sobre la realidad peruana, Mariátegui había entrevisto que la cuestión del indio, atinente a las grandes mayorías que habitaban el Perú, se vinculaba al “problema de la nacionalidad”[76] (como especificó Terán, “a la posibilidad de constitución de estructuras nacionales sobre la base de realidades heterogéneas y muchas veces centrífugas”). [77] Ya se vio cómo el autor de los 7 ensayos llega a atisbar este horizonte a la hora de preguntarse por el despliegue de una estrategia socialista que apunte a incorporar a las masas. Sin embargo, si el discurso de Mariátegui llegó a admitir una mirada positiva del nacionalismo, ello tuvo que ver con esquemas y situaciones que trascendían el caso particular del Perú. En primer lugar, y en sintonía con los postulados defendidos entonces por la Internacional Comunista y, de modo más amplio, por el campo antiimperialista que se había desarrollado vigorosamente en el mundo tras el fin de la guerra, Mariátegui suscribía a la tesis según la cual “el nacionalismo que en las naciones de Europa tiene forzosamente objetivos imperialistas y, por ende, reaccionarios, en las naciones coloniales o semicoloniales adquiere una función revolucionaria”.[78] Las simpatías hacia movimientos antiimperialistas de países como China, la India o Marruecos, así como los fluidos lazos que mantenía entonces con el naciente proyecto del APRA de Haya de la Torre, eran muestras de esa tesitura. Pero además, esa variante de nacionalismo prototercermundista merecía la atención de Mariátegui tanto por encarnar valores universales como por abonar al clima romántico y convulsionado que daba tono a la época. Así, mientras podía comenzar un artículo sobre Egipto señalando que “despedida de algunos pueblos de Europa, la Libertad parece haber emigrado a los pueblos de Asia y África”, en otro se entusiasmaba al comprobar que “la revolución rifeña [en referencia a la República del Rif, en Marruecos] cesó de ser un hecho aislado para convertirse en un episodio y en un sector de la revolución mundial”.[79]
Ese tipo de razonamiento va a verse alterado a partir de la ruptura con el APRA de 1928. A comienzos de ese año, Haya de la Torre lanza el llamado “Plan de México” (por su lugar de concepción, durante su exilio), que inspirado en el antiimperialismo del Kuomintang chino se propone despertar en el Perú un movimiento de masas a partir de la creación desde el exterior de un autodenominado Partido Nacionalista Libertador. Ese proyecto fracasa, pero alcanza a desatar una agria polémica epistolar entre Haya y Mariátegui, quien lo juzga precipitado y propio de la vieja política criolla caudillista. El quiebre entre las dos figuras máximas de la generación peruana de 1920 se proyecta a las páginas de Amauta, desde las cuales su director –en el ya mencionado editorial “Aniversario y balance”– proclama “nuestra absoluta independencia frente a la idea de un Partido Nacionalista”, a la vez que enfatiza la adscripción socialista de la revista. Poco después, junto con un núcleo de obreros Mariátegui promueve la creación del Partido Socialista del Perú.[80]
Nuestro autor tuvo ocasión de elaborar sus discrepancias con Haya de la Torre en “Punto de vista antiimperialista”, texto enviado a la I Conferencia Comunista Latinoamericana que se realizó en Buenos Aires en 1929. Allí una vez más se expresó a favor de “la formación de partidos de clase y poderosas organizaciones sindicales”, en contraposición a las “vagas fórmulas populistas” que observaba en el jefe aprista. La referencia es de interés para una historia del concepto de populismo en América Latina que está aún por hacerse, puesto que los usos de la noción por parte de Mariátegui se cuentan entre los primeros provenientes de figuras de izquierda en el continente (junto a los que, en tono de ácida diatriba, el cubano Julio Antonio Mella espeta al aprismo en su panfleto “¿Qué es el ARPA?”). En el peruano, además, esos empleos se solapan con sus críticas al “populismo literario”.
