indicaran su presencia. Dado que el que acusaba al mismo tiempo señalaba encontrarse libre del pecado que denunciaba, en poco tiempo la histeria se encontraba desatada y cientos de personas se verían envueltas en cargos de brujería.
Esto, por supuesto, sirvió de vehículo para dejar escapar aquellas pulsiones y sentimientos bajos que la misma moralidad establecida reprochaba. Según Miller, en el caso de Salem «la codicia de las tierras» causante de las disputas ya comentadas «pudo elevarse a la esfera de la moralidad» haciendo posible «acusar de brujería al vecino y sentirse perfectamente justificado por añadidura». De este modo se ajustaron cuentas pendientes en el plano de la lucha entre Dios y Satanás y «las sospechas y la envidia que el desgraciado sentía por el que era feliz pudieron estallar dentro del marco de la venganza generalizada»7.
Característico de esta lucha paranoide contra el mal sería el hecho de que nadie podía dudar de la veracidad de quienes juzgaban, especialmente si gozaban, como un sacerdote o pastor, de una investidura colectivamente reconocida para ejercer su autoridad castigadora y purificadora. En la obra de Miller esto queda graficado cuando el juez Danforth, encargado de los procesos, declara: «Se está a favor de este tribunal o se está en contra; no hay término medio. Vivimos tiempos de fuertes contrastes, tiempos que exigen precisión; no habitamos ya en una tarde oscura en la que el mal se mezcla con el bien y confunde al mundo. Ahora, por la gracia de Dios, el sol brilla en lo más alto y, sin duda, quienes no temen a la luz han de alegrarse»8. Con estas palabras Danforth contestaba a un hombre que había aportado una lista de personas que afirmaban conocer la buena reputación de su esposa, enjuiciada por brujería. A su vez este desesperado ciudadano les había prometido que el tribunal no los citaría a declarar, pues ello les haría arriesgar sus propias vidas. La lógica del juez, según la cual quien es moralmente puro no tenía nada que temer y por tanto podía exhibirse totalmente desnudo frente al poder, es propia de toda organización y cultura totalitaria, pues en ellas el bien absoluto, cualquiera sea la forma en que se manifieste, y la autoridad política se encuentran fusionados. Como observó Miller, «un criterio político se identifica con el bien moral y oponerse a él se convierte ipso facto en maldad diabólica»9. Ello producía que la sociedad se convirtiera en una espiral de intrigas de unos contra otros llevando al gobierno a transformarse no en el árbitro de disputas, sino en «el azote de Dios». Pero, además, dado que en la sociedad ya se había instalado la idea de que había brujas y que estas eran responsables de sus padecimientos, la persecución debía continuar hasta que el último de los malignos fuera limpiado, ya sea mediante su exterminio, algún tipo de castigo o su confesión y arrepentimiento. En otra parte del proceso el reverendo Hale, experto en temas de brujería, arribado al pueblo especialmente para investigar los casos denunciados, afirmaba: «He visto demasiadas pruebas aterradoras en el tribunal […]. El demonio habita en Salem y ¡no ha de asustarnos seguir el dedo acusador, señale donde señale!»10. Y más adelante el juez Danforth describía la naturaleza del delito de brujería en los siguientes términos:
La brujería ipso facto y por su propia naturaleza, constituye un delito invisible, ¿no es así? En consecuencia, ¿quién puede testificar en un caso de brujería? La bruja y su víctima. Nadie más. Ahora bien, no cabe esperar que la bruja reconozca su delito, ¿de acuerdo? Hemos de recurrir por consiguiente a sus víctimas […] y estas sí que testifican […]. En cuanto a las brujas, nadie negará que estemos ansiosos de aceptar su confesión. Siendo ese el caso, ¿qué podría aportar un abogado?11.
En otras palabras, aquellos que eran acusados de brujería, es decir, de ser malignos, se encontraban prácticamente condenados por el mero hecho de ser acusados, pues la existencia del delito dependía enteramente de la interpretación de quien denunciaba y no se podía comprobar.
