Giacomo Roncagliolo

Ámok


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dos. Él lleva puesta la misma camisa sucia, la corbata sobre el mueble, a su lado, arrugada, los pies descalzos puestos en la mesa de centro.

      Lo que sigue al video es una animación abstracta e insonora.

      –¿Quién era? –le digo.

      –Creo que le llaman la Ho Chi.

      –¿La Ho Chi? No, no. La mujer que vino hace un rato.

      –Ah, ¿Linda?

      –Sí, Linda. ¿Quién es?

      Óscar detiene su concentración con la tele por unos segundos, pero no me mira. Busca en el paquete de cigarros que hay sobre la mesa, lo tira al suelo, revisa sus bolsillos. Con sorpresa, en mi casaca, encuentro la cajetilla que compré hace unas noches. Le ofrezco uno.

      –Gracias –dice él.

      –¿Quién es Linda? –insisto–. ¿Y quién es esa otra? ¿Rita? ¿Eso fue lo que dijeron?

      Sin desviar sus ojos de la pantalla, con el cigarro ya prendido, Óscar sentencia:

      –No te irá bien si sigues escuchando conversaciones ajenas.

      –Pero hablaban de mí.

      –¿Y?

      Hasta aquí llega mi voluntad para encararlo. Ya seguiré insistiendo después, pienso, y me refugio en la pantalla.

      –Igual ellas no importan –dice Óscar–. Ni Linda, ni Rita. Ahora tienes otras cosas en qué pensar. Para empezar, hay una carta que quiero que escribas. Una no muy larga, que explique a dónde has ido y por qué, nada más. Puedes decir lo que sea que se te ocurra. Haz un borrador y seguimos desde ahí.

      –Una carta, ya. ¿Para quién?

      –Eso no te lo puedo decir yo. ¿No hay alguien que te espera en casa?

      3

      Por momentos, cuando me pregunto qué fue lo que me trajo aquí, me siento seguro al concluir que fueron las pastillas. Con ellas cada camino se prefiguraba similar al anterior. No había diferencia: sin importar cuál fuera el rumbo, la victoria se adivinaba próxima, al alcance de un paseo corto. Una carta, un taxi, una carretera hacia el norte, los pasos se justificaban siempre a sí mismos, e incluso contenían la promesa de un nuevo comienzo. Un comienzo limpio, fresco y certero: en eso radica el encanto de sedarse.

      Pero hoy no traigo las pastillas conmigo. Hoy hay ratos en los que la duda pega fuerte y de pronto me encuentro pensando que tal vez el entumecimiento no fue lo único. Que a lo mejor también debía sentirme insatisfecho con el arreglo que teníamos Nía y yo, que solo bajo ese pretexto pude partir, libre de culpa, en plena madrugada. O que ni siquiera fue eso, que mi presencia en esta región no depende de motivos tan mundanos.

      Es cierto: no costaba leer entre líneas la amenaza de esa carta sin remitente. «Felicitaciones. Usted ha sido elegido como el Ámok número treinta y cuatro. Siga estrictamente las instrucciones a continuación». No era, pues, en ningún modo, una invitación. Y cuando pienso en lo que pasaba por mi cabeza esa noche, cuando calzaba mis zapatos y salía de la cama en silencio, reconozco el inconfundible rastro que deja el miedo, sí, pero también otro empuje que permanece, que todavía siento: un hechizo inagotable, la urgencia desatada que me forzaba a dejar a Nía atrás.

      Es extraño no poder despertar con ella en el otro lado de la cama. Es triste, sin duda. Recuerdo lo lleno que sentía mi pecho, como si de cierta forma la vida fuera eterna, o al menos lo suficientemente larga para no tener que temerle a la muerte. A pesar de los celos, de las peleas, o de que muy pronto fuéramos a perder la casa en la que vivíamos, la dicha de haber encontrado en ella a una compañera me bastaba.