Y mientras esta polémica de gran resonancia posterior en las izquierdas peruanas y latinoamericanas tenía lugar, Mariátegui reafirmaba su colocación socialista y marxista en otro terreno de debate. Entre julio de 1928 y junio de 1929 publicaba en Variedades y Mundial una saga de textos a modo de respuestas a un libro aparecido un par de años antes, primero en alemán y casi de inmediato en otras lenguas, y que en Europa había generado vivaces controversias: Más allá del marxismo, del dirigente del socialismo reformista belga Henri de Man. Ese ensayo, que Mariátegui situaba en la serie de intervenciones que desde fines del siglo XIX señalaban las insuficiencias (cuando no la crisis) de la doctrina inspirada en Marx, pretendía efectuar no solo una revisión sino una “liquidación” del marxismo, que a juicio de De Man subsistía preso de los presupuestos filosóficos decimonónicos de corte racionalista que eran ya obsoletos.
Mariátegui, habituado a diagnosticar la caducidad de los términos preexistentes a la época inaugurada con la guerra y la revolución, esta vez asumía una “defensa del marxismo” (tal era el título del libro en el que proyectaba reunir la serie de réplicas a De Man). Esa postura no buscaba salvaguardar al socialismo economicista, parlamentarista y de rémoras positivistas que él también despreciaba, sino aprovechar la ocasión para sacar a relucir el proceso de revivificación que en su mirada experimentaba el marxismo contemporáneo. Habiendo tomado contacto inicial con la obra de Marx mediante la tradición del idealismo italiano,[81] entre los decisivos cambios que le había traído aparejada su estancia europea estaba el de haber trastocado su misticismo religioso de juventud –asociado al catolicismo que había heredado de su madre, y vinculado entonces a sus búsquedas literarias– en un ingrediente fundamental para entender la política y los procesos de subjetivación de la posguerra. “¿Acaso la emoción revolucionaria no es una emoción religiosa? Acontece en el Occidente que la religiosidad se ha desplazado del cielo a la tierra”, escribía en el artículo dedicado a Gandhi en La escena contemporánea.[82] La perspectiva vitalista y nietzscheana de Mariátegui, que había comenzado a fermentar en sus apreciaciones del romanticismo político de la gesta bolchevique pero también de D’Annunzio y el fascismo italiano, había revigorizado al marxismo e insuflado a los movimientos revolucionarios que alborotaban al mundo. Además de Croce, Bergson y Gobetti, para Mariátegui la mediación intelectual fundamental para caracterizar ese fenómeno habían sido Georges Sorel y su teoría del mito como carburante emocional que impulsaba a los sujetos a la acción. Según había escrito en uno de sus principales ensayos,
la experiencia racionalista ha tenido esta paradójica eficacia de conducir a la humanidad a la desconsolada convicción de que la Razón no puede darle ningún camino. El racionalismo no ha servido sino para desacreditar a la razón. […]
La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del Mito.[83]
En su polémica con De Man, Mariátegui escribía que “a través de Sorel, el marxismo asimila los elementos y adquisiciones sustanciales de las corrientes filosóficas posteriores a Marx”. Pero persuadido de que el autor de Reflexiones sobre la violencia había tenido seguidores tanto en la izquierda como en el fascismo, ataba su recuperación a la figura de Lenin, a quien siguiendo una senda soreliana consideraba “el restaurador más enérgico y fecundo del pensamiento marxista”.[84] No por casualidad Mariátegui había traducido y publicado en Amauta un conocido texto tardío de Sorel que elogiaba al revolucionario ruso.[85] En rigor, el peruano llevaba a cabo una operación exactamente opuesta a la que desplegaba la corriente principal de seguidores del pensador francés, cuyas demandas imperiosas de concreción de un mito revolucionario habilitaron el pasaje de la clase a la nación, aportando así un ingrediente de peso en la conformación de la cultura política fascista.[86] En Mariátegui el camino iba a ser el inverso. Según escribió, “el nuevo romanticismo, el nuevo misticismo, aporta otros mitos, los del socialismo y el proletariado”.[87] Su atenta lectura de los componentes emocionales del movimiento liderado por Mussolini lo llevó a presagiar una sentimentalidad análoga férreamente asentada en el mito de la clase obrera mundial. De allí el modo en que concluye su “Biología del fascismo”: “Solo en el misticismo revolucionario de los comunistas se constatan los caracteres religiosos que Gentile descubre en el misticismo reaccionario de los fascistas”.[88]
En definitiva, en su discusión con De Man Mariátegui se preocupó por ofrecer numerosas pistas que daban muestras de la vitalidad de la que en su época continuaba gozando el marxismo. Desde una perspectiva analítica, señalaba