Giacomo Roncagliolo

Ámok


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sin respuestas.

      Yo habitaba sus antípodas. Las horas se me perdían fumando frente a la computadora, un link tras otro, viendo tele, marcando números de comida a domicilio. Dejaba la cama cerca de las cinco, solo a tiempo para bañarme y preparar la cena antes de que Nía regresara de la oficina. Tenía mi propio proyecto, sí que lo tenía. Pero este no tomaba todavía una forma concreta, ni siquiera una primera idea escrita. La yerba lograba convencerme de que no era necesaria, que las imágenes que coleccionaba en mi cabeza darían fruto muy pronto, que solo hacía falta esperar. Y así, anclado a esa modorra, cada día caía sin remedio en obsesiones y hábitos nuevos, como quedarme toda la mañana frente a las noticias, a la espera de las próximas declaraciones del teniente.

      Esa noche veníamos bebiendo, destendiendo con juegos tiernos la cama que también nos servía de mesa. No recuerdo qué me preguntó ni tampoco qué dije yo, pero sí la cachetada, la gravedad tirando de nosotros, el golpe cuando caímos al suelo, justo sobre el control remoto. La tele se había encendido, como en un chiste. Nía volvió a darme con la mano, como dejando en claro que aquello no había sido en broma, que yo era un imbécil aunque ahora estuviésemos muertos de risa. Después me besó allí donde me había pegado y liberó su cuello del peso de mi cuerpo, miró la tele. Habíamos dado con un reportaje sobre el caso. Las imágenes eran terribles, el repaso de todo lo sucedido en las últimas semanas.

      –¿Por qué alguien haría una cosa así? –dije yo.

      –Esa no es la pregunta, bebé. Muchas personas han hecho cosas peores.

      –Por eso mismo. ¿Por qué hay tanta gente dispuesta a hacer algo así?

      Nía movía la cabeza de un lado a otro, ridiculizaba mi escasa agudeza. Hablaba con los ojos casi cerrados en un gesto clásico de cada una de sus borracheras.

      –¿Disposición? Tampoco creo que se trate de una disposición. Entiende que hay todo un conjunto de factores que arrastra a las personas hasta ese punto. Un punto sin retorno, el momento en el que dan ese último paso y cruzan el abismo. Y esos factores son demasiados. No vale la pena preguntarse por qué lo hacen.

      –A mí me parece interesante.

      –A ti todo te parece interesante.

      Eso era cierto, sobre todo en esas últimas semanas.

      –¿Para ti qué es lo que interesa? –le dije.

      –Lo que interesa es el método –dijo ella con arrogancia–. Y claro, lo que todo el mundo quiere saber: quién.

      –O quiénes. Yo he calculado que deben ser al menos tres personas.

      –O solo una.

      Nía no se esforzaba en darme la contra. Eso lo sabía. Su beligerancia era involuntaria, tan parte de ella como el timbre áspero de su voz o el azul pálido de sus ojos. Pero incluso cuando pudiésemos estar de acuerdo, ella no solía concederme ningún mérito. El sarcasmo minucioso, esa tierna prepotencia, eran parte de una pantomima que ya no me intimidaba. Aunque a veces hiriera uno o dos de mis puntos sensibles, con el tiempo me había acostumbrado.

      –Es imposible que sea solo una persona. Además el otro día dejaron un mensaje: «somos los ámok».

      –Y eso no prueba nada –siguió ella–. El loco ese pudo escribirlo solo para despistar. Incluso pudo ser otra persona, alguien que llegó después y escribió eso solo para divertirse, para ver su travesura en las noticias.

      –A ver, ¿y cómo explicas que en una sola noche hayan aparecido tres cuerpos en ciudades distintas?

      –Eso es curioso, pero no hace que mi teoría sea imposible.