Aunque parezca implausible, todo el análisis previo resulta fundamental para entender los tiempos que corren. Si bien hoy no quemamos brujas en la hoguera y no ejecutamos a nadie, no cabe duda de que un nuevo puritanismo, esta vez originado en la izquierda intelectual, ha descendido sobre occidente causando un daño considerable. Vivimos en la era de lo que se ha pasado a llamar «corrección política», la cual podría definirse como una práctica cultural que busca la destrucción reputacional, la censura e incluso la sanción penal de aquellas personas o instituciones que no adhieran, desafíen o ignoren una ideología identitaria que promueva la supuesta liberación de grupos considerados víctimas del opresivo orden social occidental. Se trata de una ideología que tiene sus propios estándares de pureza moral, una clara distinción entre el bien y el mal, y cuyos apóstoles, como en el caso de Salem, están dispuestos a seguir el dedo acusador donde quiera que apunte para destruir al diablo y liberar a la sociedad de su maligna influencia. Como los tribunales de antaño, quien declara estar en contra de los postulados de esta ideología se identifica con el mal exponiéndose a las turbas y a los tribunales populares de los medios de comunicación masiva y las redes sociales.
Algunos, como la periodista argentina y crítica cultural Lucía Lijtmaer, han hablado de que existe una visión de acuerdo a la cual vivimos en un mundo de «ofendiditos», personas que toman ofensa por cualquier cosa que se diga y les resulte desagradable llevando a que se censuren sistemáticamente opiniones, obras literarias, artísticas y todo tipo de expresiones. Aunque Lijtmaer se pone de lado de esos «ofendiditos» afirmando que son minorías que ejercen su legítimo derecho a protesta, la crítica que ella descalifica, según la cual vivimos en un entorno de reacciones histéricas derivadas de una forma de «neopuritanismo» que no admite otra visión posible de las normas sociales que la propia no deja de ser correcta12. Pero lo anterior habla de un problema aún más profundo, a saber, el colapso de la esfera pública como espacio de diálogo relativamente racional para dar paso al irracionalismo, esto es, a una dictadura de los sentimientos y de ideas enteramente subjetivas acerca de la verdad, lo cual ha sido siempre la antesala de linchamientos y de lógicas de confrontación tribal incompatibles con una sociedad libre. Como veremos en este libro, aunque en Europa el problema de la corrección política es extendido, en ninguna parte ha sido más visible esta descomposición que en el mundo anglosajón, cuyas universidades de prestigio y medios de comunicación se han convertido en focos de un activismo político tóxico para la cultura de la tolerancia. Según The Economist, «encuestas de opinión revelan que en muchos países el apoyo a la libertad de expresión es tibio y condicional. Si las palabras son molestas, la gente preferiría que el gobierno o alguna otra autoridad hiciera callar al orador»13. En el mismo editorial el semanario británico advirtió sobre una creciente ola de censura proveniente de grupos que buscan proteger sensibilidades de minorías, conduciendo a un retroceso de la libertad de expresión en universidades de Estados Unidos y Europa. Hablando literalmente de la «intolerancia» de los liberales de izquierda, The Economist señaló:
La preocupación por las víctimas de discriminación es loable. Y la protesta estudiantil es a menudo, en sí misma, un acto de libertad de expresión. Pero la universidad es un lugar donde los estudiantes deben aprender a pensar. Esa misión es imposible si las ideas incómodas están fuera de los límites de lo discutible. Y las protestas pueden desviarse fácilmente hacia la hipersensibilidad: la Universidad de California, por ejemplo, sugiere que es una ‘microagresión’ racista decir que ‘Estados Unidos es una tierra de oportunidades’, porque se podría dar a entender que quienes carecen de éxito no lo poseen porque ellos mismos tienen la culpa.
El ejemplo de la Universidad de California parece absurdo, pero ideas como esas son comunes en buena parte la élite estadounidense y también se dan en Europa. Sería un error, sin embargo, pensar que solo se trata de una cultura del silencio, de la persecución y de la censura de aquellos que digan cosas consideradas ofensivas. Tras la idea de que no puede decirse que Estados Unidos es un país de oportunidades se encuentra toda una doctrina, desarrollada durante décadas por intelectuales, según la cual Estados Unidos y occidente son sociedades inmorales y opresivas que merecen ser desmontadas para acabar con los supuestos privilegios que otorgan a algunos grupos, especialmente el hombre blanco heterosexual. En consecuencia, la idea de normalidad y excelencia burguesa debe ser subvertida al punto de que ya no es posible defender ni siquiera determinados parámetros estéticos o de salud, como prueba de manera gráfica la reivindicación de la obesidad que comienza a emerger en algunos países14. Tampoco se pueden defender fácilmente ideas como la meritocracia, pues estas no serían más que expresiones de discursos que pretenden