Tobble mientras se le cerraban los ojos y se entregaba nuevamente al sueño.
Le acaricié dulcemente la cabeza. Me sentía llena de esperanza, y de miedo también; ansiosa y agradecida, sola y acompañada. En mi vida anterior, con la manada de dairnes, ¿había sentido alguna vez tantas cosas diferentes y al mismo tiempo? ¿Me había visto así de abrumada? ¿Así de confundida?
Solía molestarme por ser la menor, la renacuajo. Mis hermanos se burlaban de mí. Mis padres se inquietaban por mí. Pero ahora, al mirar atrás, podía entender lo sencilla y apacible que había sido mi vida.
No había sido responsable de nadie más.
Y ahora me sentía responsable de muchos otros.
Miré hacia arriba suspirando. La luna había continuado su largo camino, seguida por un puñado de leales y luminosas estrellas.
10
El cerca-lejos
Cuando empezó a amanecer, nos preparamos para abrir la puerta. Teníamos hambre, y no habíamos descansado mucho, pero al menos estábamos en mejores condiciones para enfrentarnos a lo que hubiera al otro lado.
Kharu desenvainó su espada, y yo saqué mi pequeño cuchillo. Renzo empuñó el suyo en una mano y sostuvo el escudo con la otra. Por alguna razón, Tobble parecía pensar que el cilindro que habíamos encontrado en la caja era un arma, así que lo blandió. Y como siempre, por supuesto, Gambler tenía sus garras y su astucia.
—Muy bien, Byx —dijo Kharu—. Tú abres la puerta. Es probable que no ceda, pero si lo hace, resguárdate tras ella hasta que escuches mi señal.
Era una tarea bastante humilde, pero lo cierto es que, en una pelea, yo era el miembro menos útil de nuestro grupo. Hasta Tobble podía sorprender a un enemigo con su furia de wobbyk.
Agarré la manija del portón, un pesado anillo de hierro, le dirigí un gesto a Kharu, y tiré. Para sorpresa de todos, la puerta se abrió, aunque con grandes chirridos.
Desde mi posición detrás de la puerta no podía ver, así que esperé impaciente la señal de Kharu:
—Todo bien, Byx. Sal a ver esto.
Rodeé la hoja del portón y sentí un golpe de aire fresco y frío. Y hasta ese momento supe que mis patas traseras se hundían en algo helado y blanco. ¡Nieve!
Después de los fríos y húmedos recovecos de la cueva, esto era sobrecogedor. Nos encontrábamos en el borde de un cráter, y el mundo entero parecía extenderse ante nosotros como un mapa sin fin. Hacia el norte y el este, se elevaban montañas oscuras. Hacia el oeste la tierra descendía a un llano y era menos imponente.
Renzo y Kharu estaban uno junto a otro, protegiéndose la vista contra el deslumbrante amanecer.
—¿Ves esa mancha lejana? —señaló Kharu—. ¿Podría ser una aldea?
Renzo entrecerró los ojos para ver mejor.
—Tal vez. Es difícil estar seguro.
—Es una aldea —dijo Tobble con asombrosa certeza—. Veo una edificación más grande hacia el centro. Y paredes de madera y empalizadas de barro y tierra alrededor, y —murmuró para sí, contando— unas cincuenta construcciones.
Kharu, Renzo, Gambler y yo hicimos exactamente lo mismo: nos volvimos hacia Tobble y lo miramos sin creer lo que oíamos.
Él no nos miró, pues estaba sosteniendo el absurdo cilindro en el ojo derecho. El izquierdo lo mantenía cerrado.
—Hmmm... ¿qué? —le pregunté a Tobble.
—Lo llamo mi agrandador y achicador teúrgico —dijo, retirando el tubo de su cara—. Si miras por este extremo, todo se ve diminuto y lejano. Si miras por el otro, las cosas se perciben grandes y cercanas.