      Hoy que recuerdo este episodio, me conmueve pensar en lo felices que todavía parecíamos. No era la primera vez que ocupábamos toda la noche en intentar descifrar un misterio. Quién mató al último presidente, por qué se canceló el Mundial de Fútbol de hace treinta años, qué roedor había ocasionado la plaga de principios de siglo. Las alternativas eran tantas como las excusas que ambos poníamos para no indagar en cuestiones más personales. Y es que pocas veces hablábamos sobre nosotros, no queríamos hacernos daño.

      –Explícame de nuevo tu teoría –le dije.

      –Está bien. Aquí va: el tipo es grande, ochenta kilos por lo menos. Va por los finales de sus treintas, o al menos tiene los años suficientes para que los traumas que tuvo de niño hayan pasado a ser un trastorno psicopatológico severo.

      Nía era una farsante maravillosa.

      –¡Nía, por favor! ¿De qué me estás hablando?

      –Bebé.

      –¿Qué?

      –Déjame seguir. El tipo tiene cerca de cuarenta y es fuerte y grande como un toro, eso es todo. Preguntarse por qué lo hace no viene al caso, como ya te expliqué, sino el cómo. Ahora, lo normal sería pensar que el crimen ocurrió en el mismo lugar en el que se encontraron los cuerpos.

      –Eso es lo que digo.

      –¿Pero por qué?

      –¿Por qué?

      –Sí, ¿por qué?

      –Porque es obvio.

      –¡Obvio para ti! ¿Acaso no pudo repartir los cuerpos después, en ciudades distintas? Sería una forma bastante sencilla de despistar al teniente…

      –Santino.

      –Al teniente Santino. ¡Qué tipo! Por lo poco que he visto no podría parecer más estúpido.

      –Yo creo que es un buen hombre.

      –¿Y eso de qué sirve?

      –Busca la justicia.

      –La justicia. ¿No me dijiste que los sospechosos hicieron una denuncia por tortura?

      –Sí, pero eso no tuvo nada que ver con Santino. Fueron sus suboficiales.

      –¿Quién está a cargo? ¿Él o sus suboficiales?

      –Ya, lo que quieras. Pero hay algo que todavía no encaja. ¿Qué pasa con la distancia entre los cuerpos? Uno apareció a casi trescientos kilómetros de los otros. Y se supone que todos murieron entre las tres y las cinco de la mañana. Estarías diciendo que el tipo recorrió esa distancia no solo en una noche, sino en dos horas.

      El récord, ahora lo sabía, estaba muy por encima.

      –Es posible. Habría que ser un capo al volante, pero es posible.

      –¿Un capo como yo? ¿Eso dices?

      –Pero si tú eres un bebé.

      –Mira, dejemos algo claro. Puede que hace años que no maneje, pero en mis tiempos yo era el mejor.

      –¿Sí?

      –Sí que sí.

      –Ven. Ya, dame un beso.

      El caso no dejó de oscurecerse. Los únicos dos sospechosos, esos que Santino había presentado como prueba de un avance indiscutible, fueron liberados, absueltos luego de las denuncias por tortura. Sus identidades, por supuesto, nunca fueron reveladas. Y Santino pagaba el precio. Los reporteros lo acorralaban con inacabables preguntas llenas de insolencia, avivados cada vez por ese risueño periodista del bigote que jamás perdía oportunidad de figurar ante las cámaras. Santino intentaba responder siempre, ajeno a cualquier hostilidad. Pero la opinión pública, igual, no hacía otra cosa que culparlo. Uno hasta podría haber pensado que si el teniente, en un sacrificio absurdo, hubiese decidido entregarse a cambio y ser juzgado y encarcelado por los crímenes de los Ámok, todos habrían dado el asunto por concluido y se hubiesen ido a casa satisfechos.

      Yo en cambio me aferraba al caso convencido de que tarde o temprano Santino daría con los culpables. Y aunque estaba de su lado, podía también admitir que, llegado el día, presenciar el fin de aquellas noticias me apenaría. Hasta llegué a preguntarme qué elegiría yo, puestos