      Ese optimismo llegó con nuestros encuentros iniciales, esa etapa únicamente nocturna en la que nos juntábamos luego de sus fiestas para ver películas, retrospectivas enteras que nos servían de preámbulo y de fondo cuando estábamos en la cama. Por esa época yo había intentado reducir mis hábitos sociales casi por entero, liberarme de los amigos, de esas correrías cada vez más frenéticas y penosas en las que se refugiaban aquellos a los que yo me había sentido cercano alguna vez. Un día descubrí que ya no lo soportaba más. Y no solo porque el asunto me aburriera desesperadamente, lo cual era cierto después de tantos años, sino sobre todo porque no encontraba una buena razón para tanta agitación. Ahora pienso que nunca tuve elección. A lo mejor al comienzo, un poco. Pero después no había hecho más que seguir a una pandilla obsesionada por vivir toda junta al margen de todo. Y esta vez yo quería estar al margen del margen, en esa región solitaria y magnífica que habitan los reclusos.

      En esta nueva etapa fue que conocí a Nía. Ella dice que me vio meses antes, en uno de los bares de aquella esquina porteña, pero yo la recuerdo después. La veo acostada en mi cama, dormida como tantas veces, y vuelvo a evocar el desasosiego de saber que ella merecía algo mejor, que su belleza resultaba incomprensible a mi lado. Rememoro lo mucho que me complacía imaginando que ella no existía como tal, pero sí su cuerpo, su cara, y que yo podía tocarla por horas, lamer con cuidado cada poro hasta que se me secara la lengua, coger su labio superior con los míos e intentar dormir así, húmedo, engranado. Meterme dentro de ella como en esa película que vimos de la chica en coma y quedarme a vivir ahí por un tiempo, unos meses, solo hasta estar satisfecho, protegido.

      Con el tiempo, además, conocería el límite de su atracción.

      –¿Cómo podría conformarme con un solo chico? –me dijo.

      Le pregunté si era broma y ella apretó mi mano, me besó, dijo que no. Yo fingí reírme y hundí mi cabeza en la almohada. Descubrí de pronto que entre su cuerpo y el mío, en medio del sudor que en ese momento nos unía, se colaba una larga fila de sujetos. Porque yo no era el único. Al menos no durante los primeros meses; después ya no volví a preguntar, no por un tiempo. De cualquier forma ella siempre decía que a ninguno lo había querido tanto como a mí.

      4

      Cuando uno va a ciento cuarenta kilómetros por hora, la línea blanca de la carretera se ve hermosa: iluminada por las luces del taxi, vibrando como un gusano de dimensiones interregionales, se escapa y regresa en un movimiento constante. A mi piel helada vuelve entonces el asombro que de niño me causaban cosas simples como el cielo y sus colores a las seis de la tarde, esos espléndidos excesos de entusiasmo en los que esta noche, por desgracia, no puedo sumergirme. A mi lado hay señales de un desperfecto evidente: Perales, mi copiloto, tiene medio cuerpo afuera de la ventana, su larga melena desplegada como una capa vampiresca, los alaridos incomprensibles que lanza al viento, seguramente inspirados por ese pocotón de coca que acaba de meterse.

      En un solo día he sacado en claro que para ser su compañero uno debe tener cuidado. Soy yo el que conduce, sí. Pero lejos de tranquilizarme, aquella distribución de roles solo me exige un estado de permanente alerta. Si algo nos ocurre, seré yo al que culpen. Sobre esto Óscar no ha dejado dudas.

      –¿Qué pasa? –dice Perales, su figura nuevamente en el asiento–. Te vas a quedar dormido. Acelera, carajo.

      –El carro no da más.

      –Sí da. Hazme caso y pisa nomás. ¿Quieres o no quieres llegar?

      Acabamos de cumplir con la segunda partida, vamos dejando atrás la segunda ciudad. Nuestra tercera locación se encuentra muy en el sur, al otro lado de la frontera, dentro de la región en la que fui reclutado. Óscar no parecía muy convencido al darnos las indicaciones, dijo que el lugar está fuera del territorio que nos toca, que podemos intentarlo aunque no cree que lleguemos a tiempo para el juego.

      Hemos decidido probar. Perales ha decidido probar.

      Ahora no deja de jugar con el espejo retrovisor. Se peina con las manos, levanta las cejas, transforma su cara con marcas de acné en gestos de sorpresa casual que él considera irresistibles.

      –¿Tú crees que es verdad eso que dice Óscar? –le pregunto–. ¿Eso de que no duerme?

      –Sí, ¿por qué no? Yo le creo. Además tiene razón cuando dice que la vida es muy corta