de terracota. Y, si bien es cierto que las pirámides tan laureadas en todo el mundo son relativamente fáciles de construir, la monumentalidad de las pirámides chinas no tiene parangón, pues eran verdaderas montañas artificiales que unificaban las ciencias con las creencias, los conocimientos con las leyendas, y más como un conocimiento humano, aunque imperial, que como una ofrenda a los dioses.
Hay que tener en cuenta que cada dinastía tuvo su propia cosmovisión, sus propios dioses y sus propias creencias, muchas de las cuales fueron apartadas o ensombrecidas por una religión social y humanista que poco o nada tenía que ver con los dioses y las supersticiones: el confucianismo.
No hay un San Confucio, y practicar las normas que propone no libera el alma ni lleva al cielo al espíritu. Sin embargo, se ha convertido en todo un mito referencial de lo que se supone que son la personalidad y el carácter orientales, donde el trabajo físico es espiritual, y el amor un legado de los dioses que los humanos debemos desarrollar con responsabilidad y raciocinio.
La China Milenaria
Antes de que surgieran las dinastías Xia, Shang y Zhou, y con ellas la historia oficial de China a las orillas del Yang Tse, o Río Amarillo, varios pueblos hollaron los valles y montañas del extremo Oriente, destacando a los mongoles y a los siberianos, que bajaban al sur en el invierno en busca de alimento. Muchos de ellos emigraron a lo que hoy es América hace treinta mil años, cruzando el helado estrecho de Bering.
Ya en esta proto-América recorrieron todo el continente y se fueron asentando en diferentes terrenos, arrastrando su lengua original y mezclándose con otros grupos humanos cuya procedencia se desconoce, pero que han dejado rastro en las diferentes formas raciales de los pueblos precolombinos.
No hay muchos datos sobre los que se quedaron en Asia, a pesar de la constancia de su presencia desde entonces hasta hoy, porque la historia china no empieza hasta que se inicia el ciclo dinástico, o registro escrito de las diferentes dinastías de la China formal, estatal y civilizada, unos mil años antes de nuestra era. Antes de esa forma oficial de asentar los nombres de reyes y gobernantes con una cronología precisa, los primeros grandes señores de China pertenecen más a la mitología que a la realidad propiamente dicha.
El famoso Emperador amarillo, Huangdi, carece de datos históricos reales, aunque ya aparece en algunos textos chinos de hace tres o cuatro mil años, dependiendo de la fuente, que lo sitúan como el gran iniciador de la cultura china, hace seis mil años más o menos.
Antes del Emperador amarillo los pueblos asiáticos eran salvajes, nómadas, sin una cultura propia unificada o simplemente carentes de registros escritos, más parecidos a los mongoles de hoy que a los refinados chinos del pasado.
La mitología china nos habla de pueblos orientales hace más de quinientos mil años caminando sobre la Tierra, en los que la magia, la inmortalidad y los diversos seres humanos se mezclan en todo tipo de leyendas, pasando de generación en generación a través de la tradición oral, e incluso en escrituras rudimentarias de trigramas y hexagramas que darán más tarde lugar a la escritura china, de la cual se derivan prácticamente todas las lenguas y escrituras de Oriente.
Pictogramas y barras que han ido formando conceptos, oraciones, frases, números, palabras completas, nombres y, por supuesto, la historia escrita de China, porque sin escritura, dice la academia, no hay historia posible.
Los restos del hombre de Pekín u homo sapiens pekinensis, que desaparecieron misteriosamente de China durante la Segunda Guerra Mundial, contradecían la teoría de una humanidad nacida exclusivamente en África para dispersarse después por el mundo, pero no hay que ir muy lejos para observar que las razas orientales —exceptuando a la australiana— poco tienen de cromañones o neandertales, e incluso la maorí, o australiana, presenta diferencias óseas con los referentes occidentales, por no hablar de los basculantes cráneos javaneses, que solo se encuentran en Java y en la Isla de Pascua, a pesar del pensamiento único occidental que todo lo quiere reducir a sus teorías.
