Giacomo Roncagliolo

Ámok


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valen la pena, ¿o no?

      –Yo casi nunca sueño.

      –¿Ni una vez por semana?

      –¿Y a ti qué te importa?

      –No sé. Pregunto, nomás. ¿No recuerdas alguno? ¿Uno reciente?

      –Creo que solo uno, el último que tuve. ¿Quieres que te lo cuente? ¿Eso quieres?

      –Tu único sueño.

      –El último.

      –Bueno, dale. Cuenta.

      Perales se me queda mirando. Comprueba que no estoy jugando con él.

      –Mira, yo no entiendo bien de sueños –dice–, pero tampoco creo que haya mucho detrás de ellos, y menos en este caso. Ten eso en cuenta.

      Hay algo muy básico en Perales, algo que en pocas horas ha hecho que lo odie y lo compadezca al mismo tiempo. Un extraño cóctel de sentimientos. Si soy honesto, tampoco encuentro ningún placer en odiarlo, ni siquiera cuando debo dedicarme a cuidar de él y contener las ganas de abrir la puerta y empujarlo a la carretera con el velocímetro al límite.

      Además, mentiría si dijera que gran parte de mi aversión hacia él no está relacionada con Marta.

      Cuando nos presentaron hoy por la mañana, en los ojos adolescentes de Perales vi su recelo. No me hizo falta preguntar si ellos dos habían llegado juntos, si se conocían de antes. Me quedó claro que yo era un invasor muy inoportuno para él, que aquel estrecho y pálido tráiler que tenemos por casa, en las últimas semanas, meses quizás, había sido morada para una pasión libre de los merodeos de cualquiera que no fuera Óscar.

      –¿Y ella donde está? –pregunté.

      –En nuestro cuarto –dijo Perales–. ¿Por qué?

      Su mirada seguía esquiva e impaciente, como si detrás de esa puerta ocultara algún secreto, un vicio antiguo y rutinario. No quise preguntarle más sobre la chica, sobre Marta, pero en mí nació una creciente curiosidad. En parte por saber a qué se parecía su figura femenina, pero también por ver quién era la mujer que, a mi entender, definía sustancialmente el comportamiento de Perales.

      –Tú vas a seguir durmiendo en el cuarto del fondo –dijo Óscar. Seguía frente al televisor, no se había movido en toda la mañana–. Y ellos dos en el cuarto que hay junto a la cocina, igual que ahora.

      –¿Y la otra puerta, la que hay al lado del baño? –pregunté.

      –¿Otra vez vamos a hablar de lo mismo? –dijo Perales.

      –Todo a su tiempo –dijo Óscar–. Hoy concéntrate en lo que te toca. Se vienen más partidas esta noche.

      Esta vez sí que quise seguir preguntando, pero Óscar ya empezaba a explicarme que él duerme en otro tráiler, a poca distancia de aquí, que deja su taxi en el grifo de nuestra esquina porque en su calle no hay sitio, que nuestro taxi, en cambio, había que guardarlo en el patio trasero, en un lote sin iluminación, con tierra húmeda salpicada de nieve y trozos de animales muertos. Un panorama no muy agradable, si me lo preguntan.

      Por lo demás, las partidas siempre se juegan por la noche –siguió Óscar–. Y durante el día vas a trabajar con Perales en una de las tiendas del centro. Tienes un puesto asignado. Te esperan mañana.

      –¿Y Marta?

      –El caso de Marta es distinto –dijo Perales.

      Pero ninguno me explicó qué quería decir eso. Tampoco la llamaron ni facilitaron alguna clase de presentación.

      Para verla tuve que esperar toda la tarde. Óscar ya se había ido, Perales llevaba un par de horas encerrado en la habitación que compartía con ella. Yo intentaba lograr una siesta pero cada tanto adivinaba, o a lo mejor imaginaba solamente, solapados gemidos femeninos de ritmo regular, silencios abruptos, y luego la continuación de aquellos quejidos. De pronto escuché que se abrían y se cerraban unas puertas, el motor del taxi encendiéndose, las llantas que resbalaron en el hielo, y de nuevo el silencio.

      Comprendí que había quedado a solas con la cautiva del primer cuarto, así que decidí instalarme en el sillón de la sala y probar suerte. Prendí la radio en la estación de los clásicos, puse la televisión en mute y esperé.

