Katherine Applegate

La primera


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de aquí para allá antes de sufrir lo que parecía una quemadura dolorosa en el brazo izquierdo, pues la manga de su camisa quedó con manchas negras de ceniza y la carne que había debajo adquirió un notorio color rojo.

      Hubiera querido gritar para preguntarle si estaba bien, pero temía distraerlo y que eso tuviera consecuencias terribles.

      Al fin, increíblemente, Renzo llegó junto a la piscina de la que emanaba el vapor.

      Nos saludó, agitando la espada de Kharu. Ella refunfuñó entre dientes, pero vi que le brillaban los ojos.

      —¿Crees que volverá? —me preguntó Tobble en voz baja—. No estará pensando en robar la espada de Kharu y abandonarnos aquí, ¿verdad?

      —Por supuesto que no —dije, aunque no estaba del todo segura. El último humano en el que había confiado era un erudito llamado Luca. Y nos había traicionado.

      Sin embargo, me dije, éste era Renzo. Habíamos pasado juntos por muchas cosas. No era Luca. Ya formaba parte de nuestra familia.

      Envuelto entre nubes de vapor, Renzo tendió la espada de Kharu hacia la piscina hirviente y utilizó la punta para tantear alrededor. Luego, sacó la espada, esperó a que se enfriara, y la agarró al revés para meter la empuñadura en el agua. La sacó despacio, con cuidado, como un pescador con una carnada de las que se asemejan a un animal vivo.

      Vimos algo que aparecía lentamente en nuestro campo visual. Renzo lo levantó, apoyando los pies en el borde de la piscina para apoyarse. Un objeto metálico pesado cayó haciendo ruido contra el suelo.

      ¡Un escudo! Renzo había conseguido engancharlo por la tira de cuero que servía para sostenerlo.

      Luego vino otro intento de pesca. Renzo, empapado en sudor, parecía cada vez más impaciente.

      Finalmente, se volvió hacia nosotros, con el escudo sobre la cabeza. Al igual que los canales que la teúrgia mantenía libres, el escudo recibía goterones de magma como si fueran simples gotas de lluvia.

      —Al tantear, detecto que hay otro objeto allí —nos informó, limpiándose la frente—, pero no hay manera de encontrar un punto de apoyo para llegar hasta él.

      —Rompe los bordes de la piscina —sugirió Gambler—. El agua se drenará para revelar el tesoro que guarda dentro.

      Renzo asintió.

      —Ya lo he pensado, pero si lo hago el agua correría hacia el magma. Toda esta cueva podría convertirse en una especie de gigantesca tetera de vapor.

      —No podrías regresar a través del vapor —dijo Kharu.

      Renzo asintió.

      —Sería completamente imposible... si tuviéramos que regresar por ese camino. Pero puede que haya otra salida.

      Kharu me miró.

      —¿Daf Hantch mintió con respecto a que sólo había una salida?

      —Sí —confirmé—, pero eso no quiere decir que podamos encontrar otra.

      —¿Adónde va el vapor? —preguntó Tobble, como si pensara en voz alta. Levantó la cabeza, mirando arriba.

      —El wobbyk está haciendo una pregunta muy pertinente —agregó Gambler, algo sorprendido.

      Todavía le costaba ver a Tobble como una criatura semejante a él, un par. Los felivets comen wobbyks. Verlo como a un igual requería de un gran reajuste en su pensamiento de felivet.

      Claro que se sabía que los dairnes comían wobbyks también. Yo se lo había recordado a Tobble cuando nos conocimos, pero a él poco le importó. Afortunadamente.

      —El aire es demasiado seco, a pesar incluso de este calor —anotó Gamble—. Debería sentirse húmedo, pegajoso.

      Todos miramos arriba. Y fue entonces cuando sucedió algo asombroso. Un fragmento luminoso se asomaba muy por encima de nosotros.

      —Es la luna —se me escapó decir.

      —Estamos en el fondo de un volcán —dijo Kharu—. Por supuesto. El vapor sube para salir por el cráter.

      —Y por ahí vamos a escapar, si tenemos suerte —continuó Renzo.

      A medida que la luna, esa encantadora esquirla de luz de esperanza, se movía para quedar a la vista, Renzo nos fue llevando a todos, uno por uno, hasta la piscina, protegidos bajo el escudo. No era fácil ver a través del vapor y las burbujas, pero ciertamente había algo bajo el agua. Algo cuadrado. Algo hecho por un ser inteligente y no por la naturaleza.

      —¿Tu espada será capaz de romper las paredes de esta cisterna? —le preguntó Renzo a Kharu.

      —En tus manos, no —exclamó ella—. Pero en las mías, sí.

      Tobble se había alejado un poco y ahora volvía, emocionado:

      —¡Hay escalones! Una escalera de caracol tallada en la roca, que sube girando.

      Kharu sopesó las noticias.

      —Muy bien —dijo—. Cuando logre romper la cisterna, el agua se desbordará. La caja estará caliente, demasiado para tocarla. Con la espada puedo empujarla, para que Renzo la cargue con el escudo. Los demás id subiendo por las escaleras y nosotros os alcanzaremos.

      No me gustaba la idea de perderme en esta última locura, pero, como prefería no verme cocida al vapor, seguí el plan. Llevábamos unos cien escalones avanzados cuando oímos un golpe fuerte, un chillido, pasos apresurados, un estallido metálico y, por suerte, carcajadas.

      Esperamos en un descanso de la escalera hasta que Kharu y Renzo llegaron a toda prisa, tropezándose el uno con el otro, y dejaron caer una caja rectangular de piedra, y el escudo, mientras reían como posesos.

      —¡Muy bien, Kharu! —dijo Renzo cuando consiguió hablar.

      —¿Bien yo? Muy bien tú, Renzo.

      —Una obra maestra de planeación ejecutada sin el menor fallo —reconoció Renzo, y yo no necesité hacer uso de mi don para saber que hablaba en broma y que no debía tomarse al pie de la letra.

      —Sí, con una buena dosis de frenesí y pánico —añadió Kharu, enjugándose las lágrimas que había soltado de tanto reír.

      9

      Una escalera sin fin

      g1

      Renzo abrió la adornada caja. Era de muy buena factura, y tal vez la protegían hechizos teúrgicos, porque los objetos en su interior estaban perfectamente secos.

      Soltando un silbido suave, Renzo extrajo una corona de oro, decorada con diamantes, rubíes, otragemas, y trinios.

      —Supongo que estarás pensando en cuánto puedes ganar vendiendo las piedras y el oro una vez fundido, Renzo —dijo Kharu.

      —Tonterías. Es una obra de arte. Además, una obra de arte muy hermosa, ¿no te parece? —estiró el brazo y la colocó en la cabeza de Kharu—. Vale muchísimo más tal como es.

      De un manotazo Kharu se retiró la corona, sonrojándose malhumorada.

      —Aunque no te guste oírlo, debo reconocer que la corona te sienta bien —dijo Gambler.

      —Mi familia es noble, o lo fue, hace mucho tiempo —se excusó Kharu—. Pero yo no lo soy. No soy más que una chica que a veces trabaja como cazadora o rastreadora. Las coronas no son lo mío.

      —No más que una chica que anda por ahí con la Luz de Nedarra —agregó Renzo—. De cualquier forma, si fuera a robar algo, sería tu espada, Kharu, que vale diez veces más que esta corona.

      —Deberíamos empezar a subir —dijo ella, con evidentes deseos de cambiar de tema—. El camino es largo hasta arriba.

      —¡No!