No es que China quiera manifestarse diferente, es que lo es, tanto en su cultura como en sus orígenes y en sus leyendas, y no solo se trata de que los seres humanos seamos diferentes por fuera sino que además lo somos por dentro, no por un prejuicio racial sino en las conformaciones genética, sanguínea y ósea, con la capacidad de procrear unos con otros, pero diferentes.
Según la tradición china, antes del Emperador amarillo estuvo Fu Xi, creador de esa primera escritura compuesta por trigramas, con los ocho primeros conceptos que abrían las puertas, o baguas, del conocimiento a través de los símbolos escritos.
Chen Nong o Shandong, que se puede traducir de varias maneras, desde Dragón de Madera hasta Señor Campesino o Divino Granjero, se encuentra entre Fu Xi y Huangdi, con cinco mil años de antigüedad según las tradiciones, y al que se le adjudica, obviamente, la creación de las técnicas agrícolas chinas que se siguen practicando hoy en día por su particular eficiencia.
Fu Xi y su esposa Nüwa.
En esta China Milenaria, anterior a la historia oficial y escrita, nacen el té y el papel, la tinta y la escritura, las artes y las ciencias, la agricultura y la ganadería, el orden social y las leyes, el estudio de las estrellas y las cuentas, porque sus gobernantes eran más dioses que humanos, como en el caso de Fu Xi, que estaba casado con su hermana, la diosa Nüwa, como veremos más adelante cuando se exponga la leyenda de los Tres Augustos y los Cinco Emperadores.
Huangdi, o Wang Tse, es quien finalmente funda lo que será esa China que pervive hasta nuestros días, y por la cual han pasado Buda y Confucio, Mochi y Lao Tse, que han terminado de moldear su carácter; así como la dinastía Khan, que puede volver por sus fueros en este siglo XXI y reconquistar el mundo.
China histórica
Reducir la historia de China en una introducción sobre mitología china es una tarea que se antoja imposible, ya que si bien tres dinastías de los últimos tres mil años han apostado por la mítica legendaria, el resto se ha situado del lado opuesto, es decir, ha intentado desmitificar su cultura y hacer de ella algo serio, racional, hierático y práctico, ajena a dioses y supersticiones, y seguidora de una ética y una moral familiares y jerárquicas dedicadas al Estado y con un bienestar social básico para el pueblo.
Por gracia o por desgracia los seres humanos somos animales creyentes y emocionales, chinos incluidos, y ni los emperadores ni los Estados chinos han podido desterrar los mitos y las leyendas de su cultura.
Las dinastías de la era antigua y de la época imperial —desde el siglo XXI antes de nuestra era hasta el siglo XX de nuestra era— están perfectamente documentadas y datadas más allá de las exageraciones épicas, por lo que se podría decir que los chinos inventaron, además, la historia formal como ciencia y no como mítica.
La primera dinastía, la Xia, con más de cinco siglos gobernando el área del Río Amarillo, es la más cercana a los reinados míticos anteriores, donde los dioses y los humanos convivían y le daban forma al mundo y a la sociedad, y por eso aún se pueden encontrar elementos mitológicos en los relatos de sus diecisiete reyes. Estos desaparecerán casi del todo en la dinastía Shang, que duró siete siglos, y en la dinastía Zhou, con ocho siglos de permanencia y la emergencia de Confucio, cuyo pensamiento y formalidad van a durar hasta nuestros días.
Es precisamente con Confucio, en el siglo VIII antes de nuestra era, que China entrará en un periodo llamado de las Primaveras y los otoños, para dar lugar al carácter y comportamiento del pueblo chino como lo conocemos ahora, muy diferente al de las etapas anteriores.
Los cambios sociales
Antes de que Confucio escribiera, o inspirara, los Anales de primavera y otoño, el comportamiento social de los pueblos orientales era del todo tribal, jerárquico, mítico, supersticioso y desordenado, con lo que los conflictos entre clanes eran continuos, mientras los grandes señores, cuatro en la época de Confucio, explotaban al campesinado sin la menor conmiseración e intentaban conquistar el terreno de sus vecinos con ardides, guerras y traiciones, utilizando los matrimonios entre grupos más como punta de lanza para