      El sol acababa de ocultarse y el ambiente todavía se iluminaba con los restos de una luz natural, anaranjada y terca cuando Marta apareció.

      Al principio llamó mi atención su pelo suelto, un oleaje inacabable y oscuro como una medianoche mar adentro. Lo siguiente fue el pasmoso volumen de su pecho: tenía puesto un top negro que de seguro usaba como piyama, pero el efecto habría sido el mismo con cualquier otra prenda. Solo pude dejar crecer la primera erección desde que saliera de mi ciudad, quedarme quieto, fingir que dormía, aferrarme a prolongar el momento de contemplación todo lo que fuera posible.

      Marta dio vueltas en la cocina. Movió los platos, los vasos, abrió y cerró el refrigerador como si se tratara de un ritual sonámbulo. Se acercó a la radio, la apagó. Pensé que ya era tiempo de decir algo pero me obligué a cambiar de opinión. Cerré un poco los ojos, enfoqué la vista y decidí, en cambio, seguir cada uno de sus movimientos. Se había quedado quieta, apoyada sobre el mostrador del lavamanos. Pude ver que abajo llevaba una prenda diminuta, las piernas gruesas y brillantes, rodillas pronunciadas, medias largas. Tuve ganas de saber cómo tenía el culo pero su cuerpo se mantuvo inmóvil, como esperando algo más de la noche.

      De pronto giró sobre los talones, caminó hasta su cuarto y cerró la puerta. El movimiento fue demasiado rápido para que yo pudiera ver la curva sobre sus piernas, pero esperé. Me entregué al sismo que contenía en mi pecho y esperé. En pocos minutos Marta estuvo de regreso. Esta vez ya venía vestida, con una bufanda sobre el cuello y una gorra de lana en la mano. Sin detener el paso, se la puso, ajustó un par de vueltas a la bufanda y atravesó la puerta de la calle.

      El frío era glacial cuando salí. Pensé en volver por un abrigo pero la silueta de Marta ya casi no se veía. Empecé a correr, sentí un ardor en la punta de los dedos, en la nariz, en las comisuras de mi boca. No lo lograría. Si el paseo no acababa pronto, yo no lo lograría. Pero sus pasos no se detuvieron y tampoco los míos. Continuamos avanzando.

      A lo lejos pude ver que sobre nosotros comenzaba a alzarse la inmensa carretera regional.

      Perales me cuenta su sueño. Aunque por lo que relata entiendo que no ha soñado nada, o mejor dicho, que no lo recuerda. La historia comienza cuando se despierta.

      –No podía moverme –dice–. No sé qué mierda era pero no podía moverme. ¿Te ha pasado? Estar despierto, con los ojos abiertos, mirando todo, pero quieto, como amarrado a la cama. Veía mi mano, ¿podía moverla? Sentía que sí pero ahí seguía, quieta. ¡Qué viaje de mierda!, pensaba, pero no recordaba haberme drogado… Nunca me voy a olvidar. Jamás me había pasado. Todo parecía real, lo que veía. Mi cuerpo, mi cuarto, las luces de la calle. Pero no lo era. No era real. Un puto sueño, ¿no?... Y ahí estoy, congelado, sin poder moverme, hasta que me doy cuenta que sí puedo cerrar los ojos, y abrirlos, y cerrarlos de nuevo. Pestañeo tantas veces que comienza a dolerme, pero ya no puedo parar… Tengo miedo de dejar de parpadear y que después ya no pueda hacer ni eso… Entonces dejé de oír.

      Se calla. Percibo un breve temblor en sus labios, un gesto inusual en él, como si temiera caer en una catalepsia semejante aquí mismo, en plena carretera.

      –Si me pasara otra vez, me quedaría quieto. Quieto hasta que todo acabe. Porque la cagué. Estaba aleteando, pestañeando como un loco, intentando despertar, y de pronto, ¡clac!, mis ojos se desprenden, se descuelgan, se desatan, no sé, caen hacia adentro, como al fondo de mi cabeza… ¡No te rías, X! No es gracioso, imbécil. No fue gracioso. Pensé que estaba loco, que me estaba muriendo… No sabía qué mierda hacer. Veía un túnel oscuro, como paredes de carne, mojadas, y al final mi cuarto, la luz de la calle todavía prendida. Y pensaba en eso. En cómo sería mi vida después. Entonces vino lo más raro. Yo estaba quieto,