Giacomo Roncagliolo

Ámok


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mi cabeza no tardaron en venir las imágenes de mi primer sueño aquí. Aquel nombre huidizo tiene un eco siniestro que todavía resuena en mi mente. Como una llave o el secreto fundamental de estas vacaciones.

      Ahora soy el chico de las entregas. Resulta que los Ámok no tenemos los bolsillos llenos. El pago por las partidas es alto pero existe un orden: depende de los puntos hechos y se cobra cada cuatro meses. Solo entonces puedes dedicarte exclusivamente a ser Ámok, o incluso abandonar las partidas, largarte a donde sea. Aunque claro, eso sería como volver al principio.

      Mi tarea es sencilla: manejar una moto, tener mucha paciencia (para prenderla se necesita tal cantidad de patadas que a veces se parece más a una mula vieja que a un vehículo de ocho caballos de fuerza). A los novatos como yo nos toca recibir con humildad el sueldo y las propinas, ser un humano corriente con un trabajo corriente hasta que el fin de la temporada llegue.

      Pienso en Perales y se me ocurre que él todavía no ha alcanzado los cuatro meses. De lo contrario, no estaría trabajando.

      Ahora mismo somos seis en la tienda: Perales, yo y otras cuatro personas que nada saben de nuestras incursiones nocturnas. Llevan vidas anodinas, de riesgos calculados. Tienen valentía suficiente para levantarse en la mañana pero no para mirar y retar al espejo.

      Harold sale de su oficina.

      –¿No les ha pasado que tienen esos días en que despiertan con ganas de hacer cada cosa divinamente bien? Se duchan y enjuagan cada parte sin apuro, se afeitan hasta el último pelo, dan vuelta a los pasadores con fuerza, la lengüeta bien estirada. ¿No les ha pasado?

      –Todos los días son así para mí –dice Roberto.

      –Y para mí –dice Vicky.

      Mona abre la boca como a punto de decir algo pero al final solo se le escapa un eructo.

      –Quería decir que hoy parece un gran día –dice Harold–. Además llegué diez minutos antes de lo que pensaba. Estoy con todas las de ganar.

      –Jefe, yo no estaría tan seguro –dice Roberto–. El horno se ha atracado.

      –¿Qué?

      –Hace quince minutos que la cinta no se mueve.

      –¡¿Quince minutos?! ¡¿Se han vuelto locos?!

      –Jefe, tranquilo. No hay tantos pedidos. Solo tenemos tres que X debe repartir cuanto antes.

      –Déjenme verlos –dice Mona.

      Se acerca al mostrador de aluminio, observa las pizzas como si contara los veinticuatro pepperonis que cada una debe llevar.

      –Perfecto –dice, y vuelve a su puesto.

      De los seis que trabajamos en esta tienda, Mona es el espécimen más aplicado. A pesar de los eructos y el mal olor, aunque sea irremediable que a veces caiga pesada, realiza sus tareas con el esmero eficiente y fanático de quienes encuentran en el trabajo la cúspide social que no acontece en sus casas vacías.

      Perales abre la puerta del congelador y saca una caja de masas frescas. Aceita los moldes, pone las masas, coloca las bandejas en los estantes. Repite esta operación tres o cuatro veces por jornada. A veces se encierra en el congelador. No hace nada más, no puedo decir en qué ocupa realmente sus ocho horas de trabajo. He pensado en preguntarle pero prefiero que haga lo suyo. De cualquier modo, tengo tanto o más tiempo muerto que él.

      Vicky vuelve con los pedidos para las mesas.

      –Dos grandes de queso solo y una de champiñones con salsa blanca.

      –¡Vegetarianos! –dice Roberto–. ¡Por favor! ¿Qué les pasa? ¿Tres pizzas y no pueden pedir siquiera una con jamón?

      De todos los adictos que he conocido, Roberto es el único al que el jamón lo desquicia. No exagero cuando digo que son más las veces que lo he visto comiendo jamón a escondidas que aquellas en que lo encontré inhalando en los cubículos del baño.

      –Van a cortarnos el suministro –me dijo una vez. Era la segunda que lo encontraba paseando por la cocina con el puño envolviendo láminas de jamón inglés–. Lo hago para salvar el negocio. Harold ya lo sabe.

      Eso no era verdad pero a mí de nada me sirve andar de soplón. Me jode admitir que lo que más me hace falta en esta ciudad son amigos, pero es cierto. Él y Perales parecen serlo desde hace mucho. Salen juntos al final de sus turnos para tomar algo y acabar con lo que les haya quedado de coca. A veces los acompaña Vicky, a veces Mona. Quizás me faltaría anunciar que yo también disfruto refrescar mis fosas nasales, tomar un trago, hablar un rato. Perales sabe que es así, pero sé que no quiere que yo vaya. Como tantas otras cosas, esas salidas forman parte de la vida que construyó aquí antes de que yo llegara.

      Harold viene con tres cajas en la mano.

      –Ahora sí. Corre como el viento, X.

      Es un hombre obeso y solitario, sin autoridad, devoto de las novelas de fantasía. En su defensa, el tipo no es tan adicto a la comida como uno pensaría. Lo más goloso en él es su apetencia sexual. Lo sé yo y lo sabemos todos. Mona, una tarde, limpiando su oficina, encontró una abultada colección de revistas porno, trágicamente gastadas. No eran estrictamente revistas pornográficas, sino, mejor dicho, de dibujos pornográficos. De esos que muestran a las mujeres atravesadas por pulpos y tentáculos-penes. No todas eran así, había una o dos en las que se mostraban escenas habituales de sexo. Pero sí, todas eran de dibujitos.

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