Kharu cogió el tubo y lo sostuvo ante un ojo. Su expresión comenzó como una sonrisa burlona que decantó en repentino asombro para transformarse en absoluta maravilla.
—¡Qué apropiado, amigo Tobble! —dijo al fin—. Lo más apropiado del mundo.
Renzo fue el siguiente en mirar por el tubo. Su expresión pasó por una gama de matices semejante a la de Kharu.
Por último, me llegó el turno. Los dairnes tenemos un excelente sentido de la vista, aunque no le llega ni a los tobillos a nuestro olfato, pero de pronto me vi con la mirada magnífica de un raptidonte.
—¡Esto es un milagro teúrgico! —exclamé.
Pero Renzo negó con la cabeza.
—No percibo magia en el objeto.
—Yo tampoco —secundó Kharu—. Éste es un artilugio fabricado por algún sabio, producto de conocimiento e ingenio.
—Y una cosa tremendamente útil —agregó Renzo—. Olvidaos de la corona y el escudo. Cualquier general de un ejército daría su brazo derecho por poseer este objeto sin nombre.
—Tiene nombre —protestó Tobble—. Es mi agrandador y achicador teúrgico. Pero me imagino que si vosotros decís que no es teúrgico debería cambiarle el nombre —se rascó la peluda barbilla—. ¿Qué tal si lo llamamos un cerca-lejos?
El cerca-lejos nos había mostrado las cosas como eran en realidad. Había una aldea, una aldea humana fortificada, a lo lejos. Nos tomó la mayor parte del día descender por la empinada y rocosa pendiente del volcán y ya era casi de noche cuando llegamos a sus cercanías. La temperatura parecía ir reduciéndose con cada paso que dábamos. Al principio, nos pareció vivificante, pero pronto nos encontramos tiritando y echándonos encima hasta la última prenda de abrigo que llevábamos en las mochilas. A pesar de eso, decidimos dormir en el descampado, pues los desconocidos que llegan en plena la noche casi nunca son bienvenidos.
Por la mañana, helados y hambrientos, nos aproximamos al portón cerrado de la aldea. Al acercarnos, seis arqueros se levantaron justo por detrás de las puntas de la empalizada de troncos. Seis flechas surcaron el cielo, y seis flechas se clavaron en el suelo a menos de un palmo de nuestros pies y patas.
En ese momento me alegré de haber esperado hasta la mañana siguiente, porque si ésta era la bienvenida que nos recibía a plena luz del día, ya podía imaginar lo severa que hubiera sido por la noche. La puntería de los arqueros era alarmante: resultaba obvio que habrían podido matarnos.
Un caballero en armadura, con la cara oculta tras un visor con una ranura para los ojos, se asomó por encima de la empalizada, y a su lado vimos a un heraldo. Fue el heraldo el que nos increpó.
—Mi señor, Mirob el Poderoso, exige saber quién vive y qué busca.
—Somos simples viajeros —dijo Kharu.
El caballero murmuró algo al oído del heraldo.
—Mi señor, Mirob el Poderoso, les concede pacífico tránsito, mas no los recibirá.
Era evidente que no podíamos entrar a la fuerza. Pero Kharu no había terminado.
—Si pudieran abastecernos de alimento y agua, seguiremos tranquilamente nuestro camino.
El heraldo se aprestó a contestar, pero el caballero levantó una mano para impedirlo.
—Les daremos agua y comida —exclamó—, pero en tiempos de tribulación no permitiremos que unos forasteros crucen nuestras puertas.
—¿Y por qué son atribulados estos tiempos? —preguntó Kharu.
—Veo que no son de por aquí, de lo contrario lo sabrían. Se avecina la guerra. Al otro extremo de las montañas, las fuerzas de Nedarra se agrupan. Y en éste, el Kazar Sg'drit también se prepara.
—Usted nos disculpará, mi buen señor —continuó Kharu—, pero pensaba que