátegui fue una vocación resueltamente antiparticularista, que tanto para ofrecer lúcidos avistajes de los rasgos y figuras de su contemporaneidad como para, incluso, disponer caracterizaciones de la realidad nacional peruana, no cesó de colocar sus análisis en relación a las dinámicas de la época irremisiblemente mundial que latía ante sus ojos.
De los dos libros editados por Mariátegui a los otros dos que tenía casi listos al morir –El alma matinal y Defensa del marxismo–, pasando por una selección del resto de su abundante producción, esta antología se organiza entonces siguiendo los pasos de las continuas aperturas de nuestro autor en su afán de un socialismo cosmopolita.
Periodismo y “edad de piedra”
José Carlos Mariátegui nació en la pequeña ciudad de Moquegua, en la costa sur peruana, el 14 de junio de 1894. Hijo natural de una costurera y maestra de escuela de raíces campesinas, y de un hombre de linaje aristocrático con quien tuvo escaso vínculo, transcurrió su infancia y adolescencia en circunstancias modestas entre Huacho –otra localidad costera– y Lima, donde la madre y sus hermanos decidieron asentarse a inicios del siglo XX. El rasgo más notable de la niñez y juventud de Mariátegui es su autodidactismo. Privado de ir a la escuela desde los 8 años por problemas de salud, tanto en su hogar como en sus prolongadas hospitalizaciones halló estímulos constantes a la lectura. La disposición literaria y la voracidad por experiencias y saberes de las más variadas procedencias que entonces se le despertaron, y que lo acompañaron toda su vida, encontraron en el ámbito del periodismo limeño –donde se incorporó en 1909 y permaneció hasta su viaje a Europa diez años más tarde– un espacio sustitutivo de la educación formal a la que se veía impedido. Fue ese contexto del “diarismo” el que le proveyó un sinnúmero de incentivos que se prolongaron en el ejercicio temprano de una escritura briosa desde la que incursiona en una diversidad de géneros: la crónica periodística, la nota social y el comentario político, en primer lugar, pero también cuentos, poemas y obras de teatro (aficiones que luego iba a abandonar). Mariátegui tendió posteriormente a despreciar a Juan Croniqueur –su seudónimo favorito del período– y, en una conocida carta autobiográfica de 1928 al argentino Samuel Glusberg, escribió que en su fase juvenil, previa a su identificación con el socialismo, era apenas un “literato inficionado de decadentismo y bizanti[ni]smo finiseculares”. Pero su “Edad de Piedra”, como la llamó, es más rica de lo que ese juicio retroactivo supone, y entre los estudiosos de su obra las líneas de continuidad y de ruptura entre esa etapa y la del ensayista maduro han sido materia de discusión.[11]
Una de las dimensiones más acusadas que ese período juvenil legó a la entera trayectoria de Mariátegui tuvo que ver precisamente con su contacto inicial con el mundo de la prensa. En uno de los ensayos que, ya cercano a su muerte, escribió sobre el escritor estadounidense Waldo Frank, señalaba:
Mi experiencia me ayuda a apreciar un elemento: su estación de periodista[, que] puede ser un saludable entrenamiento para el pensador y el artista. […] Para un artista que sepa emanciparse de él a tiempo, el periodismo es un estadio y un laboratorio en el que desarrollará facultades críticas que, de otra suerte, permanecerían tal vez embotadas. […] Es una prueba de velocidad.[12]
Aptitud crítica y velocidad fueron en efecto facetas que, adquiridas en el trajín de la labor periodística, definieron el estilo intelectual de Mariátegui. Los ritmos y formatos de los diarios, primero, y de los semanarios, posteriormente –Mundial y Variedades, las revistas limeñas en las que el grueso de los textos de su etapa madura vio la luz–, moldearon el pulso de su escritura. Y si el espacio de la prensa fue para él un “laboratorio”, fue porque dispuso un terreno para la experimentación literaria (propiciada en su juventud por sus frecuentaciones de los ambientes de la bohemia, sobre todo en su paso por el grupo Colónida liderado por Abraham Valdelomar), y porque lo abasteció de los materiales contemporáneos a los que inevitablemente encadenaría su reflexión ensayística. La mayor parte de sus crónicas juveniles gira en torno a los claroscuros de la modernidad limeña, desde la serie que tituló “Glosario de las cosas cotidianas” hasta retratos de los mundos sociales que cohabitaban en la ciudad, pasando por la cobertura de la actividad parlamentaria nacional que radiografió con mordacidad para el diario El Tiempo. En esos textos, tanto podía entonar un canto alabado a “nuestro siglo” –“muy hermoso a pesar de sus crueldades, a pesar de sus injusticias, a pesar de sus mercantilismos”, según escribía en una carta al poeta Alberto Hidalgo–, como, a la inversa, evocar con nostalgia un espectáculo circense en su niñez, radiografiar la neurosis urbana y las tendencias al suicidio o, en su conocida crónica “La procesión tradicional” –que le valió un premio municipal–, dejar aflorar las emociones que le despertaba el desfile de una multitud creyente, a sus ojos capaz de provocar “una intensa resurrección del misticismo de Lima, asfixiado y sojuzgado ordinariamente por el vértigo y el olvido de la ciudad moderna”.[13] Pero ese timbre nostálgico y pasadista (como lo